La cantante argentina Nicki Nicole resalta la importancia de mantenerse “con los pies en la tierra” en una entrevista con EFE por su visita a México, donde...
- 07/09/2024 00:00
- 06/09/2024 19:26
Llegamos con las primeras luces a San Sebastián de los Linderos, un pueblito que quimerea errante entre las heladas crestas de la provincia chiricana. Viajaba yo como asistente del doctor Elías Pastor, funcionario de la medicatura forense de David, quien me pidió que lo acompañara a un imprevisto de urgencia que desde muy temprano había estremecido a aquella encantadora gente: doña Quelita Barahona, ilustre dama de la comunidad, amada y respetada por todos, había amanecido muerta en su cama de soltera a la sorprendente edad de noventa años. Yo, que hacía mi pasantía de medicina en una clínica rural de Potrerillos, vi en su invitación una buena oportunidad para estudiar el efecto devastador de los años en el cuerpo humano. Pero olvidé mi interés científico cuando el doctor Elías me habló con una pasión irresistible de aquella incomparable mujer. Durante el viaje, que con buen tiempo toma casi dos horas de ascenso por una carretera de curvas sinuosas, me contó que la había conocido y se sentía con la suficiente autoridad para evocar su vida. Doña Quelita había llegado a esas tierras siendo una adolescente floral, y era tan hermosa que su sola respiración trastornaba hasta los corazones más recios, y sus admiradores, en cuyas filas figuraban desde tímidos labriegos hasta terratenientes de largos apellidos, suspiraban de amor con el brillo de sus ojos alemanes y el ondular de su cabellera de anémona marina. Fue, durante dieciséis años, la indestronable reina de belleza de cuantas fiestas pueblerinas se realizaran, y hasta hubo intenciones serias de nombrarla reina del mundo. A los veintiún años se comprometió en matrimonio con un joven de buena familia cuyos aires de príncipe eran la envidia de no pocos, pero la desgracia les empañó la dicha cuando este murió abatido a tiros en un duelo de honor en un billar, la noche antes de la boda. Herida de dolor por la pérdida, doña Quelita renunció al amor y se entregó en cuerpo y alma a servir a los menos afortunados. Con el esmero de una santa, dividió su tiempo enseñando a los niños de la escuela de Los Montes o atendiendo mendigos y enfermos en la iglesia de la Sagrada Gloria. Con el paso del tiempo no hubo en el pueblo mayor autoridad que su voz, y ni los gobernantes se atrevían a tomar decisiones sin contar con su parecer. Sin embargo, lo que mayor gloria le otorgó fue su indiscutible olor a santidad, pues claro que ella estaba dispuesta a repartirse en pedazos entre los más pobres si así fuera necesario. Esta y muchas otras cosas que el doctor me refirió conmoviéronme hasta las lágrimas, porque me pareció hermoso pensar que Dios, en su infinita misericordia, aún nos regala personas especiales para compartir la vida. Por eso, al terminar la autopsia de rigor, hemos preferido guardar el gran secreto que doña Quelita se llevó a la sepultura, pues no está en mis manos ni es mi intención acabar con el grato recuerdo que tan insigne mujer dejó en este pueblo, no porque no fuese verdad, sino porque sería indigno revelar que ella, la más amada por todos, la luz en las tinieblas, el aliento de los tristes, la esperanza de los pobres, había sido bautizada en la gracia de Dios con el nombre de José de Todos los Reyes Varón.