Testigos del caos: las víctimas silenciosas de las protestas en los alrededores de la UP

  • 13/05/2025 00:00
En Veranillo y alrededores, vecinos, pacientes y comerciantes sufren las consecuencias de las protestas, atrapados entre gases, miedo y un conflicto que no eligieron

Cada tarde, cuando el sol comienza a ceder sobre la vía Transístmica, en la comunidad de Veranillo se repite la escena: vecinos sentados frente a sus casas observan en silencio cómo el enfrentamiento entre manifestantes y policías se desata a pocos metros de sus puertas. No alzan pancartas, no lanzan piedras, no gritan consignas. Pero están ahí, en medio del humo, respirando el conflicto.

“Nos sentamos a ver todo. Es adrenalina pura lo que se vive aquí”, comenta una residente que pidió no revelar su nombre. No por timidez, sino por miedo. Miedo a que hablar con un diario signifique convertirse en blanco de represalias. “Si el gobierno lo ve, luego vendrán las consecuencias”, advierte.

Como ella, muchos otros en Veranillo han aprendido a convivir con el miedo. No temen a los manifestantes. Al contrario, en las protestas contra el contrato minero en 2023 los apoyaron como pudieron: vendieron comida, regalaron sopa, compartieron arroz. “Les damos fuerzas como podemos porque ellos son la voz del pueblo y hay que escucharlos”, afirma la fuente.

El temor viene de otro lado: de las bombas lacrimógenas que la policía lanza para dispersar a los protestantes y que terminan colándose por las ventanas de los hogares. “Tenemos niños y adultos mayores. Yo tengo sinusitis y los gases me causan ardor por días”, cuenta. Denuncia también que algunos de esos gases están vencidos y acusa a la policía de usar a la comunidad como escudo. “En vez de protegernos, se esconden entre nosotros”, asegura.

La vida en Veranillo se ha convertido en un ejercicio de resistencia pasiva. No hay elección. Las protestas comienzan cada tarde, justo cuando los vecinos buscan descanso. En lugar de tranquilidad, reciben la furia de un país en crisis. “Hace unos días se tiraron piedras entre policías y manifestantes”, recuerda la mujer, de unos 40 años.

Y aunque apoya las protestas pacíficas —sobre todo las impulsadas por los estudiantes, docentes y administrativos de la Universidad de Panamá—, no puede ignorar el precio que pagan los inocentes. “Estamos a favor de la lucha, pero en contra de la quema de llantas y de los gases que enferman a nuestros hijos”, resume. Su voz es una mezcla de rabia y resignación.

No habla solo por dolor, sino de experiencia. El pasado 7 de mayo las protestas hicieron de las suyas cuando unos encapuchados que se encontraban en los alrededores de la Universidad de Panamá lanzaron piedras a un auto que intentaba escapar de la conmoción.

La suerte pareció escoger un bando esa noche y una menor de cuatro años fue herida y llevada a la Ciudad de la Salud, donde hasta el pasado viernes permaneció conectada a un ventilador en cuidados intensivos. Ayer se reportó la evolución “satisfactoria” de la pequeña y se espera que abandone el centro hospitalario en los próximos días.

El país ha vivido protestas indefinidas desde el pasado 23 de abril, cuando la ciudadanía se lanzó a las calles exigiendo la derogación de la Ley 462 de la Caja de Seguro Social, al igual que el repudio de los panameños con la firma del memorándum de entendimiento entre Estados Unidos y el istmo, y la mina.

Vendedores y pacientes

A pocos kilómetros, en el Complejo Hospitalario de la Caja de Seguro Social, las consecuencias del conflicto también se hacen sentir. El doctor Ricardo Sandoval, director médico del centro, lo explica con cifras: “Normalmente recibimos alrededor de 2.000 pacientes por día, pero durante los primeros días de protesta llegaron solo 1,074. Fue una reducción del 50 %”.

Los pacientes, dice Sandoval, dejaron de acudir por temor a que el hospital estuviera cerrado o por miedo a quedar atrapados en medio de una manifestación. Aunque luego de aclarar públicamente que el servicio se mantenía, el flujo volvió a la normalidad a pesar de que la amenaza persiste.

Y hay más. El diseño del hospital, construido entre los años 50 y 60, no contempla aire acondicionado. Es una estructura abierta. Eso significa que cualquier gas lanzado en las cercanías entra libremente al recinto. “Esto afecta a pacientes y visitantes”, lamenta Sandoval. Tras varias conversaciones con la Unidad de Control de Multitudes, lograron suspender el uso de bombas lacrimógenas en la zona.

No muy lejos de allí, un vendedor de comida relata cómo las protestas le cambiaron la rutina. Prefiere el anonimato, pero accede a compartir su experiencia. “He tenido que cambiar mi horario para evitar cierres de calle y completar la venta del día. A veces termino perdiendo más de lo que gano”, confiesa.

Su puesto, ubicado cerca de la Universidad de Panamá, se convirtió en territorio incierto. En lugar de estudiantes con prisa por almorzar, ahora hay humo, sirenas y pasos apresurados de quienes huyen del conflicto. No es parte de la protesta, pero no puede escapar de ella.

Las huelgas han dado visibilidad a luchas legítimas: la defensa del Seguro Social, el rechazo al memorándum de entendimiento y el repudio al proyecto minero. Pero, en ese mismo proceso, han empujado a la sombra a quienes solo quieren vivir en paz.

En la cuarta semana de protestas en el país, empresarios y comerciantes alertan sobre las pérdidas que afectan al sector productor, turismo, restaurantes y hoteles, y que ponen en riesgo miles de empleos. Por otro lado, algunos colegios han frenado las clases por completo, sin siquiera la modalidad virtual como opción.

La comunidad de Veranillo, los pacientes del complejo hospitalario, los comerciantes ambulantes y la ciudadanía en general: todos son víctimas colaterales de un país que aún no encuentra el equilibrio entre la protesta y el respeto. Viven entre barricadas invisibles, atrapados en medio de una batalla que no es suya, pero que los afecta profundamente.

Y sin embargo, pese al miedo, a la incomodidad y al dolor, muchas de estas personas aún creen en la protesta como herramienta de cambio. “Es un beneficio para todo el país”, dice la vecina de Veranillo. Pero su mirada no oculta la angustia. Quiere un país mejor, sí, pero también quiere respirar tranquila, dormir sin explosiones y ver a sus familiares sanos.

Son las voces que no gritan, pero que también cuentan. Las voces que no están en primera línea, pero que reciben el golpe. Las que, desde el anonimato, le recuerdan al país que toda lucha tiene su costo, incluso para quienes no la libran directamente.

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