Pro mundi beneficio

Actualizado
  • 03/02/2019 01:00
Creado
  • 03/02/2019 01:00
Panamá acaba de terminar de despertarse del revuelo de la marea juvenil católica.

Me gusta viajar. Creo que ya lo he dicho. Me gusta el sentimiento que me embarga en los aeropuertos y ese rebullir interno mezcla de ansiedad y melancolía cuando vas dejando a la espalda los kilómetros. Pero me gusta saber siempre dónde están mis raíces, donde están el arraigo y los afectos para poder regresar a sabores y a olores. No. Me he equivocado, no me gusta sino que lo necesito. Necesito reposar entre lo conocido para luego volver a husmear entre lo ignoto. Me gustan los viajes reales y los virtuales.

Panamá acaba de terminar de despertarse del revuelo de la marea juvenil católica. Hemos viajado junto con gentes de todo el mundo que vinieron a conocer y a reconocerse en nuestros horizontes. Y Panamá, que no es puente sino sala de fiestas, los ha recibido con brazos abiertos y música presta.

Pero, como todo buen viajero sabe, lo peor del viaje siempre es el regreso. El esperar, con el corazón en un puño a que tu maleta asome sobre la cinta transportadora. El abrir la puerta de una casa que huele a amante despechada y pensar de nuevo en la rutina.

Lo peor de la fiesta es tener que recoger la casa cuando se van todos los invitados; el olor a guaro, tabaco, sudor y comida derramada, que hasta que se fue el último juerguista era olíbano en tu pituitaria, y que ahora, mientras retiras vasos medio vacíos y restos de comida pegada en los platos, te ofende por lo que trae de risas que ya no son graciosas. La goma es lo peor de la juma. Eso lo sabe todo el mundo.

La resaca en la que la carcajada se vuelve mueca, el regreso a la realidad, al aquí y al ahora, cuando te llega la factura de la tarjeta de crédito, cuando ya no sabes qué hacer con el montón de recuerdos absurdos que trajiste y que ahora no sabes donde esconder y que te da pena tirar a la basura.

La resaca de mirar tu casa, sin los farolillos de colores, con todas las luces ya apagadas, y con los desconchones en las paredes, donde siempre han estado, tapados a medias por los muebles. Esos desconchones que, durante la fiesta, tapaste con guirnaldas de papel y que ahora se ríen de ti.

Sí, lo peor del viaje es que, una vez que vuelves a tu casa, ya no te parece aquel sitio que, en la distancia era el summum de lo acogedor. Y reconoces que, lo que les has contado a los extraños acerca de sus maravillas, era un poco exagerado.

Porque los extraños no tienen por qué saber que en tu casa los bebés se mueren de tosferina. Porque los extraños no tienen porqué saber que la comida que a ellos se les ofreció con la mejor de las sonrisas no se les ofrece a los niños de las comarcas indígenas.

Y en ese estado de shock que se te instala en el centro de pecho después de un viaje, entre la alegría por regresar a casa y la tristeza por no poder seguir la fiesta, hay una esquirla de hielo que te corta, porque reconoces que has mentido a los extraños, pero que también te estás mintiendo a ti mismo. Te preciaste de gastar a manos llenas aquello que no tienes, y ahora te refugias en tu casa, mirando por la ventana mientras las cucarachas se montan su propia fiesta con los restos de tu naufragio.

Me gusta viajar, sí, pero con la edad he aprendido que a veces, lo mejor de viajar no es regresar a casa.

COLUMNISTA

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