Zemodio se encuentra con su hijo perdido

  • 25/01/2015 01:00
Este relato narra cómo el personaje de nombre exótico conoció a su progenie olvidada

Hola, ¿cómo estás? Bien, me contestó. La verdad no supe qué hacer, las manos me temblaron y empecé a sudar, la situación descrita ameritó valor y conciencia de héroe suicida; y lo peor de todo es que no recuerdo cómo terminó la vaina exactamente.

Es difícil tener buena memoria cuando uno fuma marihuana todo el día, y entonces lo peor es la trasnochadera, uno se enflaquece sin remedio. Otra cosa contraproducente es la tienda del chino que tiene un congelador que parece que no congela muy bien que digamos porque, apenas lo abro, siento el hedor a carne semi-podrida que es como un golpe en seco a la quijada.

Sin embargo, no me mudo a otro barrio, pues me va bien con la vecina que, todos los días, a las cuatro y cincuenta y cinco de la tarde, viene a que yo le quite el estrés con un par de revolcadas en la cama; ella quiso cambiar el horario de los encuentros, pero yo le dejé muy claro que eso no era posible.

Dejó de venir por una semana y Alfredo no desperdició la oportunidad de decirme que en esos siete días ella no paró de coger con todos los vecinos, como acostumbraba: Álvaro el lunes, Armando el martes, el miércoles Andrés, el jueves Agustín, y el viernes, sábado y domingo él mismo. El siguiente lunes me la volví a golosear, yo que me llamo Zemodio.

En la escuela primaria pasé muchas dificultades por culpa de ese nombre cruel, que sólo a padres como los míos se les ocurre. Si hubieran sabido cómo los odié la primera vez que la maestra me llamó por mi nombre y una carcajada general hizo estruendo en el salón y comenzaba así una época que duraría diez largos años. Pero a la vecina le gusta, lo único malo es que a veces quiere cambiarme los hábitos que tengo; ella, por supuesto, les llama vicios.

Ni Andrés, ni Agustín, ni Armando, ni Álvaro la conocen; ellos se la tiran, es cierto, pero jamás le han preguntado por el hijo que tiene lejos viviendo con la abuela. Yo sí lo hago de vez en cuando, aunque últimamente prefiero evitarlo; no me gusta ver cómo se le mojan los ojos cuando empieza a describírmelo. Dice que tiene la nariz de Armando, la boca de Agustín, la barbilla de Andrés, la contextura de Álvaro y mi (así dice ella) buen corazón. Desgracia la del niño tener un corazón como el mío; pero a ella le gusta que la inocente criatura tenga mi personalidad. Ay, si supiera que no soy más que un cobarde que pasa lamentándose de la muerte que a todos nos espera y del maldito congelador del chino.

El domingo cuando me lo presentó le dije: ‘Hola, ¿cómo estás?’. ‘Bien’, me contestó. La verdad no supe qué hacer, las manos me temblaron y empecé a sudar, la situación descrita ameritó valor y conciencia de héroe suicida. Y lo peor de todo es que no recuerdo cómo terminó la vaina exactamente, solo sé que la barbilla, la nariz, la boca y la contextura física eran mías.

MÚSICO Y POETA

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