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- 20/11/2017 01:00
En octubre pasado, la celebración por el histórico pase de Panamá al Mundial de Rusia 2018 terminó con la Calle 50 convertida en un ‘pataconcito'. Ese día, además de la euforia colectiva y los debates sobre el gol fantasma o el feriado improvisado, las redes sociales se inundaron con imágenes del tiradero que dejaron nuestros compatriotas, lo que terminó de alborotar el gallinero en todas las redes y grupos de Whatsapp. Como era de esperarse, en gran parte de estas publicaciones y comentarios se repetían las expresiones ‘tercer mundo' (o ‘tercermundistas') y ‘la aldea', con el característico toque de superioridad moral que invariablemente las acompaña cuando quien las esgrime se refiere a su propio país.
La relación del ser humano con el lenguaje ha sido ampliamente estudiada por diversas disciplinas como la filosofía, la antropología, la sociología, la neurociencia o la psicología, y es el psicoanálisis el que devela su relación con el inconsciente como elemento fundamental de la psique y de los lazos sociales. Dicho de otra forma, es a partir de una historia hilada desde las palabras como el sujeto (la subjetividad) comienza a conformarse desde la edad más temprana. Queda claro, entonces, que el lenguaje no se agota en una mera capacidad humana determinada por factores biológicos o evolutivos, ni en su condición de sistema comunicativo, sino que es un elemento fundamental en la configuración del ser social y en la vida psíquica de los sujetos; en la transmisión de la cultura y en la construcción de las identidades, sean éstas individuales o colectivas.
Por supuesto, el lenguaje se ha mantenido en permanente transformación desde su nacimiento, de manera que los modos de hablar son construcciones sociohistóricas que se moldean al calor del acontecer político, económico, social y cultural de cada época. Es una suerte de repositorio; una forma de memoria colectiva en la que cada palabra cuenta una historia sobre lo que nombra. En el caso de la expresión ‘tercer mundo', ésta nace en los años cincuenta durante la Guerra Fría como categoría para denominar a los países no alineados (entre ellos Panamá); es decir, aquellos que no se parcializaban con ninguna de los dos grandes superpotencias que se disputaban la hegemonía geopolítica e ideológica: Estados Unidos (el ‘primer mundo') y la Unión Soviética (el ‘segundo mundo'). Tras el desplome de la llamada ‘cortina de hierro' que dividía a los países europeos de oriente y occidente, sellada con la caída del Muro de Berlín, el antagonismo de ambos modelos económicos desapareció, pero la expresión ‘tercer mundo', a pesar de haber quedado desfasada, pasó a convertirse en sinónimo de subdesarrollo. Hoy en día es objeto de controversias debido a sus tintes peyorativos que describen países de ‘tercera categoría', y a pesar de que su uso ha sido desaconsejado por múltiples organizaciones internacionales y por la propia Academia en el ámbito de las ciencias sociales y las humanidades, aún forma parte de las expresiones cotidianas y es común escucharla de líderes mundiales, pero también de los propios habitantes de los países en cuestión.
En ‘El malestar en la cultura', ya Sigmund Freud hablaba de las tensiones entre la cultura y el lenguaje, pero Michel Foucault (en ‘Las palabras y las cosas') y otros intelectuales dieron un paso más al argumentar que el lenguaje es un instrumento de poder. Así, cuando una persona tacha a otra de tercermundista, o cuando se refiere a Panamá como ‘la aldea', reproduce el discurso que han articulado los países dominantes acerca de los nuestros. Quien utiliza estas expresiones demuestra un resentimiento que sitúa la culpa en los habitantes de determinado territorio, mientras ignora las estructuras de poder que se han configurado en la base de su realidad histórica de desigualdad, pobreza y exclusión. En este perenne señalar al otro, pasamos por alto que el desarrollo de los países del ‘primer mundo' precisó del expolio y de la explotación de los pueblos que hoy les rinden pleitesía. Reconocerlo no equivale a buscar culpables ni excusas, sino a conocer y entender las raíces de nuestra condición para poder revertirla.
Si bien es real el rezago económico, social y cultural en Panamá y en toda Latinoamérica, ‘tercer mundo' o ‘aldea' son expresiones de la hegemonía establecida en la modernidad-colonialidad de las superpotencias, además de una reafirmación cotidiana y normalizada de una inferioridad que hemos interiorizado y que define nuestras identidades colectivas. Lo verdaderamente tercermundista es la autohumillación de reconocerse como tal.
COLUMNISTA