Breve historia de la ciudad de Nuestra Señora de Asunción de Panamá fundada por Pedrarias en 1519

Actualizado
  • 11/08/2019 02:04
Creado
  • 11/08/2019 02:04
Cuento tomado del libro ‘Las huellas de mis pasos', premio Ricardo Miró 1993. Se publicó posteriormente en una separata, ‘Crónicas Apócrifas de Castilla de Oro' (2005)

Ésta que aquí veis, de levante a poniente, es la ciudad de Nuestra Señora de Asunción de Panamá, fundada por el ilustre gobernador de Castilla del Oro, don Pedro Arias de Ávila, el 15 de agosto de 1519, en las costas del Mar del Sur, en un terreno bajo y pantanoso, insalubre, entre árboles de mucha altura y espeso follaje.

En las mañanas el sol sale del mar como una bola de fuego, despeja la espesa neblina que gravita sobre las aguas pantanosas, seca las gotas de rocío de la hierba cagada de perros y caballos, agita en las ramas altas a centenares de monitos con la cara blanca, a pericos y guacamayas, y saca de las camas, sudorosos, a quienes pretenden prolongar el sueño matutino.

Durante la estación de lluvias, que es casi todo el año, el calor es insoportable. Durante la estación seca, en cambio, el vientecillo norte que se filtra a través de la cordillera de bajo perfil que atraviesa el territorio, de este a oeste, refresca las estancias bajo sombra. En la seca, un polvo fino, rojo, enrarece el aire cuando pasa un caballero al galope o una de las carretas del mercado arrastrada por pencos, o cuando se desprende una leve brisa del poniente. Los olores de pudrición que soplan de las aguas estancadas y las tufaradas de las letrinas de los conventos perturban el olfato de los recién llegados.

«Nada hiede más que la mierda de los curas, ya os acostumbraréis», dicen los sempiternos moradores del lugar, generalmente ensotanados, tullidos, charlatanes, crápulas, desonrabuenos y pidienteros que se pasan el día caminando de un lado a otro, sin ton ni son, negociando chucherías en el mercado, al frente de la Catedral, en muelles y tabernas, insolándose.

Inútil preguntar: nadie sabe a ciencia cierta por qué, habiendo tantos sitios mejores a pocas leguas, muchos dellos dignos de alabanza, se estableció asentamiento humano en esta parte del mundo que bien puede considerarse como la antesala del averno. Se dice que en la arena de la playa se recogen por millares unas almejas pequeñas que los de por aquí llaman chuchas. Y se dice que la ciudad se fundó aquí y no en otra parte porque los primeros españoles, al degustarlas en su propio jugo, con una poca de sal y perejil, tuvieron la certeza de que con tanta chucha en los arenales de hambre no se iban a morir.

Hay moscas y mosquitos todo el año. Todo objeto de metal se oxida. La madera y los cueros se pudren, tal es la humedad. La herrumbre es como una polilla que da cuenta de espadas, armaduras, mosquetes, arcabuces y herramientas de labranza, si no se tiene el cuidado de ponerles grasa acuciosamente. La misma tablazón de los navíos se broma en menos de lo que canta un gallo, por lo que las carenaduras, antes de zarpar, son de obligante necesidad.

En ciertas épocas, un poco antes de los primeros aguaceros, aparecen mariposas emigrantes, vuelan en bandadas, como empujadas por viento de popa, rumbo a ningún sitio, a morir en los pantanos. Tampoco conoce silencio la ciudad. De día los grillos, los pájaros, los monos, la periquera, las cigarras; de noche las ranas, las aves nocturnas, las fieras: una segunda atmósfera de ruidos envuelve a todos los que, con la idea bien morir en otra parte, habitan este paraje tan dejado de la mano de Dios y tan cerca de Potosí.

No quedan muchos de los viejos conquistadores. La mayoría ha muerto. Muy pocos han regresado a España a disfrutar, como eran sus propósitos, de fortuna, bienestar y gloria. Mas bien están los que vienen de paso, contratantes y comerciantes, con la idea fija de hacer fortuna y tomar las de villa Diego antes de que la peste o el aire enfermo se les meta debajo de la piel y les seque hasta los huesos.

No son siempre los mismos. El que amasó morrocotas y maravedíes, oro y perlas, en cantidad suficiente para dotarse de una pensión o para establecerse en Cádiz o Sevilla, no lo piensa dos veces, se embarca de regreso en el primer navío. Y si no le es dable volver a España o alistarse en una expedición, emigra a La Española o trata de asentarse en una de las islas del Caribe.

A muchos les parece que no verán las barbas de Dios, ni estarán a su diestra, si la muerte los sorprende en estos manglares pestilentes, aun cuando el mismísimo mitrado de Roma les haya dado la extremaunción.

Algunas cosas agradables tienen el asentamiento. No escasea el agua. Los pozos, a pocas varas de profundidad, dan agua fresca y limpia. Los ríos y quebradas que bajan de la sierra forman un tejido alrededor de las haciendas y las granjas. Toda la tierra es fértil. Tanta es la fertilidad que a un borracho que se quedó dormido tres días en la Plaza de la Catedral le empezó a crecer hierba en la mugre de las uñas.

De España se han trasplantado limonares, naranjos, higueras, cidras. No se da ni la uva ni la manzana. En cambio, los frutos originarios de estos lugares se dan en abundancia y tienen exquisito sabor. Guayabas, plátanos, piñas, caimitos, mangos, chirimoyas, aguacates, mameyes, papayas y cocos de agua no faltan, según temporada, en las mesas castellanas. No se produce cebada ni trigo, pero hay maíz en abundancia y la harina la traen de España y Perú.

En las tierras llanas, que mucho abundan, hay buen pasto y excelente vaquería. Peces de muchas variedades, tamaños, colores y sabores hay en los ríos y en la mar.

A pesar de eso, con mucha frecuencia falta la comida. Pasa que todos los que por aquí llegan no tienen ninguna intención de cultivar granjas, y sólo algunos por placer y otros por necesidad labran la tierra. Mas bien les gusta practicar el trueque y la compraventa de mercaderías. Todo se vende, todo se compra, todo se cambia. Esta es, pues, una ciudad de mercaderes y de grande comercio. Enriquecidos y pobretones son trajineros y vende raches. Todo el mundo tiene algo que comprar vender, o intercambiar.

Las grandes naves que exploran las costas de la Mar del Sur, cargadas de oro, plata, pieles, tejidos, cerámicas, harina, comerciantes, soldados y aventureros, generalmente anclan en un ancón próximo a la costa, porque ni con la marea alta hay suficiente profundidad para atracar. Cuando la marea sube y la playa se hace navegable, llevan las mercaderías a tierra firme en balsas, en botes de vela de poco calado y a golpe de remo. Y viceversa, de tierra firme se trasladan las provisiones y municiones, ordenanzas, correspondencia y tropas de refresco a los navíos que seguirán las exploraciones de nuevos territorios, las guerras de conquista, el comercio con las colonias.

Los navíos más pequeños, en cambio, entran al fondeadero con la marea alta y, en la menguante, se ladean como pajarracos heridos en los arenales de la playa.

Es lugar de tránsito obligado de viajantes y mercaderías que vienen del Sur, de Perú, con rumbo a España. Y también de cuanto viene de España con destino opuesto, a las colonias, sobre todo a las posesiones que se extienden a lo largo de las costas del Mar del Sur. La travesía por tierra, en ambas direcciones, se hace a pie, sobre mulas y navegando el río Chagres, que es un río que nace muy cerca de las costas de la Mar del Sur y desemboca en la Mar del Norte, teniendo como puertos a la ciudad de Nombre de Dios, allá, y a ésta, la celebérrima y augusta Ciudad de Panamá, acá, distando entre ambas dieciocho leguas. Desta al Chagres, que es un río de mucho calado y fuerte avenida, como hechura de Dios para el propósito, hay cuatro leguas de planicie, con pocos cerros, y se puede transportar la mercadura en carretas y carretones. Desde allí se hace la travesía de la carga en balsas y pinazas.

El río desemboca a cinco leguas más o menos de la ciudad de Nombre de Dios y muy cerca del puerto de Bastimento.

A lo largo de esta ruta, no fácil de atravesar, sobre todo en la época de lluvias, se han establecido españoles de piel dura, hechos al clima, veteranos de la conquista, con sus mujeres indias y sus hijos mestizos. Viven del negocio de la trajinería. Atienden fondas, tabernas y posadas; alquilan mulas, alcahuetean con indias y mestizas, tiran las cartas, venden amuletos para la buena suerte, monos, serpientes, vino adulterado de Zamora y Valladolid, fermento de maíz, agua de coco, guacamayas, pericos, fritangas; curan resfriados, torceduras del calcañal, dolores de muela, erisipelas; dan sobaduras para bajar la fiebre, reparan alpargatas, abarcas y almadreñas, narran sus aventuras caballerescas y enseñan las rayas, una por cada indio muerto, en la cachas de sus viejos arcabuces.

‘Estaba más loco que una cabra y la boca le hedía a mierda', dijo Clara el día que supo que Pedrarias había muerto. Dijo eso y ardió troya.

¿Como os atrevéis pecatriz del purgatorio a abrir la boca para decir tamaña barbaridad? ¿La oyeron, a la india, la oyeron?

‘En ciertas épocas, un poco antes de los primeros aguaceros, aparecen mariposas emigrantes, vuelan en bandadas, como empujadas por viento de popa, rumbo a ningún sitio, a morir en los pantanos'.

Ninguno de los que casi todas las tardes se reúnen para beber vino y jugo fermentado de maíz en la tabernucha de la india Clara, la que queda a la salida de la ciudad, antes de llegar al Puente del Rey, duda que, a Don Pedro Arias de Ávila, mejor conocido como El Decapitador, fundador de Nuestra Señora de la Asunción de Panamá, la boca le hedía, dicho esto con respeto, a defecación de procedencia humana.

Pero tampoco nadie lo puede asegurar. Nadie, salvo Clara, que sirvió como ayudante de cocina en casa de los Arias Dávila, pudo acercar tanto las narices a esa boca, que, dicho sea de paso, había perdido gran parte de los dientes y tenía, en sus postreras horas, el rictus de quien cargara con un cólico miserere atravesado.

Del susodicho señor, cuyo espíritu dicen que vaga los Viernes Santos por los lados de Pierdevidas, muy cerca de donde muere la calle de la Pontezuela, se dicen muchas cosas, todas ciertas hasta que no se demuestre lo contrario. A Clara, hija de Vasco Núñez de Balboa con una del Darién, según aseguran las lenguas viperinas, todo se le puede creer porque es, en aquella villa, el más apetecible, dispuesto y disputado platillo de la españolería desbocada.

—Vosotros debéis saber que, antes de salir de Valladolid, Don Pedrarias había decidido decapitar a don Vasco Núñez de Balboa por orden del Rey de España.

—Y vos, ¿cómo lo sabéis?

—Pues hombre, eso lo sabe todo el mundo.

—Cho, nada tuvo que ver Don Fernando con las marrullerías del Gobernador.

—Pues a vos digo que traía ese nombre grabado en la frente, entre ceja y ceja, como que dos y dos son cuatro, hombre.

—Exageráis.

—Vos no podéis negar que era un desalmado nato. ¿Y qué?, todos los nobles lo son.

—Debéis considerar que no venía al edén y que tenía deberes.

—Vos lo justificáis porque estuvisteis a su servicio.

—A mucha honra, por si os interesa.

—Podéis iros al infierno vos y el difunto.

—Mirad, que no era un colector de espolios. Fue Paje de Juan II, el de Castilla, y caballero en la corte de Enrique IV.

—¿Y qué prueba eso? Pero sigue siendo un vulgar matador de hombres. Además, cuando salió de España, después de hacer la guerra en Granada y África, era un carcamán de más de setenta años. Furor Domini le decían los mismos frailes que le sirvieron.

Todos allí, en la taberna, son duchos en suertes, vidas y milagros del difunto gobernador, que Dios tenga en su santísima gloria, le haya absuelto de todos sus pecados y que no lo deje salir de la tumba, no sea que descabece a los que no descabezó antes.

Cuatro años han pasado desde que llegó la noticia de su muerte, la que ocurrió en Nuevo León, y todavía las gentes de Panamá sienten un escurrimiento de testículos cuando su imagen se les atraviesa en la memoria. Se persignan y hasta se vuelven para mirar a sus espaldas porque presienten un aura de premoniciones cuando alguien pronuncia su nombre. Los que tuvieron la desdicha de conocerlo de cerca son sus más orgullosos detractores.

—¡Se la pasó cincuenta años matando moros en España y se vino a Las Indias a matar indios y españoles en el nombre de Dios, joder!

—Don Fernando, el Rey, estuvo a punto de no enviarlo a Castilla del Oro, pero resultó ser un recomendado del obispo de Burgos, Juan Rodrigo de Fonseca, un bribón de marca mayor que indispuso a Colón con la Reina Isabel.

—Y vos no me digáis nada, pero yo me di gusto matando indios bajo las órdenes de don Pedrarias, pues no se viene a un sitio como este a soplar la gaita gallega.

—Aquí os dejáis matar o matáis.

—Mejor os folgáis a las indias y sale más barato.

—Un brindis en su nombre, coño.

Pues, no brindo por tan despiadado cabrón.

—Yo, en cambio, si pagáis la ronda, brindo. ¿Hecho?

—Hecho. Salud, brindo por el más astuto, feroz y despiadado conquistador español que haya pisado esta maldita tierra, coño, y también por el hacha con la que arrancaba las cabezas a sus enemigos.

—¿Sabéis?, la vieja Isabel de Bobadilla y Peñalosa fue más mala que Pedrarias.

—No jodáis, coño, esa vieja era una santa. ¿Santa?

—Dicen que estaba de verdugo en la nominilla de su marido, que se ponía una capucha negra para que nadie la reconociera cuando decapitaba cristianos.

Y qué os digo: cobraba en castellanos de oro.

—De las damas no se habla mal en esta taberna, ¡desenvainad vuestra espada y vended cara la vida, canalla! Isabel no era mujer, ¡maldita sea!, era el Diablo.

—Hasta Pedrarias le tenía miedo, que ya es mucho decir. No digáis barbaridades, hombre, que podéis ir a la cárcel.

—Vosotros debéis estar enterados de que don Vasco Núñez iba a hacer una mala jugada, íbase con su gente al Sur, desconociendo su autoridad de don Pedro.

—No jodáis, el gobernador estaba enterado, hasta le dotó de 200 hombres para tal empresa.

— No olvidéis, además, que María, la hija de don Pedro, estaba desposada con Vasco Núñez.

—Pero, ¿qué decís? No hubo tal. Esa fue una jugada del obispo fray Juan Cabedo para ver si había avenencia entre el gobernador y Vasco Núñez.

—La dicha dama, que debía ser tan fea y patituerta como su padre, vivía en Segovia y no conocía al presunto marido.

—¿Y qué?, es así como se hace en las cortes, como lo hace la gente decente.

—Prefiero hacerlo como lo hace la gente indecente. Brindo por el último cruzado, por la reencarnación de Torquemada. Salud. Salud.

—Vosotros no los sabéis, pero a don Pedro mucha gente se le acercaba para llevarle chismes y eso le hizo cometer muchos disparates, pues santo no era.

— Los frailes, por otro lado, le tenían inquina. Ustedes saben que es lo que pasa cuando un fraile le toma ojeriza a alguien. Pasa que sus amigos le dan la espalda.

—Pues, es mejor que le den la espalda y no el cuello.

—Cuando se enteró de que don Lope de Sosa iba a reemplazarlo en la gobernación de Castilla del Oro, por orden de Su Majestad, se le salió lo venático. Nadie oyó sus gritos, por supuesto. Se los tragó. Ah, pero a quién Satanás cobija la perra le pare lechón.

—El pobre Lope de Sosa murió apenas el barco en que vino atracó en Darién. ¡Suerte la de Pedrarias!

—Sí, pero entonces decidió enterrarnos a todos en este paraíso de fuego.

—Alguien sopló al Consejo de que pretendía quedarse con los tesoros de Badajoz, mismos que nuestro ilustre capitán, Gaspar de Espinosa, recuperó de París.

—Era verdad.

—Sí, pero la avaricia era su pecado menor. Pues ése, acá, inventó otros pecados.

—Gonzalo Hernández de Oviedo, el correveidile del Rey tuvo que ver mucho con la decisión del Rey y su Consejo.

— ¡Coño y cómo pretendéis que Oviedo le tuviese por amigo! ¿Sabéis lo que ocurrió en cierta ocasión? Estaba Oviedo, en su casa, sofocado de calor, quitose la ropa como hace todo el mundo en esta región, sin malicia ni mala maña. Dio la casualidad de que Pedrarias le vio in púribus y sin más ni más mandó a asaetearle. ¿No es de maníaco tal obra?

—¡A cuántos por menos no le arrancó la cabeza!

—Si alguien meaba detrás de un convento le mandaba a azotar.

—¿No fue Francisco Hernández leal capitán de su guardia? Pues, sin asco, matole.

—Se divertía echando a pelear indios con perros, como en el circo romano, ni más ni menos.

—Todas estas noticias llegaron a oídos del Rey, a Dios gracias, y por eso se dispuso a disminuirle poder estableciendo que se gobernase tomando pareceres al cabildo del Darién. Eso, por supuesto, no cambiaba nada porque los miembros del cabildo eran tan malos como él, o peores, y sólo pretendían mayor participación de los despojos.

—Está probado: nadie bueno sale de España en busca de gloria y fortuna. Y si de allá salen bueno, acá se descomponen.

—El poder se les salía de las manos a Pedrarias, hombre. El cabildo empezó a tomar las decisiones. Los frailes empezaron a mandar. ¿Acaso no mandan ahora? ¿Acaso no mandaron, pasando por encima de Pedrarias, a Diego Albítez al puerto de Nombre de Dios para fundar un asentamiento?

—¿Imagináis ahora por qué Pedrarias fundó esta ciudad de Panamá en sitio tan insano?

Pues, de pura maldad, para vengarse de nosotros, a ese señor nada placía tanto como la muerte.

—La de los otros, que no la suya, por supuesto.

—Si Torquemada hubiese tenido hijo, éste sería.

—Tal vez lo era, nada lo hubiera hecho más feliz que matarnos a todos con sus propias manos.

—O con las de Isabel.

—No digáis estupideces, hombre, no olvidéis que Pedrarias era un guerrero, el último cruzado de España, el restaurador de la fe.

—Será de la fe tuya porque la mía está extraviada desde que embarranqué en esta villa de franciscanos y dominicos.

—Escucha hombre: la razón está a la vista. Ningún sitio mejor que éste, en el que moráis, para evitar un ataque por la mar. ¿No veis que las naves enemigas no pueden acercarse a la costa sin encallar? Y si lo hicieren, cuando bajase la marea, quedarían fondeados, a merced de nuestra cañonería. No en vano cumplió tanta edad haciendo la guerra contra los moros.

—Pues, nadie en su sano juicio hubiese fundado una ciudad sobre esteros y pantanos nauseabundos, en una playa rodeada de arbustos tales que sorben agua de mar y amamantan alimañas. No encontró a nadie que le diera la razón en fundar tal asentamiento, mas él se lo propuso e impuso con artimañas. Amenazó con desenterrar y devolver a París el oro que Espinosa había rescatado. Bien conoce nuestra idiosincrasia. Bien sabía que ningún castellano sería capaz de devolver una pepita de oro, así le fuese en ello la vida. Advirtió que sería un asentamiento temporal y que, por tratarse de casas de paja, no se perdería nada cuando el lugar se abandonara. El muy bribón, sabiéndose en desgracia, se hizo nombrar procurador para convencer al Rey de su lealtad y de los provechosos servicios hechos al reino y solicitó, mediante carta, el traslado de la ciudad de Darién a Panamá, y también de la catedral. Hubo que aceptar, pues, sus condiciones. Despoblamos Darién y aquí estamos malmarrientos, en una ciudad que se torra bajo un cielo ignífero, bebiendo vino, esperando que del sur vengan los navíos con oro y que de España nos traigan las vituallas. ¡Joder!

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