El huracán Helene dejaba este domingo más de 60 muertos en cinco estados del sureste de Estados Unidos, entre ellos Carolina del Norte, donde el Gobierno...
- 18/05/2019 02:00
- 18/05/2019 02:00
Construí este aposento en los acantilados, donde bajan los dioses eternos. Sé que es una locura, porque cambié mi vida, dejé todo atrás, nada del pasado importa, y ahora respiro la libertad del aire en diferentes tonalidades de azul. Desde aquí percibo la fuerza de las mentes infinitas y milenarias de dioses intemporales, esa fuerza que golpea en la profundidad de los sentidos. Las aguas rompen contra las rocas, a muchos metros de distancia, rugen en las noches cuando el viento arrecia y la oscuridad se confunde entre formas indescriptibles. Por los días, el silencio es interminable y las pocas nubes que pasan por allí apenas proyectan sus sombras distantes. Es un lugar extraño, un lugar sagrado. Las cuevas de los alrededores albergan animales pequeños y dentro el frescor se conserva imperturbable, acurrucado en las paredes.
Cuando llegan los dioses, la atmósfera se interrumpe y un olor desconocido llena el lugar. En lo alto, las estrellas parecen esfumarse y un halo multicolor puebla un instante el horizonte. Luego un sonido ahogado arremete contra la tierra y los árboles tiemblan. Murmullos inconexos en una lengua desconocida se levantan frente al acantilado. Escucho los sonidos y mis ojos, ocultos entre la vegetación, ven la energía arremolinada en círculos que se expanden y contraen.
Hay noches que duermo expectante en el aposento de rústica madera. La luz de las madrugadas lunares se cuela entre las rendijas descubiertas e informes. Cierro los ojos mientras el oído y la piel sienten los cambios del entorno. Entonces, una parte de mi ser sabe qué pasa mientras la otra duerme lejos, muy lejos de allí. Si el viento cambia o la tormenta amenaza los alrededores, mi cuerpo se pone alerta y los músculos atentos para reaccionar al instante y correr hacia los acantilados en busca de los dioses.
Por las mañanas recorro las inmediaciones, escudriño los pastos y la arena, me asomo desde las alturas, busco señales inconfundibles del encuentro nocturno. Miro a lo lejos y las figuras se deforman en la espesa atmósfera.
Hacia el mediodía la niebla se ha disipado y el verde de la pradera se mece con la brisa. Tomo el camino al pueblo, distante unos doce kilómetros, y entro al mundo humano. Intercambio miradas y articulo monosílabos entre huraños paisanos. Hojeo los diarios de la capital buscando noticias de los dioses, pero las letras me devuelven una elipsis hiperbólica, el mutismo es absoluto. Sé que los dioses bajan a los acantilados, los he visto, y nadie ha reportado tal hallazgo, aunque no me atrevo a revelar este descubrimiento, me creerían loco. Me reflejo en los vidrios para ver si algo en mí ha cambiado: la cara, los ojos, la piel; nada, estoy igual. Avanzo por las callejuelas entre edificios apretados. Las dos de la tarde y el calor se mete por la espalda mientras la sobriedad de las paredes me sigue hasta la plaza. Llego al mercado y consigo algunas cosas para mi aposento y un poco de comida. El pueblo parece quieto, lejos de preocupaciones y ajeno a la codicia. Vuelvo a los acantilados por el trayecto largo y me regocijo con la mirada.
Recuerdo el sueño, aquel revelador momento de una noche cuarteada en un hotel perdido; allá, lejos en la campiña. Los detalles me asombraron y vi por primera vez el paisaje de los acantilados, límpidas moles de piedra elevadas decenas de metros, y abajo el mar, retumbante criatura, porfiada, golpeando las rocas.
Esa vez, en el sueño, sentí las palabras que sellaron mi destino. Escuché por un tiempo que pareció interminable, escuché, y las palabras se hicieron carne, y las palabras enmudecieron mi mente. Mientras ocurría el fluir de palabras buscaba imágenes, seres, bodisahttvas, chamanes, druidas, sombras, alguna referencia que acompañara esa voz inextinguible. Soñaba y traté de abrir los ojos para ver si las palabras provenían de la habitación, pero el sueño me retenía. En cierto momento supe que había una presencia en alguna parte de mi mente, en el mundo de aquel sueño, y quise trasponer los espacios. El ventilador del techo estaba encendido y podía sentir las bocanadas de aire que me llegaban a intervalos regulares. ¿Estoy dormido y soñando? ¿No será que el calor me tiene en un duermevela y el exterior se mezcla con las imágenes internas distorsionando las esencias? Quería saber. Y las palabras me apretaron como tenazas.
Después todo fue calma. Al deseo de saber lo reemplazó el sonido, cada vez más claro de las palabras que, lentamente, poblaban mi conciencia. Los dioses bajan en los acantilados del Sur: eso decían, en parte, las palabras cuando al fin las comprendí. Hice silencio. Los dioses vienen una y otra vez, perturban un poco la conciencia, mueven las fibras internas, jaquean el destino y se ríen de las creencias y los teólogos. Los dioses, inmateriales entidades que se mueven entre el tiempo aparente y los espacios perpetuos, están dentro y fuera de cada vida humana, de cada respiro, de cada partícula universal. Dicen ahora que es buen tiempo, que si estas voces llegan a lo profundo y son escuchadas es porque un atisbo de posibilidad queda en el interior. Dicen que al atreverse a saltar, la vida cambia; los planos aparecen sutiles cuando se transita el camino y, con paciencia, se trasciende más allá de los tiempos. Las frases se repitieron tres veces, cada vez con mayor claridad, y al final del último sonido la mudez invadió mi ser.
‘En cierto momento supe que había una presencia en alguna parte de mi mente, en el mundo de aquel sueño, y quise trasponer los espacios. El ventilador del techo estaba encendido y podía sentir las bocanadas de aire que me llegaban a intervalos regulares. ¿Estoy dormido y soñando?
Abrir los ojos, sólo pensaba con desesperación en abrir los ojos, pues las palabras me perseguían como hormigas para alcanzar mi cuerpo. Desperté con fuerza y mi mente voló en un instante a parsecs de distancia. No me moví, tal vez por el choque de aquella revelación. Miré despacio las cosas del cuarto de hotel, las lámparas asemejaban titilantes luceros en noche templada, las cortinas filtraban el resplandor seco de una luz de neón y el aire parecía de otra esencia. La noche seguía rumbo al Sur. Volví, volví de no sé dónde todavía confundido, yerto, revuelto de creencias contrapuestas. Necesitaba un zahorí para interpretar semejante destino y despejar las dudas. Pero estaba lejos, en la campiña, en un hotel al costado de la ruta, en una noche que parecía desolada, sin voces ni ladridos y ahora con mis creencias dadas vuelta. Sentí el cuerpo pesado y un poco de náuseas, como si algo se desprendiera de las tripas. Me pregunté si debía hacer algo y en un momento, como reflejo proveniente de otro estado de conciencia, estaba alistando la mochila.
Afuera el céfiro acariciaba las horas finales de la madrugada. Dejé atrás las luces del hotel y caminé por la ruta hasta el amanecer. Un camionero me alcanzó hasta el pueblo, cerca del mar. Todavía abrumado por el sueño, anduve sin rumbo y sin palabra; al fin, más allá del mediodía, un sendero de grava emergió de algún lugar y por allí avancé hasta los acantilados.
En pocos días construí un aposento con maderas de árboles caídos en una protuberancia elevada del terreno, cerca de las cuevas. El paisaje amplio, de hierba suave y florestas intermitentes, era ideal para esperar a los dioses cuando bajaban a sus conciliábulos. Desde allí tengo una excelente visibilidad y la pradera, las cuevas y el mar son mis horizontes. Las palabras quedaron fijadas dentro de mí y a veces las repetía inconscientemente mientras deambulaba por los acantilados en busca de comida silvestre.
MARCO PONCE ADROHER
Autor
Montevideo, 1957. Es escritor y editor uruguayo-panameño, graduado en Agronomía y Meteorología por la Universidad del Trabajo del Uruguay y la Escuela de Meteorología del Uruguay. Cursó el Diplomado en Creación Literaria en la Universidad Tecnológica de Panamá en 2007.
Sus cuentos han sido publicados en el libro coletivo Contar no es un juego (Litho Editorial Chen, S.A., 2007), en la antología Los recién llegados (Foro/Taller Sagitario Ediciones, 2013), en revistas literarias y diarios. También es autor de libros y documentos técnicos especializados.
En 2009 le fue otorgado el accésit del Premio Nacional de Cuentos «José María Sánchez» con su obra Entonces percibo el silencio (Espacio Arte Ediciones, 2016). En 2019 recibió el Premio Centroamericano de Literatura «Rogelio Sinán» con el libro de cuentos Esquirlas.
No hube de esperar mucho tiempo para sentir la presencia de los dioses por primera vez. Fue de noche. La luna estaba en creciente y el viento soplaba más que de costumbre. Las olas rompían con fuerza y el ruido subía en bocanadas desde los acantilados. Entonces un silencio rasgó el aire. En un claro de la meseta, muy cerca de los acantilados, aparecieron unas formas cambiantes de luces tenues. Las formas se unían y separaban, a veces eran decenas; otras, un gran cúmulo luminoso, energía pura en movimiento constante. Su luminiscencia aumentaba o disminuía sin razón aparente, o al menos yo no entendía esos cambios. Me agazapé detrás de unos arbustos y miré el inusual espectáculo. Estos dioses, pensé, no son como las figuras que aparecen en los libros ni los frescos que descansan en los templos. Tampoco se parecen a las estatuas que pueblan lugares antiguos en todo el mundo. Estos dioses son de luz, de energía, de fuerza, de una esencia inmaterial y en constante evolución.
Mis pensamientos buscaban recuerdos de otras épocas; miraban hacia atrás y comparaban conocimientos que daba por sentados. Algo me decía que no era así. Empecé a sospechar un intento de comunicación entre las presencias luminosas y algo profundo dentro de mí, algo parecido a lo que me había pasado en el sueño aquella noche de hotel, desequilibraba mi pensamiento y revolvía mis entrañas. No había sonidos ni otras visiones, solo el encuentro de entidades que parecían danzar cerca del acantilado y ese nexo sutil entre su presencia y mis aprehensiones.
Esa noche los dioses anduvieron por los acantilados, paseando de un lado a otro, intercambiando en varios grupos. A veces parecían humanos, entonces podían verse sus caras difuminadas de edad imprecisa, alargadas y limpias. De algún lugar cercano un ladrido fuerte y seco retumbó en el aire, tal vez era del mastín de la hacienda junto al camino. Presté atención a los murmullos de los dioses: silencio. Pasó una hora y las presencias iban y venían entre ademanes y movimientos. La luna continuaba en ascenso y el cielo dejaba ver unas pocas nubes más allá de la costa.
En uno de los grupos hubo silencio. La imagen alta de un ser luminoso se apartó de los demás y avanzó hacia los arbustos. Cuando estuvo frente a mí, una poderosa oleada de calor envolvió todo. Sin embargo, mi cuerpo temblaba sin control, y los ojos, fijos en aquella iridiscencia, dejaron caer lágrimas interminables. Un sentimiento que superaba mi juicio invadía ahora las fibras adormecidas de la conciencia. Quise preguntar por la vida, por aquello que pasamos en el transcurso existencial. La respuesta era el silencio de la imagen ondulante. En ese silencio que observaba mi cuerpo percibí un atisbo de universo, apenas un destello, una breve muestra de la infinitud y el sentido. Uno es todo y todo es Uno; como una fina e imperceptible unión que, de alguna manera, interconecta mundos y vidas, humanas y divinas, aquí y en todas partes, más allá de la muerte; la energía en variadas expresiones; la divinidad y lo sublime tan cerca del tacto...
Supe que la imagen ondulante observaba mis perplejidades y sentí el cuerpo desde afuera. Algo, que era yo y no lo era, avanzaba hacia el encuentro demiúrgico. Esa noche el aposento quedó atrás y el mar, más allá de los acantilados, destiló las últimas luces de una luna en creciente.
AUTOR