La negación de los paradigmas

Actualizado
  • 17/04/2011 02:00
Creado
  • 17/04/2011 02:00
Para el célebre escritor nigeriano Chinua Achebe, África siempre ha sido visto como un lugar donde las cosas son extrañas, bizarras e il...

Para el célebre escritor nigeriano Chinua Achebe, África siempre ha sido visto como un lugar donde las cosas son extrañas, bizarras e ilógicas, y donde la gente no hace lo que dicta su sentido común. ‘África’, concluyó, ‘no es visto como un continente serio’.

Achebe no anda muy desorientado. La cultura occidental suele mirar al resto del mundo como algo extraño, por no decir inferior, y tiene estereotipos para todos, desde el árabe hasta el latinoamericano. Lo que describe Achebe se podría considerar como ’Africanismo’, esos anteojos monolíticos y simplistas que nos ponemos para intentar entender el África subsahariana. La realidad, sin embargo, es totalmente opuesta. Parafraseando a Ryszard Kapuscinski, África, salvo en el sentido puramente geográfico, no existe. ‘El continente es demasiado grande para describir. Es un auténtico océano, un planeta aparte, un cosmos variado e inmensamente rico’, escribió el polaco.

EL GIGANTE DE GIGANTES

Establecer este contexto es importante para entender a Nigeria, país que ayer celebró sus elecciones presidenciales. Con 150 millones de habitantes, Nigeria es el país más poblado de África y el séptimo más poblado del mundo. Para hacernos una idea, aproximadamente una de cada cinco personas de raza negra es nigeriana. Para complicar la cosa un poco más, su población está compuesta de más de 250 grupos étnicos, y a grandes rasgos se puede dividir entre un norte musulmán y un sur cristiano, con poblaciones casi iguales. En palabras del político Obafemi Owolowo, ‘Nigeria no es una nación sino una expresión geográfica’. Si bien las palabras de Owolowo pueden ser aplicadas con mayor o menor precisión a casi todos los países de la región, ninguno tiene las dimensiones nigerianas. Nigeria es una exageración, una India africana pero con fronteras impuestas. Un dato basta para establecer la artificialidad del país: su nombre, que viene del Níger, río que atraviesa el país, fue acuñado por Flora Shaw, la esposa de un administrador colonial británico.

Suele decirse que lo que mal empieza, mal termina, y la historia nigeriana parece seguir esta máxima al pie de la letra. Desde su independencia en 1960 pasó por todas las calamidades imaginables. Una cruenta guerra civil (Biafra) y hasta cinco golpes, contragolpes y recontragolpes de Estado azotaron al país hasta que en 1999 la democracia hizo una tímida, pero aparentemente duradera, aparición. Pero ni guerras ni golpes lograron solucionar el problema existencial del país, la convivencia entre cristianos y musulmanes dentro de la misma unidad política. Por si fuera poco, la insurgencia en el Delta del Níger—la zona petrolera del país—y en los estados del norte, sumado a una endémica corrupción y una miseria dramática completaban el panorama.

DEMOCRACIA A MEDIAS

Para 1999, sin embargo, las élites nigerianas ya habían aprendido un par de cosas sobre política y clases sociales. Reflejo de esto, el PDP (Partido Popular Democrático) era el amo absoluto de la política local (es el partido político más grande de África). Pero si bien el PDP no entendía de diferencias étnicas ni religiosas, era incapaz de borrar la realidad económica del país. El norte, extremadamente pobre, no había confiado nunca en el sur. Ésta desconfianza provocaba una ansiedad por el control político del país. No era casualidad que la mayoría de los dictadores nigerianos vinieran del norte.

Las élites pactaron que la presidencia y vicepresidencia se alternarían, al estilo de lo que se hace en Líbano o Bosnia-Herzegovina. Así, el ex dictador Olusegun Obasanjo, cristiano, ejerció la primera presidencia y gobernó hasta que las elecciones de 2007 pusieron a Umaru Yar’Adua, musulmán, en el poder.

El pacto político se llevó un golpe desde donde menos se lo esperaba: la salud del presidente. En mayo de 2010, Yar’Adua murió en Abuja, la capital nigeriana. Su vicepresidente, el sureño Goodluck Jonathan, ya había asumido oficialmente el poder en febrero. El mundo contuvo la respiración ante la posibilidad de que Jonathan presentara su candidatura a la presidencia. Después de todo, los norteños debían permanecer en ella hasta 2015. La estabilidad del gigante de gigantes africano y uno de los dos mayores productores de petróleo del continente estaba en juego.

Jonathan anunció su candidatura en septiembre, y en enero se presentó a las primarias del PDP, venciendo a su oponente, el norteño Atiku Abubakar, con el 77% de los votos. La situación enfureció a muchos pesos pesados del PDP, que decidieron abandonar el partido y apoyar a otros candidatos de la débil oposición. Ganar unas primarias del PDP en Nigeria significa tener pie y medio en la presidencia. El pacto se había roto y la caja de Pandora se había abierto.

EL GOLPE MAESTRO DE JONATHAN

Pero antes de anunciar su candidatura, Jonathan—en una maniobra que quizá termine siendo histórica—había decidido revolucionar el sistema electoral nigeriano. Hasta estas elecciones—que se iniciaron con las legislativas del pasado sábado—todos los procesos electorales nigerianos habían sido calificados internacionalmente como poco menos que una farsa. La ’democracia’ nigeriana era eso, una palabra entre comillas. Jonathan nombró como jefe de la Comisión Electoral—el puesto sobre el que pivotaba la corrupción electoral del PDP—al respetado académico Attahiru Jega y le otorgó 580 millones de dólares para organizar las elecciones. En sólo seis meses, Jega elaboró un registro minucioso de los 73.5 millones de votantes (eliminando de las listas a personajes como Nelson Mandela o Bob Marley), mandó a imprimir las papeletas en el extranjero e instituyó un sofisticado sistema que muchos ’africanistas’ occidentales juzgaron sería demasiado difícil para el electorado, acostumbrado a unas elecciones corruptas y violentas.

Estaban equivocados. Las elecciones legislativas nigerianas están siendo alabadas en todo el mundo por su alto nivel de transparencia. Además, la audaz jugada de Jonathan parece estar avivando la diversidad democrática del país: el PDP ha perdido terreno en el parlamento, si bien conserva la mayoría para gobernar. Ése fue el panorama con el que acudieron los electores a las urnas ayer. Todo parece indicar que Jonathan será el presidente de Nigeria hasta 2015, ya que los últimos reportes confirman que las negociaciones entre los dos principales opositores, el ex dictador Muhammadu Buhari y el ex zar anti-corrupción Nuhu Ribadu—ambos musulmanes—no han producido un acuerdo para unificar fuerzas.

Curiosamente, las elecciones nigerianas, fascinantes por dimensiones y complejidad, no figuraron prominentemente en la agendas noticiosas, quizá enterradas por la violencia en Libia y alrededores. Pero quizás también enterradas, para bien, por su contradicción al paradigma ’africanista’. Con los precedentes recientes de Zimbabue, Kenia o Costa de Marfil, ¿qué es una elección africana sin muertos y masacres?

He ahí lo importante del asunto. La maestría con la que Jonathan ha manejado la muerte de Yar’Adua y el proceso electoral subsiguiente son sin duda un paso adelante en la historia de Nigeria, un país que siempre parece caminar al borde de la anarquía para luego recuperar el equilibrio. Nigeria, el más grande acto de malabarismo etno-religioso-nacionalista que la época colonial ha dejado en África, sigue sorprendiendo a propios y extraños, y probando que quizá todas las naciones son, en efecto, alucinaciones.

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