Un violinista en un barrio de chacales

PALABRA. C olón, 20 de julio, 8 p.m. La noche se tensa como el arco de un v iolín. Pero no hay música. O quizá si: las sirenas de la pol...

PALABRA. C olón, 20 de julio, 8 p.m. La noche se tensa como el arco de un v iolín. Pero no hay música. O quizá si: las sirenas de la policía. Joshue Ashby observa la amenaza intermitente que sube por Calle Primera. No tiene razones para temer, salvo la experiencia. Sabe que los ‘tongos’ no distinguen entre buenos y malos, artistas o asesinos, sólo reprimen. De hecho la primera vez que lo detuvieron fue porque confundieron su violín con una escopeta. Cuando definieron que lo que cargaba era realmente un instrumento musical, Joshue ya había pasado cuatro horas en un celda.

Entonces, lo de siempre: los uniformados que se bajan de la ‘chota’, las manos sobre sus lustrosos cinturones negros, con ganas de jo der a alguien. Comienzan a recoger a los pocos que no salieron corriendo. Joshue tomaba un batido con su hermano y su padrastro. Se miraron. Pensaron en correr pero no lo hicieron. Celebraban algo que un policía jamás les iba a creer. Joshue, el artista de la familia, acababa de regresar a Colón luego de recibirse de Licenciado en Música en el Conservatorio de Berkelee, en Boston, uno de los más prestigiosos del mundo. Cuando los policías se le acercaron, jamás podrían haber imaginado que ese ‘Colón buay’ era un b ecario de la Fundación Danilo Pérez.

—Hey, tu ven acá. Cédula...

—Aquí está comando, ‘tamos celebrando...

—Móntense los tres ahí....

—No, que yo soy músico, intentó Joshue una defensa.

—A mí me vale ver.... Pa’ arriba.

—Pero aquí está mi carnet de Berklee...

—¡Qué Berklee de qué! ¡Móntense!

—Pero si ni siquiera estaba chupando...

— ¡Arriba! A quejarse al cielo...

El policía le puso una mano a Joshue sobre su mandíbula —repuntada por una barba de chivo— y lo empujó hacia dentro de la ‘chota’. El músico frunció sus gruesas cejas y se abalanzó sobre el oficial, como un chacal sobre su presa. Pero los policías no reculan, y rociaron gas pimienta en los rostros de Joshue y Gabriel. Finalmente los hermanos fueron arrastrados dentro del vehículo. Cuando parecía que los ‘tongos’ tenían la situación bajo control, su padrastro, Camilo, corrió para evitar que se los lleven. Fue inútil. Uno de los policías se bajó del vehículo y lo tumbó de un ‘garnatón’. Entonces se desencadenó ‘la violencia total’, cuenta Joshue. Gabriel forcejeó con uno de los uniformados. Ambos cayeron del vehículo a la acera encharcada. El oficial se fracturó un pie. Joshue le pateó la cara...

¿Cómo hizo este laopecillo para no convertirse en otro pandillero más? ¿Para no terminar como su hermano mayor, que pasó más de un año preso en La Joya? ¿Para no ser consumido por la rabia que siente frente a una policía que lo hostiga desde los 14 años? ¿Puede la delicada melodía de un violín silenciar los ruidos del gueto? ¿El estruendo de las escopetas a medianoche? ¿Puede el arte ser una salida a la marginación?

Joshue apuesta a que sí. A que es posible aminorar las tensiones sociales a través de la música, a que las pistolas y los puñales pueden ser cambiados por instrumentos. ‘Vamos a buscar el arma’, anuncia antes de desaparecer por un pasillo del pequeño apartamento que comparte con su familia en Calle Tercera. Segundos después reaparece con un violín entre sus manos. ‘Ah, ahhh....’, dice mientras su cabeza se balancea en el aire hasta dar con las notas adecuadas. El instrumento deja escapar una melodía aguda, que pasa casi inadvertida en la estrepitosa tarde del Barrio Norte.

En estas calles, entre estas ‘multis’ flanquedas por aguas negras, en plena zona roja de la ciudad de Colón, creció Joshue. En un vecindario donde según cifras del Sistema Integrado de Estadísticas Criminales (SIEC), sólo entre enero y junio de este año se registraron 33 delitos contra la vida.

Desde muy temprano, el músico aprendió tres cosas. A que siempre hay que huirles a los ‘tongos’, porque si no corres te llevan. A cómo llevar algo de dinero al hogar, ya sea vendiendo plátanos y mangos de puerta en puerta o ayudando en el ‘Como5’, el quiosco de venta de comida que su padrastro abrió en la ‘multi’ en que viven. Y que los niños que nacen en una provincia en la que el 43.2% de la población devenga salarios entre 400 y 599 balboas -de acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC)- no siempre deben esperar regalos cuando se acerca la Navidad o el día de su cumpleaños.

OBSEQUIO FATAL

Hasta que un día Joshue recibió finalmente un regalo. Uno que lo cambiaría para siempre. Se lo daría su hermano mayor, Andrés, quien había formado su propia pandilla en Colón. De él recibiría una bicicleta, exactamente una semana después de que Andrés lo encontrara llorando en casa. Se la dio para alegrarlo, aunque primero tuvo que dispararle a su dueño para quitársela. El hombre murió. Andrés se vio forzado a abandonar el barrio no si antes revelarle a su hermano la existencia de un mundo más allá del techo de su padrastro, lleno de sombras y peligros, pero también de posibilidades. Joshue entraría como un proscrito en aquel mundo de chacales, en el que si la vida te niega algo simplemente lo tomas.

Las calles de Colón no eran lugar para los débiles o los ‘aculillados’. O para chiquillos que soñaban con tocar el violín. Eso era para las niñas. O para los extranjeros. Pero un para un ‘man’ con cédula tres el camino era otro. El de los arranques con marihuana. El de las balas perdidas, como la que lo alcanzó en uno de sus brazos durante una fiesta. El de los pasieros, los que andaban siempre armados y que buscaban maneras de ‘resolver’ cuando la plata escaseaba, aunque fuera vandalizando máquinas de soda y teléfonos públicos. En fin, el camino del vicio y de la pólvora.

Joshue parecía sentenciado a seguir los pasos de Andrés. No obstante, sus padres, Olga y Camilo, no estaban dispuestos a permitirlo. Lo alejarían de las pandillas a golpes si era preciso, como ocurrió en un ocasión en que Camilo zarandeó a su hijastro contra las rejas de la escuela. Por ellos, comenzó a recibir sus primeras lecciones de violín hace 10 años. Su profesor ni siquiera era violinista. Era Felipe Hudson, un trompetista. El violín que tocaba tampoco usaba cuerdas apropiadas, sino de nylon. Las hebras del arco las engrasaba con resina hecha en la estufa de su casa.

Intentó por todas las formas posibles que lo echaran de la escuela musical a la que asistía: se paveaba, le pegó al hijo del director, rompió un violín, escribió ‘maricón’ en el coche de Hudson. Ni su profesor ni Camilo se amilanaron ante la conducta rebelde. En una oportunidad, su padrastro lo confrontó. Tomó el violín y lo esgrimió frente a él mientras gritaba: ‘Tu lo vas a tocar, porque si tu no lo tocas, te lo reviento en la cabeza y te mato’. Joshue sabía que h ablaba en serio. Solo le quedaba obedecer.

CON DOS CUERDAS FRENTE A LA VIDA

A partir del año 2000 comenzó a asistir al campamento musical de la Asociación Nacional de Conciertos. Allí escuchó por primera vez un violín de la forma en que estaba supuesto a sonar. Sintió como una punzada en el pecho, que removió la aversión que sentía frente a los otros estudiantes, los que tenían padres adinerados, los que poseían violines con sus cuerdas completas (el suyo sólo tenía dos), los que lo miraban con evidente desprecio...

Al cumplir los 16 años, obtuvo una beca para ir a estudiar a Panamá con la violinista Graciela Núñez, integrante de la Orquesta Sinfónica Nacional. ‘Además del talento natural que tiene, en los últimos años ha cultivado un amor hacia el trabajo’, comenta la artista.

En el 2004 es admitido como miembro de este colectivo, donde permanecería dos años. En ese tiempo se trasladó a la capital. Adonde iba los problemas y la violencia lo seguían, como sombras de una pesadilla de las cuales e s imposible desprenderse en la vigilia.

Aún así, logra mantenerse enfocado en su naciente carrera musical. En el 2008 asistió a las audiciones del ‘Panama Jazz Festival’. Superó a algunos de sus ex profesores y obtuvo una beca de cuatro años para estudiar en Berklee. En Estados Unidos el principal obstáculo no sería la discriminación por provenir de Colón, una provincia de la que ‘nadie espera que salga algo bueno’, si no la falta de dominio del inglés y su formación en música clásica. Durante las frías noches de Boston no sólo aprendería a improvisar, a tocar el jazz, sino también a cómo a utilizar la música para ayudar a una ciudad de caserones multicolores que se pudren a orillas del Caribe.

Con el objetivo de emplear la música como agente de cambio social, Joshue fundó el Quinteto de Cuerdas C3. Sus otros integrantes son Danelle Hall, Luis Morales, Carlos Quirós y Eric Blanquicet. El grupo se ha presentado en el recital ‘Música por la paz y la igualdad’, que tuvo lugar en el Teatro de la ciudad, y después de los recientes desfiles del cinco de noviembre.

Jo shue sabe que no será una misión fácil de cumplir, menos en una provincia que todavía llora a los muertos de la represión perpetrada por la policía y el Servicio Nacional de Fronteras (SENAFRONT), durante las protestas en rechazo de la Ley 72, que tuvieron lugar en octubre pasado.

Por aproximadamente una semana y media el violinista no pudo reunirse con los estudiantes a los que dicta clases musicales. Permaneció quieto en su apartamento. No fuera a ser que lo detuvieran otra vez, como ya ha ocurrido tres veces desde que retornó de Estados Unidos en el mes de mayo.

Se dedicó a filmar lo que acontecía en la calle. A la policía rompiendo el candado de su ‘multi’ para arrojar una lacrimógena. A los tongos que pasaban apuntando una escopeta calibre 12 hacia su ventana. A sus vecinos intercambiando disparos con las fuerzas del orden. Las imágenes de una sublevación, que más tenía que ver con un pueblo enfrentándose con la fuerza policiaca, hastiado de los abusos perpetrados durante años, que con protestas en contra de la ley que pretendía poner a la venta tierras que pertenecen a la Zona Libre de Colón.

A pesar de que el luto todavía persiste en algunos de los caserones, del lamento de los heridos, Joshue, al igual que el resto de los colonenses, mantiene la cabeza en alto, el zarcillo en forma de nota musical relumbrando bajo el sol caribeño. Todavía siente que está cerca de ‘poder ser un pandillero, porque la pandilla te rodea’. Aún así continúa enseñando y tocando. Es su forma de luchar por su provincia, por sus amigos muertos, por su hija de seis años. Y por sus hermanos: Andrés, que a pesar de que salió en libertad recientemente no puede asomarse por el barrio, porque si lo hace es hombre muerto; y Gabriel, quien en dos ocasiones ha tenido que esquivar los disparos de los ‘tongos’. Confía en que la esperanza que encierran sus notas hable más fuerte que el megáfono y las detonaciones de la policía. En que su promesa sea más válida que cualquier tentativa de diálogo ofrecida por el Gobierno. En que su sosiego logre ser más efectivo que las palabras conciliadoras de cualquier ministro. El músico del Barrio Norte afirma el mentón sobre el violín. Y mientras lo hace, la expresión de chacal desaparece de su rostro.

Lo Nuevo