Las luces

Actualizado
  • 01/12/2018 01:00
Creado
  • 01/12/2018 01:00
Con una mano saludó a los amigos y cada quien fue a sus deberes

‘Y POR LO MISMO QUE MORÍ UN POCO CON ELLOS'.

A las ocho recibió la orden, no cabían excusas, era asunto de obedecer. El estómago ardía por el hambre y el cuerpo se negaba a la obediencia, culpa de la fatiga. Era un hombre con ruidos que se colocaban hacia afuera desde los intestinos. No había dormido, la subida fue larga y violenta, demasiadas curvas y sorpresas, la mochila y las botas le pesaban. Tomó el arma y fue a hacer posta, forzando los ojos para que no se cerraran, para que estuvieran abiertos, alertas. Oscura era la noche. Con una mano saludó a los amigos y cada quien fue a sus deberes. Otros caían como un fardo en las hamacas, rendidos de sueño y de cansancio. Luciérnagas, mosquitos y otros bichos peleaban por su espacio, sonaba un golpe aquí y otro allá, maldito mosco, no te vas a escapar. De día eran las moscas persiguiendo el olor del poco de comida, un agua transparente con pedacitos de procedencia indefinida, tal vez carne.

No podía fumar, ni siquiera llevaba cigarrillos, quería cumplir, ser un ejemplo de disciplina y voluntad. La fuerza de sus convicciones lo mantuvo de pie todas las veces en que fue necesario. Esa noche, sin embargo, su cansancio era mayúsculo, podía sentir que aún con los ojos bien abiertos estaba dormido. Entonces, cuando el cuerpo se le iba para atrás y luego regresaba hacia adelante, él reaccionaba mandando lejos el cansancio con una palabrota. Pasó un búho y él se mantuvo quieto. Hasta ahora jamás supo lo que era el miedo. El cansancio no deja sitio para nada, ni siquiera para temer. ¿Temer a qué? Todo estaba tranquilo, hasta el recuerdo de la ciudad arrasada había barrido los ruidos que dejaran en un principio en su cerebro, los bombardeos continuos. Acá no llegarían, éste sería el sepulcro del enemigo, acá no pasarían. O si pasaban, tendrían que vérselas con ese puñado de hombres dispuestos a la guerra, dispuestos a hacer la pelea. Una noche a la entrada de la sierra apareció un bulto enorme que fue creciendo día a día por más que diariamente los uniformes, las mantas, las camisas, los trapos, los cigarros, frazadas gruesas, pantalones, botas y zapatillas, medicamentos y bolsas de comida eran puntualmente recogidos. Así supieron que eran bienvenidos, que el pueblo había entendido y los quería. Eran los sobrevivientes. Los cuidaban. Miró el reloj, no pudo adivinar qué hora y qué minuto marcaban las manecillas, se dejaba arrullar por el pequeño tic-tac suavecito que, sin embargo, pensó, podría delatar su presencia. Entonces se le ocurrió mirar para atrás donde, muy lejos, dormitaban y charlaban los amigos. Habían sacado sus linternitas de mano, lo que le pareció algo extraño, no era de lugar y hasta podía ser una imprudencia. Trató de seguir mirando al frente, cumplir su misión, rostro al frente, vigilante. Mas, de reojo pudo ver cómo las luces seguían encendidas, las linternas se multiplicaban, crecían, era un escándalo de luces firmemente fijas en la oscuridad. Caramba, esto sí que es extraño. Al rato, siente que las luces y sus reflejos se proyectan entre los árboles, y no solamente eso sino que vienen hacia él, ¿habrá pasado algo extraordinario? Definitivamente, su sexto sentido le dice que alguna cosa no anda del todo bien, ¿habrá venido el enemigo? ¿Se trata de una emboscada? Antes había dejado pasar a un hombre, saludó con el santo y seña y esperó la respuesta correcta, el otro santo y seña convenido. ¿Será que había logrado infiltrarse el enemigo y ahora todo el grupo era víctima de una emboscada? Ahora sí que desapareció el cansancio, el sueño, la fatiga. Encima de todo, esta maldita lluvia de la sierra, los truenos, los relámpagos, parecía que el cielo se partía. Seguro el río crecía. Esta vez dio la espalda al camino, dejó de vigilar, quería saber qué estaba pasando exactamente. Mil luces diseminadas en medio de la tormenta le hicieron sospechar que los compañeros lo necesitaban. Como pudo, con los mejores métodos aprendidos se fue deslizando hasta alcanzar la cerca, buscó un sitio seguro donde dejar el grueso capote que le impedía andar, fue un esfuerzo tonto, estaba actuando torpemente. Las luces seguían orillándolo, acosándolo, él sintió venir el pánico pero aún así siguió andando, iba al encuentro del enemigo, arma en mano, las luces cerca, millones de luciérnagas, qué raro, le dan la orden y él se detiene, feliz de reconocer esa voz. Sin embargo, bajo la luz de la tormenta el rostro del compañero luce rígido, lo contempla y le increpa: ¡qué hace, por un demonio! Él puede ver detrás de los goterones de lluvia, allí están, lejos, los compañeros, pesados bultos de sueño y de cansancio, unas cuantas luciérnagas, ninguna linterna de mano echando luces, todo ha sido una alucinación. Se restriega el rostro y queda mudo de vergüenza, le quitan el fusil y rompe en llanto, siente que es el deshonor. Lleno de sudor el cuerpo, fría la frente que soportó la fiebre, el hombre cree que despierta. ¡Coño!, dijo en voz alta para darse valor, menos mal que de los malos sueños uno puede despertar. Lo dijo como si fuera cierto. Miró sus piernas a varios metros de él, mas eso le parece natural, las busca, se las pone, siente frío. Puede ver que bajo el torrencial aguacero solamente está él, abrazado a un fusil. Y contra los relámpagos empieza a dar de tiros, eso cree, porque el odio le viene y huyó el pánico, ira y tempestad son una, rompen el dique; porque no puede soportar el estruendo y esas luces volando que todo lo destruyen; porque ha sentido el frío tras el fuego, los muertos y la sangre; porque viene la brutal claridad con que se enfrenta a la verdad total. Cae y sigue tirando, vuelve a mirar sus piernas en medio del camino, rotas. Es que la muerte es un giro interminable, una sucesión repetida del hecho mismo de morir. Así ha podido comprobarlo, así ha sido desde que aquello sucedió. En medio de las ráfagas vuelve la escena a repetirse: su cuerpo que cayó bajo el retumbar de las luces monstruosas, no sabe cuándo, ayer quizás, cuando también caía la ciudad.

POETA Y NARRADORA

‘...de reojo pudo ver cómo las luces seguían encendidas, las linternas se multiplicaban, crecían, era un escándalo de luces firmemente fijas en la oscuridad'.

MORAVIA OCHOA

Escritora, docente y gestora cultural

Reconocida autora panameña con estudios de periodismo y español en la Universidad de Panamá.

Formó parte del grupo literario Gaspar Octavio Hernández, del Frente de Trabajadores de la Cultura y hoy de la Asociación de Escritores de Panamá y de la Fundación Omar Torrijos.

Militante de izquierda, es poeta y narradora, premio nacional de poesía y cuento del certamen nacional Ricardo Miró.

Al momento de la invasión yanqui a Panamá abandonó su cargo en el INAC para no colaborar con el gobierno de ocupación. Retorna como subdirectora nacional de extensión cultural en 1994.

El cuento ‘Luces' aparece en Juan Garzón se va a la guerra (1992), un libro clave para entender el sentir panameño posterior a aquel 20 de diciembre de 1989. ‘Hay que decir lo que el corazón dicta, proyectar el dolor sin subterfugios... en una palabra todas las verdades del ser. Todo es testimonio. Y debe darse sin dudar', dice la autora.

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