• 06/08/2023 00:00

El placer de la Historia

“[...] la Historia es un paisaje de generaciones, la vida como destino, dada por el tiempo y sus circunstancias, siendo una manera de ser temporal, [...]”

La Historia, como ciencia y como arte, está llena de misterios que a veces parecen una isla encantada y solitaria muy lejos de la realidad humana. Su encanto está en algo impalpable que, como ímpetu renovador, flota sobre las obras y los hechos humanos que hacen y han hecho historia a través de los siglos.

Ese espíritu invisible, su alma universal, es el vértice donde concurren muchas actividades humanas que vemos cotidianamente en la marcha normal de la Historia. Esa alma, a su vez, es un receptor finísimo que capta ondas cargadas de emociones, muchas de ellas placenteras, precisamente lo que nos hace sentir esa plenitud maravillosa del pasado, que bien podemos llamar el placer que da la Historia. Placer que fluye de su continuidad y dimensión de eternidad, fuente de esas mismas emociones que alimentan su alma.

La tarea de hacer historia, por otro lado, es un afán de conocimiento pretérito, con su aliento inmortal, de todo lo que la civilización mundial ha ido edificando como lección divina de tolerancia espiritual para todo ser humano, sin excluir lo que también lo deshumaniza.

Esta articulación conjunta del pasado y del porvenir, trinchera del presente para muchos, es otro de los placeres de la Historia, al ser depositaria de sabiduría, con su resonancia intelectual y sensual. La relación entre la Historia y el placer es un enigma, cuya hendidura no las separa, siendo casi como el olmo que sí da peras, al transformar esa seducción placentera en algo impalpable que permea la Historia de placeres etéreos.

Pero tampoco se puede explicar o valorar la Historia meramente por el placer que da su lectura, convirtiendo ese sentimiento tan humano en la transposición o máscara del pasado, repentinamente deteniéndose a sus puertas.

Para comprender la Historia, como realidad autónoma, hay que abrir esas puertas y penetrar en su interior, sin cesar de interesarnos su dimensión sensual.

Así, el historiador al elaborar sus creencias históricas, escribe impulsado por una curiosidad intelectual, cuya posterior lectura, si está bien escrita, nos depara los placeres y sorpresas de la Historia. Es más, siendo una realidad independiente con características propias, tal vez sorprenda que, al repasar las páginas de un libro sobre temas nada felices, como, por ejemplo, el triste recuento de nuestra Guerra de los Mil Días o de la trágica Guerra Civil Española, disfrutemos con su lectura, si bien con un toque místico y melancólico.

Ese pasado estupendo también lo vemos, de forma muy palpable y monumental, en las ruinas de construcciones de calicanto y de otros materiales que existen en muchas partes del mundo, testigos de la Historia universal. Nuestra mirada cae sobre ese repertorio de logros de antaño, provocando un gozo intransferible, un placer reflexivo que abarca todo lo que podrían significar esos muros de mampostería, comienzo del camino interpretativo y documental del historiador y de su propio goce al dedicarse a esta bella tarea.

Lo que calla el pasado de esas ruinas es precisamente lo que nos da ese otro placer de la Historia: el silencio exegético que flota sobre esos escombros, animando su existencia de siglos. Como ejemplo veamos los restos de casi quinientos años de nuestra emblemática Torre catedralicia de Panamá la Vieja, símbolo de nuestra nacionalidad, goce de contemplación y de reviviscencia humana.

Su fachada de sillería y mampostería, con su mole cuadrangular, es deliciosamente histórica para panameños y extraños, bien vista como un diálogo entre el contemplador moderno y sus constructores y moradores del Siglo XVI, cual conversación entre vivos y muertos, con procedimientos mudos sin que esto le reste nada a su encanto y placer.

Así, la Historia es un paisaje de generaciones, la vida como destino, dada por el tiempo y sus circunstancias, siendo una manera de ser temporal, pero parte esencial de un proceso cultural hedonístico sin fin, que engendra placer estético y espiritual cual trágica comedia.

Articulista y ex funcionario diplomático.
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