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- 14/11/2022 03:00
Los cimarrones de Santa Cruz
“A 11 (de diciembre de 1631) …Este dicho día la Santa Hermandad traxo pressos a diez (y) siete negros cimarrones y a los 16 mandó azotar y al uno asaetear” (Anotaciones del Diario de Fray Juan Antonio Suardo 1629-1639, preparado por orden del Virrey del Perú Fernández de Cabrera).
Desde el s.XIII “[…]la persona ha venido cobrando conciencia cada vez más clara de su independencia. Se ha venido agudizando progresivamente la pregunta de cómo puede estar atada por órdenes. La pregunta se ha expresado especialmente en un ataque a la autoridad: en una duda de su derecho” (Guardini, 1930). Precisamente en las sociedades esclavistas y en aquellas que toleraban esa conducta, la víctima se preguntaba constantemente ¿qué orden puede atar a la persona y sujetarla en un estatus inamovible? La búsqueda de una respuesta llevó a los esclavos a la huida y a idear caminos de libertad.
Los colonizadores peninsulares llamaron ‘cimarrón’ a los esclavos rurales que huían de la plantación hacia el monte (Santa Cruz, 1988). Ellos buscaban no solo un lugar de permanencia sino de existencia individual y familiar ampliada, conformada desde su experiencia de víctimas y desde su origen común africano. La vivienda -cuyo conjunto conformó el llamado “palenque”- fue un entorno material y espiritual que ellos se hacen para sí como individuos y como comunidad. Desde ella se siente, se vive y se configura. Es espacio en el que la personalidad es, es el punto de integración de personas de orígenes africanos diversos, el centro de organización al que se incorpora lo ganado fuera, aunque la experiencia haya sido traumática producto de la maquinaria esclavista. La vivienda está inserta en la ciudad-refugio, el “palenque”, determinada por muchas individualidades pero que se hallan emparentadas entre sí ya que se necesitan basados en un criterio de seguridad. Todo esto hace que el individuo pueda caminar ahí y que, al mismo tiempo, sepa que es portador de nuevas concatenaciones de conformación físico-espirituales (Guardini, 1930), lo que, con el devenir del tiempo, colocará a la persona frente al proceso de asimilar una nueva identidad, amplia y plural como las naciones africanas de las que provenían los cimarrones desde el s.XVI. Al conjunto de cimarrones en palenques, se les llamó “negros apalencados” (Santa Cruz, 1988). En Surinam, los palenques eran llamados ‘Bush Negroes’ (Price, 1981) mientras que en Venezuela se le conocía también como ‘cumbes’, ‘rochelas’ o ‘patudos’ (Acosta, 1978). Cosa distinta al cimarrón era el ‘cimarronero’, mercenario especializado en rastrear y cazar esclavos fugitivos por el precio de cincuenta pesos por cabeza, una labor despreciable que, sin embargo, existió por más de doscientos años en tierras americanas.
Santa Cruz (1988) señala que “[…]el equivalente brasilero del palenque fue el ‘quilombo’, particularmente en los Estados de Minas Gerais, Mato Grosso, Goias, Alagoas, Bahía, Maranháo y Sergipe […] Los reductos de cimarrones en Ceará y Pernambuco se llamaron ‘mocambos’. Y ‘amocambados’ se le llamó al conjunto de cimarrones en el mocambo”.
Los palenques fueron verdaderas colectividades rebeldes en la América Española. Un caso histórico famoso es el de Bayano, cimarrón que forma un gran palenque entre las montañas de Chepo y Terable (Panamá), fracasando, uno tras otro, todos los intentos que hace la Audiencia por derrotarle. Erigido en «Rey de los Negros» (1553), durante cinco años imperó en la región, hasta que el Gobernador logró llegar a un convenio con Bayano, reconociendo la libertad de su palenque a cambio de no aceptar nuevos cimarrones (Santa Cruz, 1988).
La emancipación del negro o la prohibición de la trata en la mayoría de los países sudamericanos durante la primera mitad del s.XIX también afectó a la esclavocracia británica y francesa en sus colonias antillanas, tornándolas hacia una seudo esclavitud de otras razas esta vez protagonizada por inmigrantes chinos (“culíes”) y pobladores de la entonces India británica.
Regresando a los palenques o quilombos, lo más importante ocurrió puertas adentro de sus recintos, donde sus pobladores celebraban sus periódicas asambleas con verdadera autonomía. Sólo se sabe de ellas lo que ocasionales testigos oculares testimoniaron (viajeros, pintores, poetas y cronistas), casi siempre desde una óptica prejuiciosa o paternalista, muy propia de la época. Sin embargo, son registros valiosos que demuestran un afán organizativo con la secreta esperanza de perdurar en el tiempo. Su estudio es una tarea pendiente que honraría la memoria del estudioso afroperuano y folklorista Nicomedes Santa Cruz en el trigésimo aniversario de su luctuosa desaparición.