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- 10/06/2012 02:00
De testigos y mentiras
Desde siempre, me atrevo a afirmar, la administración de justicia ha tenido serios problemas con aquello de la prueba testimonial. El testigo, es decir, aquel que ve, oye o percibe por otro sentido algo en que no es parte, como dijera Núñez Cantillo, como humano que es, produce consideraciones de distinta índole, debido a su naturaleza intrínseca.
En el universo penal, esa situación se hace aún más patética. Creer o no creer ante la versión de un testigo, es la encrucijada a la que el buen juez somete diariamente a su conciencia para decidir una causa. Y todo, bajo los difíciles parámetros de la Sana Crítica, vale saber, de su conocimiento y experiencia de los fenómenos jurídicos, tanto de sus instituciones, como de sus principios, la razón, la lógica común y su formación técnica y cultural.
Mucho se ha escrito y dicho sobre esa prueba que Bentham, tal vez erróneamente, llamaba los ojos y los oídos de la justicia: la prueba testimonial, la que brinda el testigo, alguna vez llamado testado y otras testibur.
El artículo 918 del Código Judicial, establece el principio de que un sólo testigo no puede formar plena prueba, pero sí gran presunción cuando es hábil, según las condiciones del declarante y su exposición. La plena prueba, o prueba completa o perfecta, es, según Cabanellas, ‘la que demuestra sin género alguno de duda la verdad del hecho controvertido en una causa, e instruye suficientemente al juez para que pueda fallar, ya sea condenando o absolviendo’. Un solo testigo, según nuestra legislación, no hace, pues, plena prueba, es decir, no le da al juzgador suficiente estribo para montarse al potro de la sentencia condenatoria.
Esta concepción tradicional de la prueba testimonial, que la convierte en una prueba ayuna de fuerza en sí o por sí misma, se observa también en algunos pasajes de la Biblia. En el Libro de los Números, 35:30, se lee: ‘Cualquiera que diere muerte a alguno, por dicho de testigos morirá el homicida; mas un solo testigo no hará fe contra una persona para que muera’. En otro de los Libros, el Deuteronomio, 17:6, se dice: ‘Por dicho de dos o tres testigos morirá el que hubiere de morir; no morirá por el dicho de un solo testigo’. Más adelante, en ese mismo Libro, pero en 19:15, se constata aún más la debilidad del testigo único. Dice la Biblia: ‘No se tomará en cuenta a un solo testigo contra ninguno en cualquier delito ni en cualquier pecado, en relación con cualquiera ofensa cometida. Sólo por el testimonio de dos o tres testigos se mantendrá la acusación’.
Con un solo testigo no se puede condenar al homicida, mucho menos sancionar a una persona por la comisión de cualquier otro ilícito menos grave. Según estos textos, el testimonio de un solo testigo no es suficiente, carece de fuerza, no basta para proceder judicialmente a imponer una sanción. Para tal fin, se requiere la deposición de dos o más personas.
Existe una vieja máxima, apoyada en esa concepción, que dice: ‘testis unus, testis nullus’, es decir, que un solo testigo es nulo. Esta misma idea del testimonio único, inspiró a Loysel para afirmar que: ‘Voz de uno, voz de ninguno’.
Ha existido, pues, la tendencia de que la sanción condenatoria sea avalada por dos o más testigos. Sin embargo, debo reconocer que también existen autores que desafiando esa corriente, han señalado, como lo hace el ya citado Bentham, que ‘los testimonios se pesan, no se cuenta’, defendiendo así la honorabilidad de quien depone, tesis ésta avalada por el propio Napoleón, quien criticaba el hecho de que un hombre honrado no podía condenar a un bribón, pero dos bribones sí podía condenar a un hombre honrado.
En lo que sí todos están de acuerdo (me refiero a todos los honrados) es en el repudio al falso testimonio. El testigo falso, el que depone mentira, merece el más radical escarnio social. En la Biblia se ordena que al testigo falso se le haga lo mismo que él pensó hacer, sin admitir compasión: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie (Deuteronomio 19;15). Tal es el pecado del testigo falso, que esa conducta es una de aquellas más duramente condenada por Jehová (Proverbios 6;19).
En los antiguos y sabios reinos de Acolhuacán, México y Tacuba, al testigo falso se le aplicaba, al igual que enseña la Biblia, el mismo castigo que merecía el hecho denunciado, como bien lo apunta Mendieta y Núñez. Esto, pese a que dichas civilizaciones no conocían los mandatos bíblicos.
Contrario a lo que enseña la Biblia, en nuestro sistema penal, el Falso Testimonio es sancionado con pena de prisión que pude ser de dos a ocho años. Todo, desde luego, después de un largo proceso, donde ha de prevalecer la idea de que es falso que el falso testigo expresó una falsedad (Presunción de Inocencia). Tal vez por eso no conozco ni un solo caso de alguien que purgue pena por este ilícito. Si las cosas fuesen como disponen las Sagradas Escrituras o como sucedía en los pueblos mexicanos, seguro que por mentir hubiese entre nosotros muchos muertos o, por lo menos, muchos tuertos, bocachos, mancos y cojos.
ABOGADO