• 19/09/2023 00:00

Corrupción y conciencia: un dilema panameño

Aunque el sistema social pueda estar irremediablemente fracturado, nuestro anhelo genuino de adherirnos a principios universales de justicia y rectitud sirve como un faro en la penumbra

En el crisol político de Panamá, donde las elecciones se ciernen como una espada de Damocles sobre la nación, la pregunta de “¿quién juzga a quién en una sociedad corrupta?”, se convierte en un eco retumbante en la conciencia colectiva. Friedrich Nietzsche, en su penetrante sabiduría, nos advirtió: “En una lucha entre tú y el mundo, apuesta por el mundo”. Este aforismo nos sumerge en un dilema existencial: ¿cómo puede un individuo, armado solo con su moralidad, enfrentar un sistema que parece diseñado para perpetuar la corrupción?

La complejidad de este dilema se intensifica cuando consideramos el versículo bíblico de Proverbios 17:15 “Absolver al culpable y condenar al inocente son cosas que al Señor le repugnan”. Este pasaje no solo resalta la perversión de la justicia en un sistema corrupto, sino que también nos lleva a cuestionar la legitimidad de los jueces y las instituciones que los nombran. En Panamá, donde los escándalos de corrupción han llegado a las más altas esferas del poder, la confianza en el sistema judicial se ha erosionado hasta el punto de la desesperanza.

Pero aquí surge una paradoja: si el sistema está corrupto y la sociedad es cómplice, ¿quién tiene la autoridad moral para juzgar? Oscar Wilde, con su aguda observación, señaló que “la sociedad a menudo perdona al criminal; nunca perdona al soñador”. En el contexto panameño, esto se traduce en una tolerancia social hacia la corrupción política, mientras que aquellos que se atreven a soñar con una sociedad más justa son marginados o ridiculizados.

La fe, que a menudo sirve como un faro moral, también se ve comprometida en este escenario. El versículo de Miqueas 6:8 nos dice: “Se te ha mostrado, oh mortal, lo que es bueno. Y ¿qué pide el Señor de ti? Solamente hacer justicia, amar la misericordia, y caminar humildemente con tu Dios”. Pero ¿qué sucede cuando los líderes religiosos, que deberían ser los guardianes de la moral, se convierten en cómplices de la corrupción? La fe, en lugar de ser un refugio de integridad, se convierte en otra herramienta para manipular a las masas.

Entonces, ¿quién queda para juzgar en una sociedad donde las líneas entre el bien y el mal se han vuelto borrosas? Sócrates, el filósofo griego, nos ofrece una pista: “Una vida sin examen no vale la pena vivirla”. La respuesta, entonces, podría residir en la autorreflexión y la autoregulación. Este concepto se refuerza con el versículo bíblico de Romanos 12:2, que nos insta a “no conformarnos al patrón de este mundo, sino transformarnos mediante la renovación de nuestra mente”.

La corrupción no es solo un problema de los políticos; es un reflejo de la sociedad que los elige. Por lo tanto, el juicio recae tanto en el individuo como en el colectivo. La verdadera pregunta es: ¿elegiremos el camino de la justicia o continuaremos en este ciclo interminable de corrupción?

Es que nos enfrentamos a la visión apocalíptica de que la naturaleza humana siempre tiende hacia el mal, nos encontramos en un abismo moral y ético del cual parece imposible salir. En este escenario, la pregunta de “¿quién juzga a quién en una sociedad corrupta?” adquiere una dimensión aún más sombría. Jean-Jacques Rousseau, en su obra 'El Contrato Social', plantea que “el hombre nace libre, pero en todos lados está encadenado”. Si la corrupción es una cadena que nos ata, ¿hay alguna esperanza de liberación?

En este contexto, el versículo bíblico de Jeremías 17:9 cobra un significado especial: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?”. Si incluso nuestra propia naturaleza es inescrutable y propensa al mal, ¿a qué nos aferramos para encontrar un sentido de justicia y moralidad?

Una posible respuesta podría encontrarse en la filosofía de Immanuel Kant, quien argumentó que la única cosa verdaderamente buena es una “buena voluntad”. Según Kant, incluso si nuestras acciones no logran producir resultados positivos, la intención detrás de ellas es lo que finalmente cuenta. Este concepto se alinea con el versículo bíblico de Romanos 7:19 “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago”. Aquí, el apóstol Pablo reconoce la lucha interna entre nuestras intenciones y nuestras acciones, una lucha que se intensifica en una sociedad corrupta.

Entonces, en un mundo donde la corrupción parece ser la norma y no la excepción, y donde la naturaleza humana misma parece inclinada hacia el mal, ¿qué nos queda? Tal vez la respuesta yace en la capacidad humana para el cambio y la redención. Como señala el versículo bíblico de 2 Corintios 5:17 “De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”. Este versículo sugiere que, a pesar de nuestra naturaleza defectuosa, tenemos la capacidad de renovarnos y buscar un camino más ético y justo.

En el contexto ético de Panamá, una nación donde la corrupción ha permeado el núcleo social, cada individuo se halla ante el mandato kantiano del imperativo categórico: actuar según máximas que puedan convertirse en ley universal. Aunque el sistema social pueda estar irremediablemente fracturado, nuestro anhelo genuino de adherirnos a principios universales de justicia y rectitud sirve como un faro en la penumbra. En este laberinto moral complejo, quizás nuestra última guía sea nuestra conciencia individual, eternamente enfocada en la búsqueda de lo que es éticamente inquebrantable y ontológicamente genuino.

Abogado, politólogo
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