Liberalismo del miedo: pensar en los más débiles para controlar los daños

Figura clave en el pensamiento político estadounidense, la teórica política Judith Shklar sostiene que es mejor trabajar por un liberalismo del menor mal, antes que del mejor bien. Apoyándose en la Historia, Shklar propone un liberalismo no utópico que tome en cuenta los peores escenarios posibles, para construir así una sociedad verdaderamente libre
Liberalismo del miedo: pensar en los más débiles para controlar los daños

El liberalismo del miedo es un libro de apenas 78 páginas que contiene una de las ideas centrales del pensamiento de Judith Shklar (1928-1992), teórica política nacida en Letonia y marcada, durante su juventud, “por constantes huidas que llevaron a su familia a emigrar a Suecia, Japón y Canadá, donde finalmente se instalaron, no sin antes pasar por un centro de detención de inmigrantes ilegales en Seattle”.

Shklar era judía y padeció la guerra y el exilio, y si se resalta su experiencia personal es porque sus argumentos a favor del liberalismo del miedo se fundamentan, precisamente, en la sensación de impotencia política de la que son víctimas los perdedores y la “gente insignificante”, es decir, aquellos que viven con miedo a la crueldad, a caer en la miseria social o al horror de encontrarse desamparados.

Shklar empieza su ensayo con una afirmación: Que el liberalismo es una doctrina política, no una filosofía de vida. Y en este sentido nos recuerda que su objetivo primordial es garantizar las condiciones políticas necesarias para el ejercicio de la libertad individual, y que el principal garante de estas condiciones es el Estado moderno, por cuanto “tiene a su disposición los recursos sin igual de la fuerza física y la persuasión”.

La conciencia de que el Estado es dueño de estos medios es lo que impulsa a Shklar a decir que, si de verdad un Estado, y sus ciudadanos, quieren ser liberales, deben aceptar esta realidad innegable y trabajar “en el control de daños”:

Para este liberalismo [del miedo], las unidades básicas de la vida política no son las personas discursivas y reflexivas, ni los amigos ni los enemigos, ni los ciudadanos-soldados patrióticos, ni los litigantes enérgicos, sino los débiles y los poderosos. Y la libertad que desea garantizar es la libertad frente al abuso de poder y la intimidación de los indefensos.

Shklar está planteando aquí su contraargumento frente a lo que ella denomina “los liberalismos comprometidos con la primacía de la conciencia” en su versión protestante o kantiana, es decir, el liberalismo de los derechos naturales y del desarrollo personal. Para esta teórica política, ambas corrientes son utópicas y se basan en la esperanza más que en la realidad tangible que nos proporciona la Historia. ¿Por qué?

Porque el liberalismo de los derechos naturales “busca la satisfacción constante de un orden preestablecido ideal, ya sea de la naturaleza o de Dios, cuyos principios tienen que materializarse en las vidas de los ciudadanos individuales mediante las adecuadas garantías públicas”. El problema con esta concepción liberal es que parte del supuesto de que todos los ciudadanos están en condiciones para reclamar sus derechos; de que cada quien puede salir en defensa de sí mismo y de la sociedad.

El liberalismo del desarrollo personal, por su lado, parte de la idea de que la libertad es básica para el progreso individual, es decir, que “la moral y el conocimiento solo pueden desarrollarse en una sociedad libre y abierta”.

El problema, insiste Shklar, es que ambas nociones son idealistas y olvidan que no todas las personas están en igualdad de condiciones, que en todos los regímenes políticos se pueden cometer abusos por parte de los poderes públicos, y que la Historia ha demostrado, más que conciencia, inconciencia de los seres humanos.

[El liberalismo del miedo] se preocupa por los excesos de los organismo oficiales en todos los niveles del gobierno y presupone que estos son capaces de imponer la carga más pesada a los pobres y los débiles. La historia de los pobres, comparada con la de las diferentes élites, lo deja de sobra patente. La presuposición ampliamente justificada por todas y cada una de las páginas de la historia política es que, a menos que se les impida hacerlo, la mayoría de las veces algunos organismos del gobierno se comportarán en mayor o menor medida de manera ilícita y brutal.

Acto seguido, la autora se detiene a explicar qué se entiende por crueldad. La definición es sencilla: se trata de la deliberada imposición de daños físicos —y en consecuencia emocionales— sobre una persona o grupo más débil, por parte de personas o grupos más fuertes que buscan algún objetivo tangible o intangible. Se trata, pues, de un asunto de poder, y lo que ello significa para el ejercicio de la libertad.

“El miedo que se pretende impedir es el que genera la arbitrariedad, los actos inesperados, innecesarios y no autorizados de la fuerza y los actos de crueldad y tortura habituales y generalizados llevados a cabo por los agentes militares, paramilitares y policiales de cualquier régimen (...). El miedo sistemático es la condición que hace imposible la libertad y viene provocado, como por ninguna otra cosa, por la expectativa de crueldad institucionalizada”.

Shklar, sin embargo, no se limita a las instituciones de gobierno cuando analiza la posibilidad de ejercer la crueldad, sino que también se refiere a las grandes empresas y corporaciones porque las entiende como “organizaciones esencialmente públicas”. En este sentido, defiende el derecho a la propiedad privada —en tanto otorga a los individuos mayores recursos sociales—, pero advierte la necesidad de limitarla porque “sirve a un bien público: la dispersión del poder”, y evita la coerción y la intimidación por parte de aquellos que tienen poder para contratar, pagar, despedir y fijar precios.

El liberalismo debe limitarse a la política y a formular propuestas para contener a quienes potencialmente puedan abusar del poder, para así aliviar la carga de miedo y favoritismos de los hombros de mujeres y hombres adultos, que entonces pueden conducir sus vidas de acuerdo con sus propias creencias y preferencias, siempre que no impidan a los demás hacerlo también.

La autora también incluye en su ensayo las posibles críticas a su postura, deja clara su desconfianza frente a lo que ella llama “las ideologías de la solidaridad” —haciendo alusión a los “regímenes opresivos y crueles de un espanto sin parangón”, alejados totalmente del liberalismo—, y a la necesidad de romper el dualismo razón/emoción, porque el liberalismo del miedo implica darle importancia a lo que sentimos.

El prólogo del libro, por su parte, escrito por el filósofo y sociólogo alemán Axel Honneth, es, en sí mismo, de gran utilidad y riqueza: analiza las similitudes de Judith Shklar con Hannah Arendt, otra gran teórica política —similitudes de origen o históricas, si se quiere, y talento de ambas para la escritura—, pero también establece las diferencias de método en el pensar.

Shklar falleció en 1992 y, como dijimos al principio, padeció la II Guerra y sus atrocidades. ¿Esto convierte a su liberalismo del miedo en una forma superada de pensar y hacer? Tal vez cabría aquí ensayar algunos cuestionamientos. En cómo nos sentimos, por ejemplo, frente a la pandemia y la precariedad laboral. Frente a los fallos de la Corte Suprema de Justicia sobre el matrimonio igualitario y los derechos reproductivos de las mujeres. Frente a la necesidad de organizar una campaña para defender el derecho a la identidad de las personas afrodescendientes. Frente al desmejoramiento consistente en los servicios de salud y educación, y a la calidad de vida en general.

Si miramos cómo se conduce el país, ¿qué tipo de liberalismo tenemos? ¿Es un liberalismo que parte desde el miedo de los de abajo o prefiere el discurso utópico? Dice Shklar: “El liberalismo no tiene que entregarse a especulaciones acerca de cuáles pueden ser las potencialidades de uno u otro, pero si pretende actuar aquí y ahora para evitar peligros conocidos y reales, sí debe tener en cuenta las condiciones políticas reales bajo las cuales viven las personas”.

¿Y cómo vivimos en Panamá? Una última frase de Shklar, para pensar en una respuesta posible: “Produciríamos mucho menos daño si aprendiéramos a aceptarnos mutuamente como seres sintientes (...) y a comprender que el bienestar físico y la tolerancia no son simplemente inferiores a los demás objetivos que cada uno de nosotros puede optar por perseguir”.

Lo Nuevo