Séptima entrega

Actualizado
  • 07/12/2009 01:00
Creado
  • 07/12/2009 01:00
Encerrado en la casa de los Krupnik, Noriega buscaba la manera de salir del embrollo en el que estaba metido. Las fuerz...

Encerrado en la casa de los Krupnik, Noriega buscaba la manera de salir del embrollo en el que estaba metido. Las fuerzas de defensa que comandaba y eran el sustento de su poder se habían visto sorprendidas y devastadas por el abrumador poder de fuego del enemigo. Ni siquiera habían sido capaces de articular una resistencia. Abortada toda esperanza militar, Noriega comprendió que no podría mantenerse por siempre en la clandestinidad.

Evaluó la posibilidad de pedir asilo en alguna embajada. Gaitán y Tasón no compartían esa idea. De todas formas, llamaron al embajador de Cuba. Primero tantearon por apoyo militar. El diplomático se negó de plano a esa posibilidad, pero les aseguró que si llegaban a su casa, estaba dispuesto a dar refugio a Noriega. Allí estaban su esposa y sus hijas. Quedaron en comunicarse más tarde.

Noriega evaluó que continuar en esa precaria libertad podía también anotarse como un triunfo. Si la invasión había sido lanzada para atraparlo, eso no había sucedido. Seguía cargando en su cabeza los secretos mejor guardados de la inteligencia norteamericana y sus enemigos lo sabían.

Hacia las cuatro de la tarde decidieron que debían buscar un lugar más seguro. Llevaban todo el día en esa casa y permanecer demasiado tiempo en un lugar era facilitarles el trabajo a los gringos. Noriega le planteó a Castillo que debían seguir solos. Ya no podían confiar en nadie. Veía el terror en sus hombres y sentía que cualquier soldado podía traicionarlo y revelar su ubicación. Ulises Rodríguez se sumó a la charla. Dijo que tenía un departamento disponible en Campo Lind- bergh que nadie podría relacionar con Noriega. Era de su hermana. Tenía lo necesario: algunas camas y un teléfono.

Castillo salió del cuarto y detrás de él el Comandante Noriega. Pasaron delante de sus hombres, a los que Noriega ni miró ni dijo nada. Ulises Rodríguez fue el último en salir. Se subieron a una camioneta 4x4 blanca de Marcela Tasón y desaparecieron. No dejaron órdenes. Se llevaron las armas del carro principal: 2 mini AK, un revólver y algunas granadas.

Sus custodios quedaron impávidos. Marcela Tasón intentó tranquilizarlos.

- Más tarde va a volver Ulises y los lleva a ustedes también- les dijo.

Los oficiales juntaron las pertenencias del General y las bajaron al parking de la casa, donde había un pequeño cuarto. Escondieron todo ahí: su guardarropa, las armas que no se habían llevado, el botiquín y los maletines llenos de dinero que ya nadie quería perder de vista. Más tarde, hartos de la espera, decidirían seguir su camino. Pinto, Palacio y Padilla se fueron por su lado en el Hyundai. Padilla fue dejando a los otros donde éstos le iban pidiendo para, finalmente, dirigirse a su casa. Estacionó el Hyundai en su garaje, saludó a su familia y se fue a dormir.

Corcho y Cedeño, por su lado, todavía seguirían activos algunos días más, transportando armas de un lado para otro, enterrándolas en parajes solitarios mientras buscaban la manera de volver a hacer contacto con Noriega.

La camioneta de Rodríguez se confundía entre el tráfico que comenzaba a despertar en la ciudad. Estaban llegando a la estatua de Roosevelt cuando divisaron a lo lejos un retén norteamericano. Castillo, por primera vez desde que la noche anterior empezara la invasión, se mostró temeroso.

- Nos van a agarrar, no podemos pasar.

Rodríguez dobló a la derecha y se dirigió lentamente hacia Campo Lindbergh a través de calles interiores. Noriega intuía que el temor en sus hombres era un mal presagio. Ya no podía confiar ni en Castillo.

Llegaron a un edificio y subieron las escaleras a toda marcha. Rodríguez golpeó la puerta de un departamento y un joven abrió, los miró de arriba abajo y se fue corriendo.

-Disculpe a mi sobrino, General – se excusó Rodríguez.

Castillo de inmediato anunció las medidas de seguridad que debían tomar. Lo principal, no revelar con sus movimientos que allí había tres personas. Eso podía llamar la atención. Hasta ese momento sólo estaba allí el sobrino de Rodríguez y nadie podía percibir que eso había cambiado. Debían evitar los ruidos múltiples. Si uno caminaba, los demás no. Si uno hablaba por teléfono, los otros permanecerían callados. Si iban al baño no podían tirar del excusado hasta que los tres hubiesen hecho sus necesidades.

Noriega llamó a Tasón, que seguía en lo de Krupnik, comunicándole que ya estaba en condiciones de grabar su arenga. Tasón llamó a Rognoni. Rognoni le pidió 15 minutos para preparar los equipos. Cuando sonó teléfono, sabía que era Noriega.

-Está todo listo General, cuente hasta diez y empiece a hablar.

- Ni un paso atrás, panameños, tenemos que resistir al gringo invasor...- Llamó a todos los patriotas a responder a la agresión norteamericana para defender la soberanía de Panamá.

- Ni un paso atrás, venceremos- dijo agitado y un poco a los gritos. Se quedó en silencio unos segundos, lamentándose íntimamente por la poca claridad de su discurso.

- Listo Mario-, dijo y colgó. Rognoni hizo cinco copias de la grabación y organizó su distribución. Se contactó con los corresponsales de CNN, de ABC, de Radio Habana y de la Radio Nacional de Nicaragua. Salió a la calle a distribuir las cintas. La CNN lo puso al aire para luego recibir la reprimenda del Departamento de Estado. Noriega, cuya captura había sido el detonante de los acontecimientos, seguía prófugo, vivito y coleando. Y según se decía, resistiendo. Rognoni llegó a Radio Nacional que puso al aire la proclama una y otra vez. A las siete y media de la tarde del 20, un helicóptero Black Hawk se acercó a las ventanas del piso 13 de la Contraloría donde estaban Rognoni, Murgas y el periodista chiricano Toti Urriola. Pensaban que les iba a disparar. Pero no. Los sorprendió la voz inconfundible del ahora alcalde Bosco Vallarino: “periodistas panameños, rindanse que les perdonamos la vida”. Los periodistas decidieron evacuar. Comandos de la Fuerza Delta del ejército norteamericano saltaron al techo de la Contraloría desde dos helicópteros y volaron la antena y la oficina de Radio Nacional, poniéndola fuera del aire.

Pasada la medianoche del 20, Noriega decidió tomar un poco de aire. Decía que no podían pasar la madrugada allí, que estaban en manos del azar, expuestos a que los encontraran en cualquier rastrillaje. Su plan consistía en dormir en otro lado y ya tenía el lugar: el cementerio de Juan Díaz, a pocos metros del apartamento en el que se refugiaban. Cerca de allí también había un Dairy Queen.

Llegaron sin cruzarse con nadie. Se escondieron detrás de un mausoleo. Pasaron algunas horas así: tres hombres en silencio bajo una luna en cuarto menguante. Quebradas todas las lealtades, solo confiaban en la discreción de los muertos.

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