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- 05/02/2021 00:00
- 05/02/2021 00:00
No solo no superamos la percepción de país corrupto; los escándalos se acumulan y son parte del “ruido” que acompaña a este problema que, a todas luces, nunca fue un problema meramente individual. Sin embargo, la corrupción como “cuestión” social es compleja. A nivel de expertos y de países, no hay unanimidad en su definición, en la clasificación de las prácticas que se consideran corruptas, y en la construcción de indicadores que la midan. Con todo, hay acuerdo en que es una variable que afecta el bienestar general, la inversión extranjera, desnaturaliza la eficiencia de los proyectos públicos, e impacta en la credibilidad de la ciudadanía hacia sus instituciones y gobernantes. También se entiende que los temas de corrupción sobrepasan los comportamientos individuales, alcanzan a colectivos y recorren un registro de actuaciones entre políticos, funcionarios y empresarios.
Adscribo a la corriente que piensa a la corrupción en la institucionalidad pública como el equivalente al concepto de la anomia en la sociedad civil. Esto es, la poca o nada funcionalidad de normas y cultura en el comportamiento ciudadano. La institucionalidad pública y su sistema político no crean conciencia crítica ni responsabilidades en la corrupción pública, porque la razonan como inherente al ejercicio democrático; y a su vez, la toman como costo menor de la convivencia política. En el país, corrientes históricas de la política tradicional y criolla consideran la corrupción como un componente estratégico de estabilidad social, ya que impone lealtades a través del espacio público a sectores “problemáticos” o “estratégicos” por medio de la clientela, coimas, prebendas, tráfico de influencias, “botellas”, etc.
La corrupción como cuestión público-privada depende de un conjunto de determinantes socioeconómicas y político-culturales que crean o favorecen la reproducción de la corrupción. En el caso panameño, la corrupción y sus prácticas pareciera que se han naturalizado en nuestra sociedad. Digo naturalización, porque un cierto imaginario colectivo la asume como natural a la política y a lo público. Por supuesto que está la impunidad, como resultado de una institucionalidad de justicia fallida o muy deficiente. Función facilitadora es la cultura del “juega vivo” que contribuye a reproducir, cuando no a perpetuar en la cotidianidad del ejercicio público y privado dichas prácticas. Sin embargo, si hay un componente estructural que favorece la corrupción es la desigualdad social de nuestro país. En un Panamá fracturado por desigualdades sociales y regionales, el “juega vivo” pareciera que emerge como una estrategia de sobrevivencia y de ascenso social en un contexto cultural permisivo, donde las prácticas corruptas se instalan como naturales.
La corrupción atraviesa tanto el ámbito privado como el público. ¿Dónde se inicia? El concepto de la serpiente que se come la cola, y que simboliza el ciclo eterno de las cosas, nos sirve para establecer, en el caso de la corrupción, un proceso cíclico donde lo público y lo privado se refuerzan. Todo el concepto neoliberal, basado en el individualismo y en la desigualdad como necesidad legítima para dinamizar competencias de mercado y generar riquezas, no ayudó mucho a minimizar prácticas antiguas, al contrario, las profundizó. Desde el “servicio público”, tenemos al funcionario que desvía sus responsabilidades institucionales orientado por el logro de una ganancia, que lo beneficia a él o a un tercero allegado. .
Combatir la corrupción es tan complejo como la identificación de las causas. Sin embargo, queda claro que la corrupción individual es solo uno de sus aspectos. Pensar que el tema de la corrupción es una cuestión ocasional cuyo problema es de estímulos, condiciones y comportamientos utilitarios, desconoce la dimensión institucional y sistémica de la corrupción. Hay una cultura institucional que normaliza dichas prácticas y que atraviesa a toda la sociedad. Con todo, sociedades más cohesionadas e inclusivas, es decir, más igualitarias y equitativas crean bases sociales para disminuir sustancialmente la corrupción. Hay que trabajar es esa dirección.
En efecto, la percepción social sobre todo en el manejo de la pandemia ha sido de gran opacidad respecto a nuestros tomadores de decisiones. En medio de una de las peores crisis sanitarias ha generado suspicacia lo ocurrido con los respiradores, la construcción del hospital modular, la dilación en la llegada de vacunas, denuncias de manejo clientelar en bolsas con comida, selectividad en la severidad de la cuarentena (caso Jimmy´s y La Fragatta), manejo económico de espaldas a las necesidades de los trabajadores y mipymes, en donde dar dinero a los bancos tuvo prioridad antes que inyectar la demanda que dinamizan los asalariados y las micro y pequeñas empresas. Aunado al arrastre de la corrupción que ha venido afectando a nuestros gobiernos postinvasión y se ha evidenciado fundamentalmente en sectores prioritarios como salud, educación y justicia.
El compromiso real para luchar contra la corrupción empezará cuando se reconfigure la estructura del poder político del país. Si no hay compromiso con eso, el mecanismo que hasta ahora ha funcionado seguirá intacto, a saber: intereses económicos para financiar clanes políticos (muchos nacidos de la administración del Estado), que luego al tener poder público legislan a favor de las élites económicas que les apoyan. Desde el Órgano Legislativo sé que diputados de diversas bancadas hemos presentado iniciativas tendientes a transparentar la gestión pública. Por ello, puedo sostener que existe un interés real en combatir la corrupción, al menos desde la institución de la que formo parte.
Gatorpardismo puro “cambiar todo para que nada cambie”, bajo las condiciones actuales funcionan en complicidad los corruptores y los corrompidos. El flagelo de la corrupción, contrario a lo que se ha tratado de imprimir en el imaginario popular, no es privativo de la administración pública; sector privado y sociedad civil también comparten responsabilidad.
Es una relación simbiótica, como acabo de expresarlo, no existe el uno sin el otro. Grupos o movimientos políticos se escudan en un manto de sociedad civil para elevar críticas, no obstante desde sus empresas privadas hacen lobby, piden favores, logran antelaciones, prebendas o sobrecostos al tramitar ante el Estado. Es una estructura de poder amorfa donde una mano lava otra y termina desempoderando a los excluidos y alimentando las desigualdades del país.
Un cambio total de sistema; el actual ha caducado y difícilmente con los mismos actores que pelechan de las desigualdades se genere un cambio. El modelo político y económico postinvasión está en bancarrota y la misma se ha acelerado con la pandemia. Difícilmente con los mismos actores se pueda generar algún cambio, por eso hablo de que es necesario un acuerdo nacional donde los que hoy son sectores subalternos sean actores centrales, y en el que el bienestar humano sea el objetivo central. Resulta inaudito e inmoral que en un país tan pequeño y con tantas riquezas, más del 70% de la población económicamente activa se encuentre en condiciones de precariedad.