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- 09/02/2021 00:00
Fraguas, cinceles y canteras
Un 4 invertido se observa en uno de los bloques de piedra de la pared lateral de la iglesia de la Merced, es la marca del cantero panameño que incipientes trabajos de gliptografía identifican ahora. Antonio Fernández de Córdoba fundó el 21 de enero de 1673 la nueva ciudad de Panamá que contaba con dos tipos de construcciones: de madera o de piedra, entendiéndose por esta última la edificación en mampostería, tapiería, cantería y de cal y canto (Castillero, 1994; Mena, 1997). Ambas materias primas abundaban en la zona y fueron exportadas a regiones vecinas como el Virreinato del Perú. La madera panameña, caracterizada por su flexibilidad, resistencia y su facilidad para ser tallada o reducida, destacó sobre todo por su variedad y fue altamente apreciada por ebanistas y carpinteros de la costa virreinal peruana. En la región ístmica, la floresta proporcionaba “[...] cedro, roble, coabana, jagua, haya, pertenecientes al género de la madera blanca, o la quira, cocobolo, guayacán y naranjo cimarrón entre las especies de madera morada” (Serrano y Sanz, 1908).
La investigadora Mena (1992) señala que en 1610 había establecidos en Panamá siete aserraderos que abastecieron al mercado limeño desde el siglo XVI hasta el inicio de las guerras de independencia, volumen considerable si se toma en cuenta que la Ciudad de los Reyes no contaba con más de tres. La producción maderera se convierte en uno de los renglones más importantes de la exportación panameña a territorios de Hispanoamérica. Una cosa lleva a la otra y, pronto, la calidad de los carpinteros panameños se vuelve remarcable produciendo enseres desarmables (para ocupar menos espacio en las bodegas de las naves) que se ensamblaban en Lima –añadiendo los acabados correspondientes– para la venta o la entrega a su propietario. Testimonio de ello son los trabajos del maestro de carpintería Juan de Balanzategui –nacido en Moyobamba, ciudad de la selva peruana–, del dorador Diego de Chavarría y del escultor Juan de Urrutia que se pueden apreciar en el anda de Nuestra Señora de la Victorias en la iglesia de San Agustín de Lima. De Urrutia se sabe que en 1675 hubo de abandonar esa obra porque en ese año –era soldado– fue llamado “a la defensa de Panamá” contra los piratas (Archivos Ynchausti, 2003). Otro maestro de carpintería, de origen vasco, Joseph de Garragorri, construye parte de la capilla de Nuestra Señora de la O en el templo de San Pedro –geográficamente muy cercano al actual emplazamiento de la cancillería peruana– con madera y piedra panameñas. En cuanto al arte de ensamblador de piezas desmontadas tanto de madera como de piedra destacaron Pedro de Izasaga (1691) y Juan de Irazabal (1736) quienes, según el investigador Hart-Terré (1948), pasaron a radicarse en Lima con el auge de la albañilería virreinal que reafirmaba los patrones del barroco.
Con el correr de los años se evidenció una evolución estructural y racionalización de los muros y cubiertas de los edificios y viviendas que se ve reflejado en la adaptación de los sistemas de cimentación españoles para ajustarlos a las características físicas del suelo y de los materiales provenientes del istmo o de otras regiones (Ordaz, 1997). Surge un estilo mestizo con patrones peculiares que lo diferencia de la forma hacer las cosas en la península (T. Gisbert, 1984).
El cronista Bernabé Cobo, autor de “Historia del Nuevo Mundo” precisa que “[...] de Panamá se traen por la mar piedras muy grandes, de que son cuantas columnas hay en Lima, tiénense por la mejor piedra de cuantas entran en esta ciudad, por ser muy sólida y blanda de labrar y escogida para hacer en ella molduras y esculpir letreros y otras figuras” (Jiménez de la Espada, 1890). La historiadora M. A. Durán (1992), en su estudio urbanístico sobre Lima del siglo XVIII, señala que mientras que el tono de la piedra procedente de Arica era gris rosado, la piedra panameña era de un tono gris verdoso. Por su parte, Mena (1997) señala que desde 1614 –según los libros del Cabildo limeño– se recibían bloques de granito panameño para el embellecimiento de los espacios públicos de la ciudad.
Los talleres de los talladores Terán, Chilón y Huatay –indígenas oriundos de Cajamarca, al norte del Perú– adquirieron renombre trabajando las piedras de cantería (roca volcánica), granito y marmolina que procedían del istmo y de Centroamérica creando variadas piezas ornamentales y decorativas, así como cruces y lápidas propias del arte funerario virreinal.
Varios de los edificios emblemáticos de la Lima virreinal fueron entonces construidos con piedra panameña como la citada iglesia de la Merced (Bernales, 1972) y parte del Paseo de Aguas, conjunto arquitectónico de fuentes, jardines y rotondas asociado al romance del virrey Amat con la actriz Micaela Villegas, conocida como la Perricholi, cuya casa fue tasada por don Antonio de Ogartevidea, alarife vasco (Hart-Terré, 2003), que reporta la presencia de maderas panameñas talladas.
Para el historiador Antonio San Cristóbal (1998), los aportes anónimos de muchos canteros, artesanos y carpinteros contribuyeron al uso de la arquitectura virreinal como “retórica persuasiva” para la difusión de los ideales de vida socialmente compartidos por unas élites criollas que a finales del siglo XVIII todavía estaban adscritas a la Corona. Cuando esta cosmovisión empezó a deteriorarse, los carpinteros y artesanos serán de los primeros en prometer, en 1821, “[...] a Dios y a la patria, sostener y defender su opinión, persona y propiedad de la Independencia del Perú”. Un nuevo patrimonio se estaba formando.