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- 10/06/2020 00:00
Lo precario de una ilusión y una república repensada
En estos meses he observado, con tristeza e impotencia, cómo parece haber llegado a su final la etapa más larga de libertad política y crecimiento económico de nuestra historia republicana. Seis elecciones presidenciales libres, con triunfo en todas de candidatos opositores y transferencia del poder ¨sin derramamiento de sangre¨, como decía el filósofo Karl Popper, y tasas de expansión económica sostenidas por décadas sin precedentes en Panamá, aunque subsiste demasiada pobreza. Una pandemia ha desvelado la precaria y engañosa ilusión de un progreso constante y asegurado.
El confinamiento de estos meses me ha permitido revisar viejas lecturas y emprender otras nuevas. Entre las primeras están una obra del padre de la Sicología moderna, Sigmund Freud, (El Futuro de una Ilusión) y otra del historiador francés Francois Furet (El Pasado de una Ilusión), el primero sobre las ideas religiosas y el segundo sobre el fracaso de la idea comunista en el siglo XX, ciertamente en su concepción económica. Ambas obras tienen un hilo conductor: ideas que han dado base a grupos para apoderarse de la coacción y el poder en la civilización, pero que, a la postre, no han sido más que una ilusión.
Hemos visto cómo, por razón de la pandemia, pero también de acciones estatales intempestivas, desatinadas y, con frecuencia, arbitrarias, se han esfumado muchas ilusiones de las clases populares, que en el pasado reciente vieron disminuir la pobreza, aunque no suficientemente, y de las clases medias, cuyo avance fue notorio (más del 12 % de la población ingresó a ella, según el Banco Mundial) en lo que va del siglo. Estas últimas ven, con enorme desaliento, cómo se les han cerrado a sus hijos mejores oportunidades de educación privada y ambos sectores empiezan a sentir la incertidumbre del futuro no solo en cuanto al empleo, sino de una jubilación decente que les permita sobrevivir con dignidad.
En lo personal, la actual pandemia trae a mi mente dos ilusiones. De niño, recuerdo, recién ingresado al primer grado, ver en el patio del colegio a un niño en silla de ruedas, que siempre, sonriente, nos miraba jugar. Pregunté a mi maestra: “¿Por qué él no puede caminar? “Le dio polio”, me respondió. Mi ilusión fue no ver a otro niño postrado por una epidemia.
De adulto, mi ilusión ha sido que el Estado de derecho, caracterizado por el sometimiento de las actuaciones públicas al derecho y el respeto de los derechos fundamentales, progresara de la mano de la democracia electoral y del crecimiento económico. Ella se encuentra en tela de juicio. No la he perdido, pero como escribió el filósofo y emperador romano Marco Aurelio, “los hechos están allí, fuera de tu puerta, ellos no se juzgan a sí mismos, somos nosotros los que tenemos que juzgarlos con nuestro guía supremo: la razón” (Meditaciones, libro noveno). Los hechos de los últimos años, ahora agravados por la pandemia, apuntan a un serio debilitamiento del Estado de derecho y a una franca decadencia de las instituciones. Estas nunca eliminan la arbitrariedad de un mal líder, pero pueden controlar el abuso de poder y canalizar el conflicto social.
La pandemia por la COVID-19, ha escrito George Snowden, historiador de las enfermedades y su impacto social, ha sido posible por la sociedad globalizada que hemos creado y añade que las pandemias han sido, lejos de un tema esotérico, parte importante del “gran panorama” de los cambios sociales y del desarrollo de las sociedades humanas desde guerras y revoluciones hasta la religión, el arte y las ciencias (Epidemics and Society, 2020). En su recorrido de las epidemias, “desde la peste bubónica hasta nuestros días”, enfatiza que ellas han sido catalizadoras de grandes cambios y pueden ser oportunidades para mejorar las instituciones y la vida social.
¿Podremos aprovechar nuestras tres graves crisis (pandémica, económica e institucional) para diseñar un mejor Estado republicano?
Los modelos políticos contemporáneos con un importante grado de éxito son, unos inaceptables. (modelo chino de capitalismo con Estado de partido único leninista); o bien, con graves defectos que no tenemos (Estados Unidos con un Estado de bienestar débil y excluyente de minorías raciales); otros no son atractivos para nosotros (como el de la Unión Europea con su limitación radical de la soberanía nacional, tan cara para los panameños); ¿y Singapur?, bueno, ese modelo es autoritario, aquí ya probamos el autoritarismo y sabemos que termina mal. Todos esos modelos no invitan a su imitación que, según el sociólogo Gabriel Tarde, es la esencia de la vida social, pero que tan desalentadores resultados han dado en las naciones europeas del este que salieron de las dictaduras socialistas para encontrar una realidad desilusionante, al imitar lo que ahora es la democracia europea occidental, como lo relatan Iván Krastev y Stephen Holmes (The Light that Failed, 2019).
¿Qué queda? A mi juicio, una reinvención de nuestra vieja república comercial, movida en los sectores privado y público por una ética de los negocios, hacia una república más solidaria, incluyente, participativa, con igualdad de oportunidades y con mejores instituciones y liderazgo, un reformado Estado de bienestar; un presidencialismo no agigantado, como ahora, sino atenuado y un parlamento que se legitime constantemente.
Pensemos en reformas constitucionales que atiendan a las nuevas realidades. Empecemos con el artículo primero constitucional que señale que Panamá es un Estado no solo “soberano e independiente”, sino también con un Gobierno, además del texto actual (unitario, republicano, democrático y representativo), solidario y con un sistema presidencial mayoritario, sujeto a controles efectivos. Ese será el punto de partida para, mediante leyes, desarrollar la solidaridad en los temas de seguridad social, salud y pobreza; someter al poder presidencial y al parlamentario a controles eficaces que frenen el abuso de poder y a que tengamos instituciones políticas que representen a la mayoría, bien sea mediante procedimientos electorales con mayorías calificadas, una segunda vuelta electoral o asegurarnos de que aquellas tengan representación proporcional, aparte de la revocatoria de mandato. Otros cambios serán indispensables, pero empecemos por hacer autocrítica y repensar la vieja república comercial y su cultura política.
(*) Doctor en Derecho; máster en Economía; expresidente de la Corte Suprema de Justicia (1994-2000); exprofesor universitario; autor de obras jurídicas publicadas en Europa y América; abogado practicante.