Sueño recurrente

Actualizado
  • 08/12/2018 01:00
Creado
  • 08/12/2018 01:00
Había querido librarse de ese sueño haciendo extensos recorridos por la playa. Trenzaba sus largos cabellos, programaba las actividades del día. 

El mar golpeaba con fura y el entrechocar de los botes no la dejaba dormir. El viento traía con fuerza esa canción de Osvaldo Ayala desde la cantina situada a dos cuadras y cuando empezaba a dormitarse el viento la desvanecía mar adentro. La noche la asediaba con aquel sueño recurrente. Soñaba que un enorme helicóptero verde se posaba suavemente sobre el techo de su casa. Un hombre, rubio y hermoso salía de él, la tomaba con delicadeza entre sus brazos y luego, juntos, ascendían a la nave, se alejaban y ella dormitando, miraba como el pueblo se empequeñecía, cada vez más lejano, desapareciendo.

Había querido librarse de ese sueño haciendo extensos recorridos por la playa. Trenzaba sus largos cabellos, programaba las actividades del día. Se detenía a observar su cuerpo en donde el sol había definido su escote, dejando blancos los sitios tocados, pero sensibles, perceptivos, tensos y despiertos, al roce de las olas y siempre alerta cuando venía aquel sueño recurrente.

Ese día el sol irrumpió ubicándola en su realidad. Se puso su blusa blanca y su falda azul, tomó la calle principal y llegó en el momento preciso para subirse al bus que la llevaría de Veracruz a la ciudad de Panamá.

Una cálida mezcla de olores, entre lociones y ropa limpia terminó de despertarla. Le agradaba. Todos los días hacia ese recorrido y siempre lo sentía como una nueva aventura. Conocía a todos sus ocupantes, entablaba conversación con ellos. Recibía los piropos, advertía sus miradas furtivas y sonreía para sus adentros.

Pero aquella mirada la traspasaba, la acompañaba siempre en su recorrido. Julián no dejaba de mirarla con su bolsa Adidas colgada en su hombro. Sus ojos color aceituna resaltaban en su cara curtida por el sol. Su presencia le devolvía recuerdos de rio, profundidades húmedas, hierba de campo recién cortada. Le gustaba ese colectivo de caras sonrientes. Se acomodó junto a la ventanilla y esperaba con ansiedad el paso por el Puente de las Américas. Contaba los pequeños veleros, admiraba los grandes trasatlánticos y su imaginación volaba hacia ciudades lejanas en donde encontraría hombres con olor a Gucci, a Brut, con miradas Malboro como se veían en los comerciales de la TV. El paisaje parecía el mismo y a la vez cada día era distinto.

Había nacido en Pedasí. Llegó a Veracruz alterminar la secundaria. Una amiga le alquiló una modesta habitación. Acudía a la ciudad a un modesto trabajo que le permitía estudiar en la Universidad y de vez en cuando ayudar a sus padres.

Pero, de vuelta a casa su viaje cotidiano se ensombrecía. Era aquel maldito ALTO. Aquel maldito STOP. Esa garita la tenía que pasar todos los días, junto a la barraca de los soldados, en esa base cuyo nombre nunca pudo pronunciar correctamente: Oward, Jowar, Howard. Dentro del bus todo hacia un alto. Los ojos risueños, el chiste a medio decir, el beso de la pareja en el último asiento. Se sometía al registro. Veía el rostro adusto de sus compañeros al abrir sus portaviandas y sus carteras. Pero el que más e impactaba era el de Julián. Sus músculos se tensaban, su cuerpo ágil dispuesto a saltar, la miraba y luego abría su maletín Adidas a aquel soldado vestido de verde que ordenaba en lengua extranjera y los humillaba.

Desde niña le habían contado historias tristes sobre el Canal. Imágenes de viejas películas pasaron por su mente. Corea, Vietnam. Nombres lejanos pero ya familiares. Recordó los cuentos de sus padres sobre los paracaidistas en Chame que caían en los patios de las casas, la base vieja de Rio Hato y los constantes abusos a los trabajadores. Pero una inquietud le recorría el cuerpo. Aquel sueño recurrente estaba allí. El viaje se reinició y los rostros permanecieron serios y callados.

Nuevamente el bus se detiene inesperadamente.

Escuchó una voz. Julián gritaba:

-¡Un solo territorioo!!!.

-¡Una sola bandera!, contestó el coro, y una ráfaga de ametralladora lanzada al aire silenció al grupo.

El vehículo continúo su marcha. Al llegar corrió a casa. Miró las fotos de su padre que le trasmitían confianza, protección, seguridad.

El sueño la dominó. Un estrépito la despertó y alcanzó ver como las hojas del zinc volaban y los objetos salían succionados por un violento torbellino. Allí estaba. Un enorme pájaro metálico se balanceaba en el rectángulo. Aterrada vio ese rostro, el hombre del sueño.

La miraba con sus ojos azules desde el aparato detenido a poca altura. Tomó conciencia de que no era un sueño, corrió alejándose del estallido.

Un abrazo la detuvo en su desaforada huida. Julián, el de los ojos color aceituna, la miraba con ternura, mientras que sonriente acariciaba su maletín Adidas, en donde oscuras y redondas piedras reposaban, lisas y grandes como aquellas bolas perfectas que lanzadas en el campo de beisbol de su pueblo le traían el cálido recuerdo de jonrones aplaudidos, porque era igualitas a las que se enredaron en las aspas de ese helicóptero vuelto cenizas y como su sueño recurrente, fuera de combate

DOCENTE, ESCRITORA Y PERIODISTA

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