Entre copas y lecturas con Ignacio

Actualizado
  • 22/09/2013 02:00
Creado
  • 22/09/2013 02:00
Ignacio, amigo escritor y gran lector, tenía hábitos un poco extraños. Un día cogió la costumbre de llevar dos libros consigo cuando iba...

Ignacio, amigo escritor y gran lector, tenía hábitos un poco extraños. Un día cogió la costumbre de llevar dos libros consigo cuando iba a las cantinas de mala-buena muerte. Uno de ellos siempre era de cualquier autor descubierto recientemente y el otro, invariablemente, era de Borges, Ficciones, o Historia de la Infamia, pero siempre de Borges (solo sus cuentos, nada de poesía; Borges le parecía un poeta lamentable, lo peorcito de Argentina). Pero ¿por qué Borges? Nunca se molestó en analizarlo. Borges no le gustaba excesivamente, prefería a Sábato y Arlt; sin embargo, siempre Borges.

Tal vez Ignacio llevaba al autor de El informe de Brodie a los tugurios con la esperanza de encontrarse con alguien que le dijera: ‘Eh, Ignacio, ¿cómo has estado? ¿Qué lees? ¡Borges! Muy bueno, eh’ —porque, claro, leer a Borges da cierto prestigio—, ‘inteligente, este Ignacio, carajo; raro, pero inteligente’. Pero lo dudo: a Ignacio le valían cebo conceptos como ‘prestigio’, ‘fama’, ‘celebridad’, ‘reputación’, ‘renombre’, entre otros.

Lo cierto es que una noche (la menos pensada) llegó sobrio a casa, se paró frente a su biblioteca, pronunció en alta voz las palabras ‘¡viejo cegatón!’, amontonó los libros de Borges en una pila, les prendió fuego en el patio trasero y ¡fuf!, fogata y barbacoa, ¡se acabó Borges!

Así era Ignacio. En otra época concluyó que para disfrutar hasta la médula el libro Se está haciendo tarde (final en laguna), de José Agustín (otro de los autores con los que se obesionó alguna vez), había que estar bajo la influencia de por lo menos siete cervezas de las grandes, de esas a las que llaman ‘mangas largas’.

Cada vez que terminaba veinte páginas se iba a la costa a comer camarones y a sentir el viento del mar en el rostro para que el efecto de las siete (o más) cervezas se le pasara, citaba a Martí (‘Nuestro vino es amargo, pero es nuestro vino’), y luego soñaba con una lagunita verde.

Cuando terminó el libro, decidió abandonarlo dentro de un barco encallado en el puerto. Luego fue Blake, al que leyó sin un trago encima, escuchando a Led Zeppelin para poder entender a cabalidad Canción de Inocencia y Canciones de Experiencia al ritmo de ‘Whole Lotta Love’ y ‘Stairway to heaven’.

Al cabo de un par de semanas, metió las obras de Blake en una bolsa y las enterró bajo un palo de mamón que él mismo había sembrado. Durante meses leyó a Roberto Bolaño en madrugadas de silencio antes de deshojar sus libros y usar el papel para envolver regalos. A Dostoyevsky lo leyó en la playa, según él para contrarrestar el frío, pero en realidad lo hizo para finalmente arrojar las obras del ruso al mar; a Saramago lo leyó dentro de la iglesia y cuando decidió que ya no más, escondió El evangelio según Jesucristo bajo el altar en donde el sacerdote transforma el pan y el vino en carne y sangre.

La última vez que lo vi estaba metido en dos libros de Rilke, a quien leía mientras bebía exclusivamente cerveza alemana, ‘porque cuanto más borracho mejor entiendo sus versos’, dijo. Nunca supe cómo se deshizo del poeta checo, pero de seguro fue una despedida digna. ¡Prost! por mi amigo Ignacio.

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