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- 21/10/2025 00:00
La bahía de Portobelo, ubicada unos 50 kilómetros al noreste de la ciudad de Colón, se convirtió en uno de los puertos más importantes de América durante la época virreinal entre los siglos XVI y XVII. Si nos referimos a Portobelo pensamos irremediablemente en el Caribe y en ese estuario desde donde partió en galeones el oro procedente del Virreinato del Perú a la metrópoli del imperio donde no se ponía el sol.
Los esclavos traídos de África, según datos históricos, datan de la época virreinal de la colonia y así lo confirma la famosa feria de Portobelo, donde se vendían mercancías, perlas, animales, metales preciosos, artesanías, calzados, vestidos, herramientas agrícolas, cristales, cerámicas, encajes, telas y negros esclavos.
Los descendientes de esta primera migración de afrocoloniales, según la investigadora Sonia Sthepson Watson, “son producto del mestizaje racial y se identifican por su nacionalidad panameña”.
Para tener una dimensión de la herencia cultural que comprende la nacionalidad panameña hay que comprender este fenómeno, porque existe una diferencia significativa entre los descendientes de los afrocoloniales y los afroantillanos.
El profesor Arturo Lindsay indica que “a partir de 1523 se sistematizó el arribo (al istmo) de hombres y mujeres venidos de Angola, Camerún, Guinea y del Congo, principalmente”.
Para Watson, esta primera diáspora corresponde a los afrocoloniales, mientras que los afroantillanos fueron miles de inmigrantes procedentes sobre todo de Jamaica y Barbados que llegaron para construir el canal (1904-1914). “Los afroantillanos alteraron para siempre la estructura poblacional y el concepto de raza y nación en un país de habla española, con la mano de obra de más de cien mil inmigrantes afroantillanos del Caribe anglófono”.
En Portobelo esta primera diáspora está presente con los cimarrones, que es el nombre con el que se conocía a los esclavos africanos que huían del dominio de sus amos en una actitud de enfrentamiento declarada. Los cimarrones, palabra de origen taíno (si´mara) que pudiera traducirse como “monte espeso”, se ubicaban generalmente en palenques, comunidades libres que establecían en zonas apartadas.
Las manifestaciones artísticas de sus descendientes contienen referencias no solo a su procedencia, sino también a sus luchas y a sus propias culturas ancestrales, que han venido desarrollando con el tiempo en nuevas expresiones.
A través de sus cantos, sus músicas rítmicas y sus personajes tradicionales, como el Rey y la Reina, o el diablo -que con sus máscaras demoniacas representa al blanco tratante de esclavos-, los congos nos ofrecen una lectura de las raíces de su cultura, y con ello legitiman su identidad.
Elemento fundamental es el baile congo, en el que impera la improvisación, los coloridos vestidos de los danzantes están hechos con retazos, las mujeres llevan flores en el pelo y los hombres tiznan su cara de carbón en señal de rebeldía. A golpe de movimientos de cadera y descalzos, el conjunto va componiendo una coreografía que es una celebración de libertad.
El repique de los tambores, los bailes y los cantos congos nos dibujan la cartografía de las raíces de esta cultura, que fue declarada en 2018 Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO.
No solo las formas de hablar, de bailar y de cantar del portobeleño son únicas. La profunda devoción que profesan al Cristo Negro de Portobelo es singular, como también lo es el sincretismo entre lo español, lo indígena y lo africano que confieren a esta imagen.
La producción artística de los pintores de la Bahía de Portobelo nos permite replantearnos lo contemporáneo en el arte, ya que, como apunta Hall, las distinciones raciales, culturales y lingüísticas ofrecen “una manera de entender la identidad” del grupo.
La obra de estos pintores contemporáneos, agrupados en la Fundación Bahía de Portobelo, representa una propuesta de una comunidad afrocolonial que atraviesa la historia de una comunidad ligada a África y a sus cuentos, mitos, creencias y músicas. Son obras cargadas de metáforas del trópico, de colores vibrantes que reflejan una vegetación exhuberante, frutas, peces y animales imaginarios.
Pintados en madera, lienzo o murales, sus personajes pueden llevar coronas o ir ataviados con espejos, y muchas veces el marco se convierte en parte de la obra. Entre ellos están artistas como Manuel Golden “Tatú”, quién el año pasado ganó el Concurso Ricardo Miró, Virgilio “Titto” Esquina o Gustavo Esquina de la Espada, la fotógrafa Aurora Ferro, la inefable Sandra Eleta o Armando Escapa.
Son los artistas más conocidos del ámbito cultural congo de Portobelo, pero hay muchos otros, como Mayka Mendizabal “La tigra”.
El 21 de octubre es la fiesta grande de Portobelo, con la celebración del día del Cristo Negro, y para esta ocasión en la Fundación Bahía de Portobelo han montado un altar con elementos rituales: el marco está formado por una tela morada, que es el color que identifica a los penitentes del Cristo, una barca rememora la diáspora, una talla de madera vestida de nazareno lleva una cruz a la cintura, una vela con flores hecha de cera, un corazón de madera, una urna y al lado papeles y lápiz para hacer elevar una petición al “Negrito” de Portobelo.
Los peregrinos recorren la calle principal, descalzos, vestidos con la túnica morada que caracteriza al Cristo Negro de Portobelo. Mujeres, ancianos y jóvenes caminan cansados hacia el templo que alberga la imagen.
Muchos van a pedir, pero otros muchos otros van agradecer: “El nazareno me dijo que cuidará mi camino”.