Escalera de color al delirio

Actualizado
  • 30/08/2009 02:00
Creado
  • 30/08/2009 02:00
Esto podría ser el relato de cuatro días en la vida normal de Las Vegas, si no fuera porque la palabra normal es probablemente el adjeti...

Esto podría ser el relato de cuatro días en la vida normal de Las Vegas, si no fuera porque la palabra normal es probablemente el adjetivo más desafortunado de cuantos ofrece el diccionario para describir la vida en esta ciudad del pecado levantada en un oasis del desierto de Mojave, Nevada, al suroeste de Estados Unidos. En estos cuatro días en Las Vegas, el taxista de origen armenio Armenag Mazleman se estudió a conciencia la biografía de Julio Iglesias en la Wikipedia –incluida su etapa de portero en los juveniles del Real Madrid– antes de asistir solo, previo pago de 89 dólares, a uno de los dos recitales que ofreció el madrileño en el Hotel Hilton. Algunos disfrutaron del fin de semana de sus vidas, otros gastaron ahorros que nunca debieron haber tocado. Alrededor de cuatro personas se suicidaron. Y un ciudadano oriental, comiendo solo en un restaurante chino de un hotel, lloró desconsoladamente justo después de hablar por teléfono fingiendo normalidad con su mujer y con su hijo. Decenas de estadounidenses obesos recorrieron en silenciosos carricoches eléctricos kilómetros de pasillos cubiertos de moqueta ignífuga de algunas de las más de 1.700 salas de juego que hay en la ciudad. Cientos de turistas en bermudas preguntaron a otros turistas , en las inmediaciones del Bellagio, a qué hora se podía ver el famoso espectáculo de las fuentes del hotel, inmortalizadas en la película “Ocean’s eleven”, y obtuvieron decenas de respuestas diferentes. Empresas que se anuncian en enormes letreros en la calle despacharon un número indeterminado de prostitutas a domicilio “en menos de 20 minutos”.

Hablamos de cuatro días de un mes, junio de 2009, en el que más de tres millones de personas pagaron una media de 97 dólares la noche por ocupar alguna de las 140.000 habitaciones de hotel de que dispone esta ciudad de poco más de medio millón de habitantes. Casi el doble de las plazas hoteleras de la ciudad de Nueva York, que tiene 8,4 millones de habitantes. Un mes en el que se facturaron unos 750 millones de dólares por juegos de azar en el condado de Clark, al que pertenece Las Vegas. Una mañana de esos cuatro días, un ejército de comerciales del negocio de las máquinas de bronceado, procedentes de todos los rincones de la costa Oeste, llegaron al Hotel Río para vivir una noche infinita con la excusa de asistir a la “2009 West Coast Tanning Expo”, una de las 22.000 convenciones que acoge cada año la ciudad. Y unos cientos de metros de pasillos enmoquetados más adelante, en los mismos bajos del mismo mastodóntico hotel, repartidos por una sala de convenciones del tamaño de un campo de fútbol y medio, cientos de jugadores, agrupados en mesas de 10, disputan la 40ª edición de las series mundiales de póquer. Las “World Series Of Poker” (WSOP), que se celebran cada año en Las Vegas, son algo así como la “Superbowl” de este juego. Empezaron en 1970, cuando Lester Ben Benny Binion, propietario de casinos y entusiasta del póquer con un extenso historial delictivo, juntó en una mesa a siete de los más reputados jugadores para coronar a uno de ellos como el campeón mundial de póquer. Eran jugadores tejanos que se ganaban la vida en timbas celebradas en las ahumadas trastiendas de las polvorientas carreteras secundarias del circuito sureño.

Aquello fue el embrión de una competición que en la actualidad dura dos meses y consta de 57 eventos. Un torneo en el que el año pasado se inscribieron 58.720 jugadores de 124 países y se repartieron más de 180 millones de dólares en premios. Su crecimiento es el reflejo del sorprendente resurgir que está viviendo el póquer en los últimos años. En los casinos de Las Vegas, el póquer es el único juego entre los clásicos que ha subido en volumen de juego entre 2004 y 2008, según un estudio del “Center for Gaming Research” de la Universidad de Nevada. Las tragamonedas han bajado un 4%; el blackjack un 6,6%; los dados, un 5,9%. Y el póquer ha subido nada menos que un 89%. El boom se debe, fundamentalmente, a dos factores: Internet y la televisión. Desde que el canal de deportes estadounidense ESPN retransmite las series mundiales, la popularidad del póquer se ha disparado. Según un artículo de “The Economist” de diciembre de 2007, el póquer es el tercer espectáculo más visto en la televisión por cable en Estados Unidos, después de la liga de fútbol americano y las carreras automovilísticas del NASCAR. “Las WSOP son ya una de las marcas más admiradas del mundo del deporte”, explica Jeffrey N. Pollack, de 45 años, comisionado de las WSOP. “Un total de 75 millones de estadounidenses lo ven cada año en televisión, y 150 millones en todo el mundo”. En España, Antena 3, Tele 5, La Sexta y Canal + Deportes han incluido en su parrilla distintos programas de póquer.

EL PÓQUER PROFESIONAL

El póquer profesional del siglo XXI en Estados Unidos posee todos los ingredientes de un fenómeno pop. Tiene sus códigos propios, sus leyendas, sus medios especializados y hasta su particular star system.

A él pertenece Daniel Negreanu. En Estados Unidos es una figura pública, en estos círculos, una deidad. Se monta una pequeña revolución cuando entra en las salas de la competición. Negreanu no va directo a su mesa, elige el camino largo. Se pasea por entre los otros centenares de mesas despertando aplausos y aullidos de cowboy. Se detiene, bromea, saluda a los conocidos; es un experto en entretener.

Una mujer madura le aborda entre las mesas. Le tiembla ostensiblemente el pulso. No le salen las palabras. Apenas es capaz de hacerle comprender que desea que le firme una baraja de cartas. Negreanu tiene una foto con Obama. Sus partidas, en las mesas importantes de las “World Series”, son seguidas en vivo por decenas de freaks silenciosos. La prensa especializada anota sus movimientos. Él es todo un personaje. Inquieto, pero respetuoso y simpático. Y eso que no está en un gran día. Está en la ronda anterior a la mesa final y tiene veinte veces menos fichas que el que más tiene de la mesa. Nada de eso parece preocuparle. Hay 445.000 dólares en juego. Pero esto no es más que un calentamiento para el main event.

Las partidas se suceden constantemente entre las once de la mañana y la una de la madrugada. Pasean entre las mesas camareros con agua y Red Bull; y señoras, armadas con cojines, que ofrecen masajes in situ. En los torneos de póquer, cada jugador empieza con el mismo número de fichas y se juega hasta que todas acaben en manos de un solo jugador. No se puede recomprar fichas. Cuando las pierdes todas estás eliminado. A medida que los jugadores van cayendo, los restantes se van concentrando en menos mesas. Hasta que sólo queda la mesa final. Aquella donde se juega el prestigio y el dinero de verdad. Existen muchas modalidades de póquer, pero la que se juega aquí, y la más popular en casinos e Internet, es la llamada Texas hold’em. Un póquer abierto en el que se descubren cinco cartas comunitarias y se reparten dos a cada jugador.

Las Vegas es la ciudad que más brilla en la tierra vista desde el espacio, por los 25.000 kilómetros de tubos de neón que adornan sus calles. Difícil de imaginar cuando, el día de Navidad de 1829, el explorador mexicano Rafael Rivera puso el primer pie no indio en este oasis que acabó convirtiéndose en parada de comerciantes y buscadores de oro. Hoy, aquí se levantan descomunales hoteles casino, construidos en los ochenta, pensados para que el visitante pueda dormir, comer, jugar, beber, cenar y volver a jugar, sin saber si en el exterior es día o noche, si hace calor o frío, si llueve o brilla el sol. Hoteles con miles de habitaciones que albergan todos los delirios arquitectónicos que uno pueda concebir. Reproducciones a tamaño real del canal de Venecia, la Estatua de la Libertad, la torre Eiffel, de una pirámide egipcia en cuyo interior cabrían nueve aviones Boeing 747. Y un poco más allá, el desierto. Allí donde el 14 de junio de 1986 el jefe mafioso Frank Lefty Rosenthal enterró vivos a su socio Anthony ‘The Ant’ Spilotro y a su hermano, después de destrozarlos a batazos de béisbol, tras descubrir que ‘The Ant’ se entendía con su mujer. Una escena inolvidablemente llevada al cine por Martin Scorsese en Casino. Bajo la noche de Las Vegas ya no está Elvis Presley consumiendo patéticamente sus últimos días, hinchado de anfetaminas, en un escenario del Hilton. Pero tiene algún orgulloso sucesor como Ron de Car, propietario de “Viva Las Vegas Wedding Chapel” desde hace 10 años. Ron celebra decenas de bodas al año (300 parejas se casan cada día en Las Vegas) vestido de Elvis, con su Cadillac rosa de 1964, a cambio de 777 dólares por enlace, 100 más si se añade algún otro personaje.

Tampoco está el mafioso Bugsy Siegel en su oficina blindada con paredes de acero del Flamingo. Pero está Bryan C. Keith, con dos hijos en el Ejército y un hogar en el que “se adoran las armas”, ejerciendo impecablemente su trabajo de instructor de tiro en “The Gun Store”, en el 2900 Este de la avenida Tropicana. Un lugar donde cualquier persona puede disparar cualquier arma. ©ELPAIS.SL.

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