Patriotismo con sabor a carne frita

Actualizado
  • 06/10/2013 02:00
Creado
  • 06/10/2013 02:00
‘África no existe’, escribe Kapuscinski en su libro Ébano. Se refiere, claro, a la imposibilidad de reducir tanta diversidad a una palab...

‘África no existe’, escribe Kapuscinski en su libro Ébano. Se refiere, claro, a la imposibilidad de reducir tanta diversidad a una palabra. Lo mismo se podría decir de los países, de las personas, de los balbuceos que desde pequeños vamos transformando en conceptos con aparente significado. Mi país, por ejemplo, no existe. Aquí vivo pero no existe. Si mi país no existe, tampoco yo. No creo en las patrias, supongo. Escribirlo a rajatabla es un riesgo en esta tierra de discursos patrioteros y golpes de pecho muy a lo alcanzamos por fin la victoria… este mundo feraz de Colón. ¡De Colón! ¿No habrá sido mejor ‘Este mundo feraz de toda la humanidad’, o ‘Este mundo feraz de nadie?’ No, tenía el mundo que pertenecer forzosamente a un personaje cuya nacionalidad, a propósito de estigmas, no conocemos a ciencia cierta.

Me detuve aquella tarde en una gasolinera y me comí un bisté de cinta en un restaurante tan patria. Bien, las patrias, repito, no existen, pero el restaurante era un pedazo de mi tierra. También la señora de carnes colgantes y rostro grasoso que con una sonrisa me sirvió el bisté de cinta. Si las patrias existieran esa señora lo sería. En la televisión del restaurante pasaban fútbol. El Madrid le llevaba la ventaja al Barça y en ese momento nadie era panameño. Todos eran madrileños o catalanes. En fin, diente al bisté. Mientras comía, recordé las palabras de Juliana, amiga de toda la vida, quien me ha dicho en repetidas ocasiones que debo comer mejor, que ya se me nota un poco la panza.

Juliana es joven, bella. No sé por qué sigue siendo mi amiga. Miento, sí lo sé. Cree en mí, cree en las patrias. Juliana es maestra, canta el himno nacional junto a los niños de la escuela cada lunes. Yo me enamoraría de ella si fuera uno de sus estudiantes. Pero los niños de hoy van como muertos, medicados para combatir el déficit atencional. Los he visto, con la baba afuera y el alma zombi.

Juliana sufre por eso, pero no puede luchar contra esos padres modernos a los que les han vendido la enfermedad y la droga que la cura. Juliana es buena muchacha, pero es débil, no tiene poder. Es ingenua. Tiene esperanza. Todavía cree en el amor, en las buenas intenciones y para colmo le gustan los versos. A Juliana le preocupa que yo deje de escribir, pues hace unos días le confesé que quería dejar de hacerlo. Me dijo muy seria y amenazante: ‘Ni se te ocurra abandonar la poesía, eres poeta de la patria’.

Y yo pensé: ‘¡Y dale con lo de la patria, coño, que se vaya pa’l carajo junto con la poesía!’. Pero, claro, no le dije nada a Juliana porque es muy sensible. Cuando me acabé el bisté, escribí un verso que ella al principio no entendería. Es este: El olor a carne frita/ me hace sentir en casa. ‘Lo que pasa, Juliana —yo le explicaría—, es que mi madre hacía la carne frita más deliciosa del mundo y tal vez (solo tal vez) eso era para mí la patria’. La algarabía me sacó de mis cavilaciones: El Madrid acababa de anotar. Los franquistas ganaron esa tarde. Patria. Regresé al carro. Seguí mi camino a la ciudad.

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