• 26/05/2021 00:00

A los abuelos que no pudieron volver a reunirse con sus nietos

“Así sucintamente ha transcurrido la vida de muchas familias anónimas que sufrieron el dramatismo derivado de este complejo contexto; se les estremeció el alma. […]. A todas las víctimas de esta plaga, en general, mi más sincero respeto y homenaje”

El levantamiento del estado de alarma ha ocasionado una gran explosión de júbilo en algunas de las principales ciudades españolas, materializada, sobre todo, a través de múltiples concentraciones callejeras, como los macrobotellones. Resulta evidente que un grupo numeroso de gente ansiaba esta circunstancia, que fue vivida como una auténtica liberación, que le permitiera desenvolverse sin las ataduras que acompañaban esta engorrosa situación. Han sido catorce meses de restricciones liberticidas que han trastocado enormemente la vida de la población, período cuyas características han sido fundamentalmente la angustia, el estrés, una ansiedad acumulada y una profunda desazón. No se puede negar el impacto psicológico que ha tenido la COVID-19 sobre nuestras personalidades y cada uno lo ha experimentado a su manera, empleando, muchos, sus propios recursos y otros, con ayuda, para enfrentarse a esta coyuntura que, por su excepcionalidad, se ha destacado por el colosal número de ingresos hospitalarios, los fallecimientos por doquier, el temor atroz a ser contagiado, el miedo a perder a un pariente, familiar o amigo, la ruina de algunas empresas, etc. El virus ha puesto a prueba nuestra resiliencia, condición “sine qua non” para poder enfrentarse a las vicisitudes y adversidades de toda suerte que se presentarán insoslayablemente en nuestro recorrido existencial. La afefobia y la muerte han sido nuestros compañeros habituales, lo que ha exacerbado algunas patologías psicosomáticas y muchos desórdenes mentales, subrayando de estos últimos los que han sido engendrados por la pandemia, o, mejor dicho, propiciados o precipitados por ella. El descubrimiento y la posterior administración de las vacunas han sido el mayor auxilio para calmar los espíritus y aminorar el peso de la inquietud colectiva.

Me gustaría poner en evidencia el verdadero drama o tragedia instalado en algunas familias y personificado de modo especial en aquellos abuelos que no pudieron volver a ver a sus nietos. Aparte de los duelos no elaborados que han sido una nota dominante y descorazonadora al inicio de la pandemia, conviene atraer la atención sobre este particular, prueba indiscutible del padecimiento psíquico por el cual atravesaron algunos mayores, quienes no solo no podían ver a sus nietos, sino, en el peor de los casos, perdieron la vida en el decurso de estos aciagos catorce meses. Este segmento de población ha sido uno de los más golpeados y severamente perjudicados por la COVID-19; algunos de ellos vivieron un calvario, intuyendo o sabiendo que estaban en la antesala de la muerte, pues se vieron impotentes por no poder revertir esta dolorosa situación. Muchos se fueron sin la última y sublime satisfacción de poder abrazar a sus nietos, hijos o hijas de sus descendientes, por los cuales sentían verdadera admiración, teniendo gran número de ellos, muy a menudo, la confiada tarea y responsabilidad, tratándose de los más pequeños, de cuidarlos, recogerlos a la salida del colegio y alimentarlos, endulzada con los profusos mimos que usualmente les propinan. Distintas familias, desgarradas por la angustia, rotas por el dolor, lloran desconsoladamente la pérdida de este ser querido tan importante que, con su marcha, ha dejado un vacío irreemplazable en sus corazones y pegado un severo hachazo en la biografía de sus allegados, en particular de los niños.

El tiempo inexorablemente sigue su curso y muchos mayores, sumidos en la soledad, fallecieron de muerte natural, a consecuencia de la COVID-19 o de las complicaciones de una patología preexistente derivadas de la pandemia. ¡Cuántos se han ido con esta supina tristeza causada por el frustrado deseo de no haber podido disfrutar de un último encuentro con sus familiares! Así sucintamente ha transcurrido la vida de muchas familias anónimas que sufrieron el dramatismo derivado de este complejo contexto; se les estremeció el alma. No les queda otro remedio que lidiar con lo que silenciosa o estrepitosamente les ha tocado. A todas las víctimas de esta plaga, en general, mi más sincero respeto y homenaje.

Médico-psiquiatra.
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