Desarraigo

Actualizado
  • 09/11/2019 00:00
Creado
  • 09/11/2019 00:00
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Celso había estado todo el día trabajando en el huerto familiar y regresaba con un saco de patatas al hombro cuando se sorprendió de ver un lujoso auto frente a su casa. Desde fuera se oían las risas y el griterío de la familia. Fue a dejar el saco en el hórreo y, cuando estaba cerrando la puerta, llegaron corriendo su hijo Julián y las dos niñas, diciéndole muy contentos que había llegado el tío Domingo.

Domingo era hermano de la mujer de Celso y había emigrado a Panamá por los años cincuenta. Mientras más vino de la tierra trasegaba para regar las lonchas de jamón que engullía, más se le soltaba la lengua contando las maravillas de aquellas Américas que lo habían hecho rico. Trajo regalos para todos y al día siguiente se llevó en su elegante carro a los tres sobrinos para que se remojaran en una playa de moda.

Pilar, la mujer de Celso, le dijo a este que Domingo había preguntado por algunas de las mozas del pueblo, por lo que suponía que vendría con ideas de casamiento. No se equivocó. Dos meses después asistieron a su boda con Merceditas la de Buxo, una de las chicas más lindas de toda la comarca.

La fecha de la partida de Domingo con su flamante esposa se aproximaba y Celso no podía resistir la tentación de acompañarlo. Domingo le prestó el dinero para el pasaje y prometió encaminarlo cuando llegaran a Panamá. El niño y las dos niñas lloraron y Pilar quedó triste por la ausencia del único sostén de la casa, pero se conformaba con la esperanza de que la fortuna le sonriera algún día como a Domingo.

Domingo y un socio tenían una mueblería en un remoto pueblo del interior. Los clientes eran campesinos de distintos estratos económicos, aunque de idénticas costumbres sencillas. Se vendía sobre todo a crédito, por lo que había que estar continuamente entregando y cobrando dentro de un área muy extensa. Celso aprendió a conducir la camioneta de reparto y pronto se familiarizó con la topografía del país. Le asignaron un sueldo bastante modesto y, a pesar de que remitía a la familia lo poco que podía, las cartas de su mujer lo atormentaban contándole toda clase de problemas económicos que no podía resolver. Cuando Celso reclamaba un mejor salario, Domingo le decía que su socio no estaba dispuesto a permitir más gastos, pero que tuviera paciencia, pues cuando ahorrara lo suficiente ellos le venderían una parte del negocio. Era como si le dijeran a un ratón que cuando engordara lo suficiente se convertiría en elefante.

Mercedes se asfixiaba en aquel pueblo como pez fuera del agua. Domingo, que la paseó en España en un auto carísimo, aquí no tenía más medio de transporte que la vieja camioneta de reparto y de lo que él le daba diariamente no le quedaba ni para comprarse un par de zapatos. No tuvieron hijos. La única «diversión» que ella podía permitirse los domingos era acompañar a su marido hasta un río cercano y verlo pescar durante todo el día. Pronto empezó a consolarse con la única persona que podía comprenderla porque estaba en una situación parecida a la suya: con Celso.

Domingo, quizá por ser diez años mayor que Mercedes, era muy celoso. Cuando advirtió signos de intimidad entre su esposa y Celso, empezó a hacerles a ambos la vida imposible. La relación entre los dos cuñados era cada vez más tensa, hasta que se rompió un día que Domingo fue a Panamá a resolver unos asuntos y al regreso supo que Celso había llevado en la camioneta a Mercedes a la cabecera de la provincia. Hubo altercado verbal y violencia física.

Aquella gota derramó el vaso. La mujer de Domingo fue sisando lo que pudo hasta que un día aprovechó la ausencia de su marido para irse a Panamá, comprar un billete de avión y desaparecer. Domingo atribuyó esta deserción a la mala influencia de Celso, discutieron y dejaron de hablarse.

Era imposible la convivencia con su cuñado, pero era impensable el regreso a la aldea con el estigma de la derrota. Celso fue hijo único y sus padres habían muerto durante la guerra, por lo que su familia consistía en una esposa y unos hijos que le exigían lo imposible en España y un cuñado que lo explotaba en Panamá. No vio más salida que romper ambos vínculos para poder sentirse libre. Se sacrificó cuanto pudo ahorrando hasta el último centavo que ganaba para comprar una finquita que le ofrecían a muy buen precio en un fértil valle al pie de la cordillera. Las explicaciones que le daba a Pilar cuando las remesas se redujeron a cero no fueron suficientes para calmar sus reproches y Celso llegó a odiar tanto las cartas de su mujer, que terminó tirándolas a la basura sin leerlas ni contestarlas.

Por fin pudo comprar la finca y huyó de su cuñado. Cuando pusieron teléfono en la aldea de Domingo, éste estuvo casi una hora hablando con su hermana. Culpó a Celso de la huida de su «ingrata mujer, a quien nunca le faltó de nada» y le dijo que su marido «se había ido lejos para ocultar sus vagabunderías». Estas noticias y la ausencia total de los giros acabaron por convencer a Pilar de que Celso se gastaba el dinero sabe Dios con quién y ella y sus hijos lo habían perdido para siempre, porque no concebía que siguiera siendo pobre donde Domingo se había hecho rico.

Celso empezó a aplicar sus conocimientos agrícolas a la tierra recién adquirida y pronto produjo suficientes cultivos como para vender a los mayoristas. Compró algunas vacas y otros animales. El producto de su trabajo no era tanto como para ahorrar mucho dinero, pero el esmero con que cuidaba su pequeña finca aparentaba cierta prosperidad y era la envidia de sus vecinos, anclados en una agricultura de subsistencia.

Las madres solían mandar con cualquier pretexto a sus hijas casaderas a la casa de aquel extranjero serio y trabajador, por considerarlo un buen partido. Varias campesinas pagaron su inexperiencia quedando seducidas y olvidadas, hasta que una de ellas, menos ingenua, supo mantenerse sugerente e intocable, tratando mientras tanto de espantar a las posibles competidoras. Esta estrategia dio su fruto y la inteligente cholita pronto escuchó de labios de Celso la proposición de convivencia permanente. No hubo peligro de acusación de bigamia porque en aquellos pueblos apartados eran comunes las uniones libres, sin papeles ni ceremonias.

Celso se habituó a la tranquila vida campestre, parecida a la que tuvo en su aldea. Otilia, que así se llamaba su nueva mujer, le dio dos hijas. Ella se enteró de que aquel emigrante también tenía retoños al otro lado del mar, pero siempre confió en las raíces cada vez más profundas que lo mantenían a su lado.

Sin embargo la dulce libertad de Celso, con el paso de los años, se iba convirtiendo en amarga nostalgia. Nunca pudo arrancarse de la conciencia el recuerdo de aquellos pedazos de su corazón que quedaron en la aldea con el pico abierto cual pichones en el nido. Cuando iba a la capital de la provincia, solía visitar a Camilo, un paisano que viajaba casi todos los años y lo ponía al corriente de «la gente de por allá». Supo que Pilar trabajó la tierra como un hombre e hizo mil sacrificios hasta sacar adelante a sus tres hijos con alguna ayuda de su hermano Domingo. Ahora vivía en la capital de la comunidad autónoma junto a Julián, que era médico, y las muchachas, que también habían estudiado y tenían buenos trabajos. Camilo le decía que la vida en España había cambiado por completo, que allí nadie tenía necesidades y que aquello estaba lleno de americanos y extranjeros de todas partes porque ahora «la América estaba en España».

Celso hablaba poco, se mostraba con frecuencia de mal humor y cada vez ponía menos entusiasmo en el cuidado de la finca. Eran frecuentes las discusiones domésticas por cualquier motivo trivial y las hijas siempre se ponían de parte de su madre. Otilia creía que su mal carácter se debía a la vejez, pero la razón era el secreto deseo de regresar a la tierra que lo vio nacer, convertida ahora según decían, en un paraíso. Lo atormentaba la idea de morirse sin poder ver a sus otros hijos y a veces soñaba que bajaba del avión y «los suyos» venían corriendo a abrazarlo.

Un día fue con Otilia al Registro Público y puso a nombre de ella la finca, diciéndole que era para que no tuviera problemas si él se moría. Después vendió a escondidas el carro, los animales y las herramientas de labranza y subió a un autobús de línea sin mirar atrás. Cuando llegó a Panamá compró un billete de avión y al día siguiente llegaba al aeropuerto de donde había partido veinticinco años antes.

Aquello parecía uno de esos lugares lujosos que se ven en las películas. Tuvo que leer algunos letreros para convencerse de que el avión no lo había llevado a otra ciudad. Allí no estaban, desde luego, esperándolo «los suyos», como tantas veces había soñado.

Como no sabía dónde vivían, pidió una guía de teléfonos y el único nombre conocido que encontró fue el de su hijo médico. Anotó la dirección y tomó un taxi que lo dejó frente a un bonito chalé. Al tocar el timbre salió una criada que le dijo con acento dominicano que ni el doctor ni la señora estaban en casa y ella no podía dejar entrar a desconocidos. Celso estuvo dando vueltas hasta que se hizo de noche y calculó que su hijo habría regresado. Cuando la doméstica preguntó a quién anunciaba, respondió sonriente: «A su padre». La elegante sala de estar estaba presidida por un retrato al óleo de Pilar, bellamente enmarcado. Celso oyó unos pasos por el corredor y se puso de pie nervioso, esperando el abrazo de su hijo. Apareció un hombre alto en cuyo rostro se dibujaban los rasgos familiares del niño que dejó en la aldea. Sin acercarse y hablándole de usted le preguntó secamente qué quería. Celso balbuceó torpemente que había decidido regresar y quería hablar con la familia. Era viernes y su hijo contestó que para ver a los demás tendría que volver el domingo a las diez de la mañana. Después le dio las buenas noches y desapareció. Celso salió aturdido como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza.

No pudo dormir aquella noche preocupado por la fría acogida de su hijo. Después pensó que, aunque Pilar y Julián estuvieran molestos con él, al menos las niñas lo querrían. Durmió un par de horas y después salió de la pensión mirando con curiosidad a todas partes por ver si encontraba a alguien conocido, pues se sentía como un extranjero.

El domingo, unos minutos antes de las diez, ya estaba Celso tocando el timbre de la casa de su hijo. Las hijas estaban sentadas en la salita. Eran guapas y elegantes y no se parecían en nada a las dos niñas pueblerinas que él recordaba. Lo recibieron con las caras largas y correspondieron fríamente a unos tímidos besos que él les dio. Después apareció el hijo y, sin invitarlo a sentarse, le espetó con voz firme: «Señor: Ni mis hermanas ni yo sabemos quién es usted. Nuestro padre murió el día que se fue a América y nos dejó abandonados. Esta señora (dijo señalando el retrato de Pilar), que no ha querido venir porque dice que le daría asco verle la cara, ha sido nuestro padre y nuestra madre desde entonces. Le rogamos que se olvide de nosotros como nosotros nos hemos olvidado de usted. Buenos días». Celso no acertaba a decir palabra alguna; clavó la vista en el suelo y sacó un pañuelo para secarse las lágrimas. Julián, viendo que a sus hermanas también se les aguaban los ojos, se las llevó hacia dentro de la casa. Después salió la empleada, abrió la puerta y esperó a que Celso saliera. No tuvo el valor de visitar su aldea exhibiendo el doble fracaso de la pobreza y el repudio de la familia y dos días después regresaba a Panamá.

Llegó donde Camilo a pedirle que lo llevara a su casa. Camilo le dijo que la casa ya no era suya, porque su mujer, al verse sola, había vendido la finca a unos forasteros y ella y las muchachas se habían ido con un hermano que tenía Otilia en los Estados Unidos. A Camilo le pareció que Celso en un mes hubiera envejecido diez años. Temiendo que estuviera enfermo, trató de llevarlo a la casa de su cuñado. Permaneció silencioso y con la mirada ausente durante todo el camino y cuando iban llegando le dijo a Camilo que lo dejara en la entrada del pueblo porque tenía que resolver un asunto.

Domingo nunca perdió su afición a la pesca. Su mayor alegría era salir temprano por la carretera vieja con la caña y la cesta. Aquel día se colocó a la sombra de un almendro, cerca del enorme puente de hierro. Lanzó la carnada sobre un remanso donde otras veces había sacado buenos peces, pero esta vez el anzuelo se enganchó en algo pesado que flotaba. Domingo empezó a cobrar cuerda con dificultad, maldiciendo a la gente que tiraba desperdicios al río. Cuando el bulto estuvo cerca se dio cuenta de que se trataba del cadáver de un suicida. Al reconocerlo lo invadió una extraña sensación de culpa y, después de dar cuenta a las autoridades, contrató en una funeraria el sepelio más caro de que disponían.

Francisco Moreno Mejías
Escritor

Nació en España el 3 de julio de 1939. Fue esposo de la pintora panameña Sandra Cotes de Moreno y reside en Panamá desde 1968.

Ha publicado dos novelas: 'La piedra de Rosita' y 'Fuego y ceniza', un libro de cuentos titulado 'Un puñado de ocurrencias' y un libro sobre el uso del idioma titulado 'La herramienta más usada'.

Ha escrito artículos en periódicos y revistas. Pertenece al círculo de lectura Extramuros, de la Universidad de Panamá.

Tiene inéditos poemas, cuentos, reseñas de obras leídas y ensayos.

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