José Jerí Oré, prometió en su primer discurso en el cargo empezar a construir las bases de la reconciliación del país, que atraviesa “una crisis constante...

El 7 de octubre de 2023 quedará inscrito en la memoria del siglo XXI como una fecha de horror: cientos de terroristas de Hamás ingresaron a territorio israelí para masacrar civiles inocentes. No se trató de un “enfrentamiento militar”, como algunos pretenden suavizar, sino de ejecuciones deliberadas, de mujeres violadas y luego asesinadas, de bebés quemados vivos, de ancianos descuartizados en sus hogares. El terrorismo no conoce límites y ese día se mostró con toda su crudeza.
Aún hoy, hombres, mujeres, niños y ancianos secuestrados aquel día siguen siendo rehenes en túneles y escondrijos, sometidos a maltratos físicos y psicológicos. Aún hoy hay cadáveres de secuestrados que no han sido devueltos a sus familias. Hamás convierte a seres humanos en piezas de canje, al tiempo que mantiene secuestrado, también, a su propio pueblo en Gaza, utilizándolos como escudos humanos en hospitales, escuelas y mezquitas. No es un movimiento de liberación: es una maquinaria criminal.
Y sin embargo, ¿qué hace gran parte de la comunicación internacional? Mientras Israel, con las cicatrices aún abiertas del Holocausto y las persecuciones históricas al pueblo judío, busca defenderse, se le acusa, casi como moda, de “genocida”. Desde Naciones Unidas, hasta algunos gobiernos europeos y latinoamericanos, se exige a Israel un humanitarismo con los terroristas que se les niega a las víctimas. Peor aún, se insiste en otorgar estatus y credibilidad internacional a un grupo que debería ser tratado con la misma severidad que Al Quaeda o Estado Islámico.
El derecho internacional es claro: todo Estado tiene el derecho y el deber de defenderse de ataques terroristas. Israel no es la excepción, aunque algunos actúan como si lo fuera. Sorprende la ligereza con la que se exigen “ceses al fuego” unilaterales, sin que Hamás libere rehenes ni abandone su juramento explícito de destruir a Israel. Pretender equiparar a Israel con Hamás es una afrenta a las normas básicas sobre conflicto armado: un ejército regular que responde a agresiones terroristas no comparte la misma naturaleza que quienes convierten casas y guarderías en trincheras.
El cinismo va más allá: mientras Irán financia a Hamás, Hezbolá o a los hutíes, proclamando, abiertamente, la aniquilación de Israel, en Occidente se aplican “paños tibios” contra ese régimen teocrático. Y en Catar, los líderes de Hamás disfrutan refugios dorados con el dinero robado a los gazatíes, desde donde algunos gobiernos no les incomoda brindarles alfombra roja en negociaciones, como si fueran estadistas y no como los criminales internacionales que realmente son.
Resulta insultante que, desde una ignorancia revestida de progresismo, se hable de genocidio para describir la respuesta israelí. Genocidio fue el Holocausto, donde seis millones de judíos fueron exterminados por el simple hecho de existir. Usar esa palabra para describir la defensa de un Estado democrático recuerda la manipulación política de los conceptos más sagrados de los derechos humanos. Y no es casual: detrás de este discurso se esconde un antisemitismo renovado, disfrazado de causa “antiimperialista” o “progresista”. Claro, es mucho más cómodo gritar desde una manifestación universitaria que leer el Estatuto de Roma y descubrir que protegerse sí es legal.
Las consecuencias son visibles: ataques suicidas a sinagogas en Londres, y Manchester, agresiones a judíos en ciudades europeas y americanas, campañas que buscan excluirlos de la vida comunitaria. El odio ancestral regresa bajo nuevas banderas. A quienes banalizan el genocidio habría que recordarles que jugar con las palabras también puede costar vidas.
Desde 1947, cuando Naciones Unidas propuso la solución de dos Estados, Israel aceptó. Fueron los líderes palestinos y árabes quienes la rechazaron a sangre y fuego. La narrativa que omite este hecho – o la manipula -, pretende reescribir la historia. La masacre del 7 de octubre demuestra que el objetivo de Hamás no es la convivencia ni la paz: es la erradicación de Israel. Quienes hoy, con pose de superioridad moral, acusan a Israel de todo los males, olvidan – o fingen ignorar-, que desde la OLP hasta Harmás, el terrorismo palestino ha sido el agresor constante. Israel es la única democracia estable de la región, donde conviven judíos, cristianos y musulmanes con derechos políticos. Esa realidad incomoda a dictaduras y a movimientos que se alimentan del odio, pero debería bastar para que las democracias occidentales cierren filas con Israel.
Panamá no debe ser espectador indiferente ni regalar un silencio. Abstenerse en votaciones contra Israel es regalar un “silencio” que aprovechan los que buscan destruirlo. Panamá debe ser más vocal a favor de Israel. No apoyar a Israel no solo es abandonar a un aliado que siempre ha estado de nuestro lado, sino también darle la espalda a otro gran aliado, Estados Unidos, cuyo presidente, Donald Trump, fue dejado, deliberadamente, solo por la ONU, y buena parte de la comunidad internacional, en la búsqueda de una solución de paz, justa y duradera, que liberaría a los palestinos de sus verdugos, y garantizaría a Israel su derecho a vivir en seguridad. Callar transforma a países, que deberían ser amigos, en meros espectadores desde las gradas del progresismo internacional.
El 7 de octubre no puede, ni debe olvidarse. Recordarlo es defender la libertad. Quien elige la tibieza, tarde o temprano, descubre que los tibios también terminan en la lista de las víctimas. Yo, por mi parte, lo tengo claro: yo con Israel y la libertad.