La vida de Esperanza

Actualizado
  • 24/09/2023 00:00
Creado
  • 24/09/2023 00:00
En la pasada Feria del Libro se presentó el título “Esperanza habla. Confrontando un siglo de cambio global en el Panamá rural”, en el que su autora, la antropóloga Gloria Rudolf, cuenta cómo los factores externos incidieron en las vidas de los habitantes de Loma Bonita, una comunidad de las montañas de Coclé
Portada del libro 'Esperanza Habla'

Gloria Rudolf tiene razón. La historia de Esperanza Ruiz, de su familia y de la gente de Loma Bonita es una historia de amor. Una que Rudolf, investigadora asociada del Departamento de Antropología de la Universidad de Pittsburgh, empezó a conocer en enero de 1972 cuando, como parte de un proyecto de largo aliento, quedó al borde de la calle de El Copé, “una comunidad muy pequeña en las montañas de la provincia de Coclé” que, para entonces, quedaba a varias horas a pie de Loma Bonita.

La idea en ese momento era saber qué pasa cuando nuevos programas gubernamentales que pretenden aliviar la pobreza rural llegan a comunidades como Loma Bonita, y Rudolf planeaba encontrar la respuesta siendo “observadora participante”, es decir, dedicando cada uno de sus días a “participar en cada aspecto de la vida de la comunidad al que tuviera acceso, y a la vez a observar todo los que mis ojos y oídos pudieran ver y oír”. Esa inquietud inicial, sin embargo, cambió cuando la propia observación guió la investigación hacia un camino distinto: apuntar cómo la economía capitalista y globalizada de Panamá incidía en las formas de vida de una comunidad rural como Loma Bonita.

En este sentido, Esperanza habla. Confrontando un siglo de cambio global en el Panamá rural es un texto producto de una investigación a la que Rudolf dedicó casi 50 años de su vida —desde 1972 y hasta 2019—, y que en esta publicación adquiere la personalidad de una crónica antropológica en la que incluye detalles metodológicos, narrativa y análisis cortos que explican el contexto en el que se producen ciertos momentos de las vidas de la familia Ruiz. Como explicó Rudolf durante la presentación del libro en la pasada Feria del Libro, su objetivo era producir un texto fácil de leer, propicio para públicos diversos y para la propia comunidad, que diera testimonio de su investigación y sirviera para pensar las políticas públicas.

Así pues, Esperanza habla es eso: el resumen de una investigación que empieza cuando Rudolf llega a El Copé y busca la manera de compenetrarse con la familia y con la comunidad, y termina muchos años después, cuando la principal protagonista de su historia supera los 90 años de edad. En medio, claro, suceden muchas cosas. Tantas como las que caben en una vida casi centenaria.

Quizás habría que empezar con las fotografías que están al inicio del libro. La foto de la casa de quincha y techo de tejas rojas de la página cinco, en la que aparece un campesino de espaldas con un perro flaco, siguiéndole; y un techo de zinc sostenido con horcones al final de la casa, debajo del cual reposa una montura. O con la foto de la página 14, donde aparece Esperanza junto a su esposo Andrés, también de la década de los 70. Él mira a la cámara: pies descalzos, sombrero, camisa arremangada abierta, pantalones holgados de color claro. Ella lleva el cabello suelto, muy largo; parece que sostiene una totuma, viste falda y también está descalza. La estructura de fondo —horcones y techo de paja— es la cocina de la casa.

Mirar esas fotos es ubicarse en un tiempo, en una forma de vida. Para ese entonces, Esperanza ya había formado familia y criaba a sus hijos junto a Andrés. Había nacido en 1922 en una familia rural pobre, de agricultores de subsistencia. Había llegado hasta tercer grado y empezado a trabajar como doméstica interna antes de los 15 años. Había conocido el maltrato de un marido, la explotación laboral. Cuando Rudolf le preguntó qué era lo primero que recordaba de cuando era pequeña, Esperanza respondió: “Tan pronto abrí mis ojos, vi estas montañas y a todos mis familiares. Siempre estaban ahí, como esa piedra grandísima cerca a la quebrada”.

Eran tan pocos en los años 20 que la tierra alcanzaba. Una vez, el padre biológico de Esperanza dijo: “Éramos pobres, sin plata. No teníamos zapatos o ropa decente, o casas elegantes, hospitales o escuelas, o siquiera una iglesia. Pero todos teníamos suficientes tierras para cultivar la mayor parte de nuestra comida”. Cultivaban maíz, frijoles, yuca, arroz, ñame, guandú, otoe, caña de azúcar, plátanos, cacao, café, naranjas. Calabazas para las totumas y las cucharas; caña para los animales, la raspadura y el guarapo. Criaban animales, para la leche, la manteca y el jabón. La forma de trabajo era la junta: hoy te ayudo con tus cosechas; mañana me ayudas tú. La vida entera se hacía en esas montañas, y la comunidad solo bajaba a los llanos coclesanos para alguna fiesta religiosa o para comprar lo que no podía producir: sal, por ejemplo.

La investigación recorre los cambios sufridos desde principios del Siglo XX, cuando nació Esperanza, y pasa por su adolescencia, vida adulta y vejez. Cuando empezó a trabajar como doméstica, por ejemplo, su primer sueldo fue de cinco dólares al mes. La primera vez que lo cobró, compró un sacó de 100 libras de arroz ($2.50) para su familia, una bolsa grande de pan (20 centavos) y una peinilla de marfil.

Luego consiguió otro trabajo por $12.50 al mes y otro y otro. De varios renunció porque la hacían trabajar hasta la noche o porque pretendían que renunciara a su medio domingo libre. Leer sobre las condiciones abusivas que padeció Esperanza causa vergüenza porque son anécdotas que se escuchan con frecuencia en la ciudad, pero siempre desde la versión de quien contrata…

Mientras Rudolf cuenta las dificultades y alegrías de Esperanza, emergen los contextos necesarios para entender por qué buena parte de la comunidad de Loma Bonita se dedicó a sembrar café o naranjas, o por qué los jóvenes abandonaron los campos para trabajar en los cañaverales de las zonas bajas de la provincia en condiciones deplorables. Irremediablemente, la vivencia diaria explica el fenómeno de la migración rural a las ciudades, la pérdida de tierras, la dependencia en el salario, pero también qué incidencia tuvo el Programa de la Alianza para el Progreso en esa zona coclesana, o el golpe del 11 de octubre de 1968, ¡y hasta el gobierno de Ricardo Martinelli!

Otro aspecto interesante del libro guarda relación con los temas de género. Cuando Rudolf llegó a Loma Bonita, las relaciones entre hombres y mujeres eran bastante igualitarias en lo relacionado con las tareas domésticas y posesión de tierras. Esta dinámica cambió cuando ellas salieron de las montañas a trabajar en la capital y llegaron hombres interesados en adquirir terrenos para “turismo residencial”. También es interesante constatar las varias violencias que enfrentan las mujeres rurales, no solo en sus relaciones de pareja sino también en la preferencia de algunas familias por heredar a los hijos hombres, o en los contextos laborales.

Pero una de los aspectos más hermosos del libro son las citas que rescata Rudolf de su libreta de apuntes, y que muestra la sabiduría y el ingenio de los campesinos. Como cuando Esperanza, preocupada por sus hijas jóvenes en la ciudad, se refiere a los métodos de planificación familiar: “Los contraceptivos son un problema también. La cosa que los médicos te meten adentro, y las pastillas y la operación son demasiado caras. Estos doctores no saben nada de las dificultades de nuestras vidas”.

O como cuando pasaba largas temporadas en los barrios donde vivían algunas de sus hijas, para cuidar a sus nietos, y en un momento dado dijo: “Estoy cansada del ruido constante de perros atados que conversan con sus ladridos”.

O en 2019, cuando Rudolf la visitó nuevamente y constató que, con 96 años encima, aún se mantenía pendiente de sus hijos y motivándolos a conseguir tierras en Loma Bonita, “por si necesitan venir a casa”. Al preguntarle respecto a sus propios planes de futuro, Esperanza dijo: “Por mi parte, cuando venga Dios, estaré tranquila, lista. Ya he comido mucha yuca”.

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