Padre Nuestro
Antes de que oscureciera, papá conversó largo rato con el Tuerto Tiniacos en el canto alejado del portal, sus figuras envueltas en las nubes circulares de sus cachimbas.
Antes de que oscureciera, papá conversó largo rato con el Tuerto Tiniacos en el canto alejado del portal, sus figuras envueltas en las nubes circulares de sus cachimbas.
Cuando el Tuerto se despidió trepado en su caballo, papá vino donde esperábamos mamá, Alex y yo, sentados junto al fogón.
— Vendrán esta noche. Salimos con la luna —dijo mirando sobre nuestras cabezas.
—¿Juancito también? —preguntó mamá con un tono ahogado.
—Prepárelo —contestó papá. Ella inclinó la cabeza, cerró los ojos y se persignó. Era la primera vez que se me incluía en algo de los grandes, y eso provocó un estampido en mi corazón.
Yo quería ir con lo que tenía puesto, igual que Alex, pero mamá se empeñó en que llevara las botas de caucho y un cubre todo de plástico para evitar el sereno de la noche.
Nos despedimos de ella poco después de las nueve. Antes ató en nuestra montura una bolsa de henequén con el termo de café, y cuatro buñuelos que sobraron de la cena.
Papá abrió el portón del potrero y nos dejó pasar a mí y a Alex a lomos del Moro Viejo, él con las riendas y yo sentado al anca. Luego retomó la marcha delante de nosotros con un trote suave sobre su yegua Mulata.
Enfilamos por la orilla hacia el Camino Viejo, justo detrás del terreno donde teníamos el maizal y el corral de encerrar. Nos tomaría unas dos horas llegar hasta La Encantada. Miré hacia atrás y aún me fue posible avistar el centelleo de la lámpara en nuestra cocina. Imaginé a mamá mirando por la ventana.
La idea de papá, nos explicó en el camino, era refugiarnos entre los piñales y esperar que aparecieran los cuatreros. Si no llegaban nos devolveríamos antes del ordeño.
En dos semanas habían sacrificado seis vacas, entre ellas la Monga, una vieja lechera que fue el regalo de mi abuela cuando Alex cumplió 15 años. En dos años, cuando yo tuviera esa edad, también sería dueño de un animal.
Alex fue el primero en notar la desaparición de los animales, luego de contarlos para la vacunación del ministerio. Cuando los veterinarios se fueron, Alex recorrió la finca a pie. Él conocía cada animal, sus mañas y costumbres. Decidió ir hacia donde sobrevolaba una bandada de gallinazos. Solo al adentrarse a los barrancones que daban al río los encontró: un montón de huesos, cabezas y vísceras pestilentes. Hasta allí nos condujo luego a papá y a mí.
Los pájaros, cubiertos de escamas color ceniza, revoloteaban sobre el montón de tripas. Me llevé la mano a la nariz y mi estómago lanzó gruiños. Alex apartó la cabeza tiroteada de la Monga, cavó un hueco en la arena suave y la enterró. Papá y yo nos acercamos por detrás y permanecimos allí agachados al lado suyo sin decir nada.
Avanzamos a través del Camino Viejo. Las cercas arboladas cerraban la oscuridad del trillo y por delante de mí solo distinguía la camisa blanca de papá, sobre la cual apoyaba su escopeta del 28 atada a una cuerda. Observé que eligió el cañón corto para disparar a quemarropa. Alex cargaba en su regazo la suya, una del 20 con bombeo, y yo una del 12 con martillo. Me la regaló papá cuando cumplí seis años y decidió que tenía edad para disparar. Me gustaba cuando él decía que yo tenía el pulso livianito.
Llegamos a La Encantada poco antes de la medianoche luego de vadear el río María por su parte baja. Ese camino hacía imposible que alguien nos viera aproximar. De todos modos me pareció extraño entrar por allí, como si los intrusos fuéramos nosotros.
Echamos un vistazo desde la loma más empinada de la finca y todo parecía normal: el ganado descansaba bajo la penumbra de los corotús.
Luego bajamos hasta los piñales, amarramos al Moro Viejo y a Mulata un poco más allá y nos pusimos a cubierto sobre el pasto en medio de esos arbustos. Alex continuaba sin hablar; estaba así desde que enterró la cabeza de la Monga. Solo parecía interesado en los mecanismos de su escopeta. Miré hacia arriba y comprobé que no había una sola nube en la claridad azul de la noche. El rocío comenzaba a cubrir el pasto, las hojas de las plantas y nuestras ropas. Metí las manos dentro del cubre vestido y pensé en mamá.
Un rato después tomamos café caliente por turnos y luego me quedé dormido con la cabeza apoyada sobre las piernas de Alex. Nadie comió buñuelos.
No sé cuánto tiempo había pasado cuando escuchamos el disparo y enseguida un mugido ahogado. Desperté sobresaltado, con la mano de Alex cubriéndome la boca. Papá hizo señas de que el sonido provenía desde el mismo lugar donde encontramos los restos de los primeros seis animales. Cargamos las escopetas y caminamos hacia allá, guiados por él.
Descendimos la pendiente despacio, y en un momento me sujeté al cinturón de Alex para no resbalar. Él me dedicó una mirada de furia. Yo me señalé las botas de caucho.
Al llegar a la parte baja nos ubicamos detrás de una cortina de bambús silvestres. Desde allí vimos a los tres hombres. Dos de ellos faenaban con rapidez al animal explayado sobre el cascajo oscurecido por la sangre. Uno, del tamaño de Alex, desprendía la cabeza con un hacha roma, mientras el otro, de camisa roja, separaba las tripas maniobrando un cuchillo alargado. El tercer hombre, con camisa a cuadros y pantalones gastados con revólver al cinto, miraba a unos metros de distancia, con la pierna apoyada sobre una roca redonda.
Papá hizo señas a Alex para que se acer
cara a los hombres desde la derecha, y a mí por el otro lado. Él los sorprendería hacia el centro, donde estaba el animal.
Los tres caminamos hacia adelante, al mismo tiempo, quedando todos a unos metros de los hombres.
—Deje ese animal tranquilo —dijo papá con una voz seca y pausada, apuntando su escopeta hacia el suelo.
Los hombres abrieron los ojos y parecieron prestos a pelear, muy alertas. El del revólver desenfundó con agilidad y, en el instante en que apuntó al pecho de papá, tronó un disparo, un relámpago seco y alargado que confundí con mi latidos precitados. Los faenadores se lanzaron aguas abajo, hacia la oscuridad.
Papá se movió hasta donde estaba yo y con cuidado hizo que apuntara mi escopeta hacia el suelo; luego apretó mi hombro con su mano. Sentí dolor en el dedo de disparar. Alex miraba el cuerpo, inmóvil sobre la roca redondeada, en una posición incómoda.
Nos acercamos al hombre y vi que aún sujetaba el arma. La parte alta de su nariz y el ojo izquierdo habían desaparecido.
Mis rodillas continuaban moviéndose, y aún resonaba atrapado entre mis oídos el chasquido metálico de mi escopeta.
Luego escuché a papá murmurar, hincado frente al cuerpo, y enseguida Alex y yo nos unimos en un lamento a tres voces:
—... que estás en los cielos / santificado sea tu nombre / venga a nosotros tu reino...
Autor
Manuel D. Bravo
Es periodista y consultor en asuntos públicos con 20 años de experiencia nacional e internacional. El jurado del Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró 2019, Sección Cuento, recomendó al Ministerio de Cultura la publicación de su libro inédito “Distintas maneras de existir”, por “sus piezas de variados temas y destacada ejecución”.
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