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- 11/02/2024 00:00
- 10/02/2024 15:28
Llego a Clarice Lispector así, inocente, huyendo de la lectura difícil, del material denso que te provoca romperlo todo. Quiero leer una historia, me digo, un cuento, una novela, algo que incite eso que estimula la literatura: un viaje al verano, a la música de Escobal, a las tardes simples en el Parque Urracá, lejos de promesas electorales y del hastío de la precariedad.
Elijo uno de sus libros, Lazos de familia. Trece cuentos cortos; no debe hacerse tan demorado, pienso. Abro en la página 23 y encuentro el primero: “Devaneo y embriaguez de una muchacha”. Hay hastío. Una mujer aburrida con su vida conyugal. Una mujer que mira al techo, que se sabe bella y aprovecha la ausencia de los hijos para hacer solo eso: mirar al techo y envidiar ¿otra vida? que se muestra “como el sol preso entre las persianas”, tembloroso en la pared.
Paso al segundo texto, “Amor”. Es otra mujer la protagonista pero esta ya es mayor, con los hijos crecidos. Lleva una vida perfecta, tiene la casa perfecta, mantiene un estricto orden doméstico. Se siente satisfecha por todo lo que ha conseguido; después de todo, ella eligió esa perfecta vida doméstica. Pero sale a la calle y un solo suceso es suficiente para derrumbar ese castillo de naipes que hasta ahora era su felicidad. La vida, apenas una llama pequeña, como de fósforo. Fugaz. Minúscula.
Abandono a Clarice momentáneamente. Está visto que he equivocado mi elección: ha sido la ignorancia, pienso, la que me ha llevado a elegir a esta mujer pensando que me alejaba de lo denso. Necesito descansar de Clarice. O, más bien, de mí misma. Porque si en el primero de los cuentos me adiviné mirando el techo, pensando en los hijos, en el tiempo, el segundo cuento me repelió. ¡Qué vidas tan vacías nos construimos a veces! ¡Cuánto delirio inútil de perfección!
Clarice Lispector nació en Ucrania el 10 de diciembre de 1920, y un año después su familia salió del país para recalar en Rumania, donde consiguieron los pasaportes para viajar a Brasil en 1922. Primero llegaron a Alagoas, en Maceió, y allí mismo adoptaron nombres portugueses. Así fue como Chaya Pinjasovna Lispector pasó a llamarse Clarice Lispector. Cuando tenía cinco años, sus padres se mudaron a Recife y, a los 14, se instaló en Río de Janeiro, donde vivió la mayor parte de su vida. En 2020, y a propósito del centenario de su nacimiento, la editorial argentina Corregidor decidió publicar varios de sus títulos. Lazos de familia forma parte de esta colección.
¿Por qué me inquieta Clarice? ¿Qué tienen esos cuentos suyos que me dejan perpleja? ¡Es que no cuenta nada!, me digo, acostumbrada como estoy a esa estructura de principio, nudo y final. Los cuentos de Clarice transcurren a veces en una sola escena; una sola escena que te va dejando sin respiración porque es en ese espacio donde la protagonista -porque en Lazos de familia la mayor parte de los protagonistas son mujeres- se cuestiona, se pregunta, se acusa, sonríe, se castiga, explota, se da cuenta de su lugar impuesto en el mundo, se harta, se desdice, duda, ama y se imagina... Aunque hay cuentos en los que Clarice nos lleva de la mano hacia una estación de tren, o en un viaje en bus por la ciudad, la mayor parte ocurre en un solo punto que se vuelve remolino y ráfaga. El sofoco que provoca es inevitable. Como cuando en “La invitación de la Rosa” se lee: “La paz de un hombre era olvidarse de su mujer y conversar con otro hombre sobre lo que aparecía en los diarios”. O: “Nadie hubiera imaginado que Laura también tenía sus ideítas”.
Clarice es seca. No hay florituras en sus textos. Como ella misma dijo alguna vez, dicen lo que tienen que decir, y en ese decir se sumerge en cotidianidades que quiebran y abrasan, para retratar la complicada dinámica familiar y social. No hay espacio en sus cuentos para la compasión ni para las buenas maneras. Como cuando Catarina en el cuento que le da nombre al libro, piensa: “Entonces Catarina vio que su madre estaba envejecida y que tenía los ojos brillantes (...). Su madre le dolía, era eso”. ¿Acaso hay algo que abrase más que el dolor que puede provocar una madre?
En 1966, con 46 años, Clarice se despertó en medio de una humareda provocada por un cigarrillo que siguió ardiendo después de que las pastillas para dormir surtieron efecto. De aquello quedó con quemaduras en varias partes de su cuerpo que le causaron varios episodios de depresión. Diez años después, el 9 de diciembre de 1977, murió por un cáncer de ovario, un día antes de cumplir 56 años.