Y es panameño

Actualizado
  • 08/08/2010 02:00
Creado
  • 08/08/2010 02:00
Y a el gran filósofo Conan el Bárbaro, (no el esteroizado cinematográfico gobernador de California, sino el personaje literario de Rober...

Y a el gran filósofo Conan el Bárbaro, (no el esteroizado cinematográfico gobernador de California, sino el personaje literario de Robert E. Howard) dijo en cierta ocasión una frase que es una gran verdad: "los pueblos salvajes suelen ser más corteses que los civilizados, porque saben que no pueden correr el riesgo de ser maleducados sin que les partan la cabeza" y eso en Panamá se cumple letra por letra. La gente en Panamá es civilizada y maleducada. Escasa violencia y mucho descaro.

Enseguida llegará alguien que me diga: "en España también’ y yo les diré: ‘mal de muchos, consuelo de estúpidos’. Se ve la mala educación en la vendedora que te chupa cuando le preguntas por la talla M de la camisa que te gusta, en el camarero que te tira las cosas en la mesa, esperando al final, obviamente, la propina.

Y también en el fresco (o la fresca, que esto de los malos modales no discrimina sexos) que se te cuela en la fila, o en el imbécil que adelanta la fila kilométrica por el hombro y luego se cabrea cuando tú no le das espacio para incorporarse a la circulación.

Generalmente, y no voy a redundar en el hecho, puesto que es queja habitual y tema sopeteado por unos y otros, las personas que brindan un servicio al público suelen tener la actitud de que te están haciendo un favor, ni siquiera en aquellos lugares donde la gerencia, tratando desesperadamente de atraer clientes pega el consabido letrerito de ‘El cliente es nuestra razón de ser’ a la vista de todos los empleados logran que te sonrían.

Pero ¡albricias!, hoy quiero hacer un homenaje. Con mi despiste orientativo usual andaba perdida, dudando si tenía que doblar en la próxima calle o no, recorría Calle Cincuenta cuando un pitido estridente me avisó de que si no echaba algo combustible en el tanque no iba a poder llegar a mi destino, así que paré en la primera gasolinera que se me puso a tiro.

Coloqué el carro en posición y ví por el retrovisor acercarse al empleado, bajé la ventanilla mientras él se asoma y entonces ocurrió, me quedé pasmada, obnubilada, epatada, con la boca abierta y sin poder articular.

El pobre, sin dejar de sonreír, tuvo que repetirme la pregunta mientras yo trataba de coordinar mi cerebro con mis manos, apagar el motor y asimilar el hecho asombroso. ¡El hombre era un dechado de amabilidad!, pero de amabilidad genuina, de esa que notas que es de verdad, de persona orgullosa de hacer su trabajo y hacerlo bien, de persona a la que no le molesta servirte, porque para eso le pagan, y que no se siente ni más ni menos que tú.

Con una sonrisa me dio los buenos días y me preguntó, con todas las palabras, qué necesitaba. Cuando logré balbucear el monto de diesel me puse a pensar, no dudo que haya muchos otros como este señor en Panamá, de que los habrá los habrá, pero yo nunca me había topado con uno. Servicial sin ser agobiante, y amable sin ser lambón.

O sea, lo que deberían ser todos, y no, fíjense ustedes, no era colombiano, que seguro es lo que muchos de ustedes están pensando, era del patio, por el deje ‘jondeao’ podría adivinar hasta de qué parte del interior del país. Salí de la estación de servicio todavía sin dar crédito, y mirando para atrás se me ocurrió que era una cámara indiscreta.

En esta columna no quiero volver a protestar por lo que todo el mundo se queja, sino reconocer el buen servicio porque la sonrisa que me quedó en la cara me duró el resto del día, así que ¡gracias, Augusto!

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