Leocadio de colores

Actualizado
  • 27/04/2019 02:00
Creado
  • 27/04/2019 02:00
Los doctores intentaron quebrar esa esferita de enfermedad, pero solo lograron que rebotara por todo su cuerpo

—Una canica rosada invadió el estómago de tu mami. Los doctores intentaron quebrar esa esferita de enfermedad, pero solo lograron que rebotara por todo su cuerpo —otra vez mi papi cuenta el cuento que no quiero escuchar—. Hace un par de días, esos mismos doctores nos dijeron que ella no había sobrevivido esa invasión y que dormiría para siempre —continúa mi papi mientras intenta hacer un nudo alrededor de su cuello velludo con una corbata amarilla—. Tu mami quería que la bolita se fuera. Se disolviera. Ella hizo todo lo que pudo, Leocadio.

Sentado en el piso, con mis codos enterrados en mis muslos, le sugiero a mi papi que se ponga una corbata color lavanda porque ese es el color de la palabra mami. Mi papi me mira y me hace la pregunta que ya le he contestado tantas veces:

—¿Las palabras tienen colores?

Él no me cree cuando le explico que yo veo colores flotando donde otros solo ven palabras y sienten emociones. Sin esperar mi respuesta, mi papi sigue atándose en nudos:

—Este amarillo es casi lavanda —miente mi papi y me mira de reojo porque sabe que la mentira, la rabia y la pena le ponen la cara rojo tomate—. Es mi única corbata, hijo —intenta rectificar, pero el color de su cara sube a rojo fresa, con el cabello incendiado de verde—. Leocadio, no me mires así. Es la única corbata en el pueblo. Nunca tendré cómo pagarle a tu tío Oriol que me prestara su corbata del batallón de la independencia —pero su agradecimiento no mata mi cara de descontento—. Hijo, el sepelio es en unos minutos. No hay tiempo para tomar dos buses hasta la ciudad y comprar una corbata color lavanda —y entiendo lo que dice porque nadie en su sano juicio quiere montarse en dos buses para ir a ninguna parte, sea cual sea la ocasión.

‘AHORA SOY YO EL QUE ME HAGO NUDOS PANZONES POR TODO EL CUERPO Y HALO A MI PAPI PARA ANIMARLO A SALIR DE LA CASA. PERO ÉL HA ENTERRADO SU CARA ROJA EN EL PISO. YO SOLO QUIERO IRME Y DEJAR DE VER TANTO BLANCO Y NEGRO...'

—¿Estás listo? Tus abuelas, tías y primas nos esperan en la sala. Impacientes, como siempre —mi papi ahora está hablando despacito como para amansar la corbata, pero ese pedazo de tela largo y angosto es salvaje—. No me pongo una corbata desde que tú eras un bebé. Tenías dieciocho meses —y comienza el cuento que he escuchado tantas veces y que nunca me cansaré de escuchar—. Cuando nos presentamos frente al juez para finalizar los papeles de tu adopción, te vestimos con una camisilla que cosió tu abuela Lila con una tela que costó una quincena. En tus pies, unas cutarritas que salieron de las manos de tu tía Alba. Esa vez sí tuve tiempo para ir a comprar una corbata. Era gorda y gruesa, como las que se usaban hace doce años. Un día tu abuela Lila se la llevó para su casa para limpiar la estufa. Tu mamá. Ese día se cortó el cabello, se empolvó la cara, y se puso un traje que le prestó tu tía Coralito. Un traje morado claro —mi papi se queda callado, me mira, se ríe, pero en lugar de sus dientes solo veo un río delgado que corre sobre sus mejillas hasta desembocar en la corbata. Como si las lágrimas fuesen mágicas, la puntita afilada de la corbata poco a poco comienza a subir por sí sola hasta las mejillas de mi papi, las cubre y seca el río. Cumplida la primera etapa de su misión, la puntita de la corbata baja hasta el cuello para amarrarse, ella y el resto de la tela, y formar un nudo panzón. Y así como subió, la puntita se desliza lentamente sobre el pecho de mi papi hasta llegar a su ombligo. En su destino final, la corbata comienza a temblar y entre tanta tembladera se abren un par de ojos color marrón que se cierran y abren sin cesar. Creo que me quieren decir algo con cada pestañeo, pero no los entiendo. Lo que sí está claro es que mientras más pestañeos, menos marrón veo sobre sus pupilas. Los ojos de la corbata se cierran y abren, abren y cierran, perdiendo color hasta quedar solo un puntito negro, tal como le pasó a mi mama .

—¿Qué te parece el nudo de la corbata, Leocadio? —termina triunfante mi papi y a mí solo se me ocurre pensar que nunca he visto el color de la palabra ojo.

—¿De qué color es la palabra ojo ? —digo en voz alta, sin querer, y mi papi me responde de inmediato.

JAVIER STANZIOLA

Economista y escritor

Dramaturgo y novelista. Ha sido ganador cuatro veces del Concurso Nacional de Literatura Premio Ricardo Miró.

Con su novela Hombres enlodados se aborda por primera vez en la literatura panameña el tema de la identidad de género y fluidez sexual.

Su obra de teatro De mangos y albaricoques fue la primera en recibir el Premio Ricardo Miró bajo una temática gay. Una de sus más recientes obras, El mito de la gravedad , aborda el tema del matrimonio y la adopción igualitaria.

Otras de sus obras de teatro incluyen Solsticio de invierno , Hablemos de lo que no hemos vivido y Cristo Quijote Tratado .

—De ninguno. Las palabras no tienen colores —y así de rápido lo veo poner esa cara que combina los dientes afuera y la nariz achurrada que usualmente viene acompañada de un «lo siento»—. Disculpa hijo. No sé lo que digo. Tú tienes ese don. Yo no. Solo tú sabes de qué color son las palabras —y yo me quedo callado, buscando colores.

Para matar el silencio, mi papi ofrece una sugerencia:

—Apuesto que la palabra ojo es plateada, como las bases espaciales —y yo veo todas las palabras de color plateado entrar al cuarto como nubes en montaña: perros, carros, estrellas, sillas, bellas. Pero no veo la palabra ojo. Sigo buscándola por todo el cuarto y, de la nada, me entra un frio terror.

Veo la palabra mami en lavanda.

Mama en verde.

Mamá en rojo.

Madre en negro.

Pero ya no me acuerdo del color de los ojos de mi mami.

—No la puedo ver. No puedo ver a mi mami —le digo asustado a mi papi. Él envuelve mis dedos con el guante de béisbol que tiene por mano y me calma:

—Ya la encontrarás. Vamos. Es hora, hijo —me agarra el resto de la mano y me la aprieta fuerte.

—No me sueltes —le pido y él asiente y sonríe.

—Jamás —me responde con fuerza, y siento como la mano me hala ligeramente para que me pare del piso y me guía hacia la salida del cuarto.

Mi papi abre la puerta, sin dejar de agarrarme fuerte, y de una vez siento el piqueteo de abuelas, abuelos, tías, tíos, primas, primos, amigas y amigos que han invadido la sala y la cocina. Todos hablando palabras en blanco y negro.

—Ya era hora —se queja la abuela Lila y mi papi pone su cara rojo fresa de pocos amigos al oír el tono negro de las palabras de su madre. Como si fuesen dirigidos por control remoto todos se paran a la vez de las sillas, sillones y esquinas donde nos esperaban, se acomodan sus vestidos y camisas, y aumentan la velocidad y volumen de sus palabras descoloridas.

—Pobrecito, míralo —susurra el abuelo Rufo.

—Espantoso lo que tiene puesto Leocadio. Y, siente esto. ¡Qué pegajoso está el piso! De una vez se nota la falta de una mujer en la casa —sentencia la tía Rosa.

—¿Qué hará Leocadio ahora sin una madre? —pregunta el tío Oriol.

—Ella no era su madre de verdad. Él nunca sabrá lo que es perder a la que lo parió —declara la abuela Lila.

Ahora soy yo el que me hago nudos panzones por todo el cuerpo y halo a mi papi para animarlo a salir de la casa. Pero él ha enterrado su cara roja en el piso. Yo solo quiero irme y dejar de ver tanto blanco y negro. No quiero escuchar otra vez ese cuento que dice que mi papi y mi mami no son mi papi ni mi mami de verdad porque yo soy adoptado.

—Lindo mi nieto. Por allí se rumora que se parece a su madre de verdad —remata la abuela Lila.

Mi papi levanta la cabeza y donde había cara roja ahora solo veo una esfera en llamas. Tanto calor revive la corbata que poco a poco se levanta y estira cual culebra encantada y lentamente flota en zigzag hasta el oído de la abuela Lila. Aprieto suavemente la mano de mi papi y su cara baja de tono a un rojo tomate dulce. La puntita de la corbata se convierte en boca que al llegar al oído de la abuela Lila pronuncia dulcemente, «pinte su vida de colores». Y con eso la corbata rebota de vuelta al pecho de mi papi. La abuela Lila me busca con la mirada por toda la sala hasta encontrarme. Ella se me acerca y me regala una sonrisa llena de bondad. Yo no sé si quiero decirle que me lastimó o darle un abrazo largo. De su boca ahora salen frases que no entiendo, que no quiero escuchar, pero que combinan palabras en rosado, lavanda y celeste, y terminan con un breve beso en la frente.

Poco a poco los abuelos, abuelas, tíos, tías, primos, primas, amigos y amigas comienzan a irse rumbo al sepelio, cansados de esperarnos. Finalmente estamos solos, mi papi y yo. Nuevamente aprieto su mano e intento guiarlo a la salida, pero no consigo reacción. Mareado por un silencio que golpea mis oídos, veo que la corbata ha encontrado de vuelta sus ojos marrones y esta vez los escucho decirme claramente, «pregúntale de qué color era tu mami». Sin titubear busco la mirada de mi papi y susurro:

—¿De qué color era mi mami?

—Ella es verde como las hojas del palo de mango del patio —responde de inmediato—. Es roja como el lodo que forja el camino que llega a esta casa. Chocolate como sus ojos que ahora están cerrados.

Y ahora sí puedo ver a mi mami flotando juguetona por toda la casa. Verde, roja, chocolate: Mi mami riendo, cantando, regañándome, «¿Y la tarea pa' cuándo, mijo?».

Mi papi me mira y le pregunto, feliz:

—¿La estás viendo? Mi mami flota por toda la casa.

Él se agacha y me dice bajito al oído:

—Claro que sí, Leocadio. Veo todos sus colores rebotando en tus ojos.

ECONOMISTA Y ESCRITOR

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