A la Comisión de Reformas Electorales aún le queda por debatir el tema del financiamiento electoral: un punto crucial marcado por diferencias sobre el destino de los fondos, su uso y los mecanismos para fiscalizarlos. Sin embargo, esta discusión no debe limitarse a cómo se reparte el dinero en las campañas, sino también a evaluar qué efectos ha tenido ese financiamiento en el fortalecimiento —o debilitamiento— de nuestra democracia. Aunque Panamá no enfrenta sobresaltos electorales desde 1990, la realidad es que competir en política sigue siendo una carrera profundamente desigual, donde el peso de la campaña depende, en gran medida, del aporte de los donantes privados. La democracia panameña se ha degradado tanto en forma como en fondo. La encuesta VEA Panamá, publicada por este medio en octubre, revela un dato alarmante: el 44 % de los panameños ya no cree en la democracia. Esta desconfianza surge, en parte, porque el sistema no logra atender las necesidades urgentes de la población, pero también porque persiste un problema de representatividad: no todos pueden participar en igualdad de condiciones. Por ello, la normativa que salga de la Comisión debe atacar de raíz estas desigualdades, sin importar si los candidatos provienen de partidos políticos o son de libre postulación. Asimismo, es urgente blindar el sistema electoral del corrosivo poder económico del crimen organizado, que avanza silenciosa pero firmemente en la sociedad panameña. Este es el momento de pensar con visión de Estado y apostar por instituciones fuertes, incluso considerando un modelo de financiamiento 100 % público y sometido a un control riguroso. Mientras las elecciones sigan siendo un cálculo económico determinado por los donantes, será muy difícil revertir el creciente malestar de los panameños con la democracia.

Lo Nuevo