• 03/01/2020 00:00

Cierre

Si algo deberíamos haber aprendido en este año, cuya puerta Jano acaba de cerrar, es que no tenemos comprada la inmortalidad...

El ser humano, en su insignificante pequeñez, necesita sentir que tiene el control para no volverse loco. La sensación absurda de controlar su vida y su muerte, la de sus afectos, a la naturaleza, el clima y el tiempo.

El tiempo, ese elemento extraño que ni se muda ni se cambia, que ni se pierde ni se gana, que es inmutable y eterno y que se desperdicia a manos llenas en cuanto parpadeas...

El hombre, la humanidad, con sus calendarios, con sus años, sus semanas y sus meses. “Treinta días trae noviembre con abril, junio y septiembre, los demás treinta y uno, menos febrero mocho que solo tiene veintiocho”. Con reglas mnemotécnicas para que los niños aprendan pronto a contar las semanas, los días de la semana y sus deberes: “Lunes, galbana; martes, mala gana; miércoles, tormenta; jueves, mala venta; viernes, a cazar; sábado a pescar y el domingo se hizo para descansar”.

No te apartes del camino trazado, pequeño, todo está marcado a compás, el día para trabajar, la noche para dormir. Solo puedes dejar de trabajar el domingo, “El lunes mojo, el martes lavo, el miércoles cuelo, el jueves seco, el viernes cierno, el sábado amaso y el domingo, que yo hilaría, todos me dicen que no es día”, pero solo porque debes ir a la iglesia a alabar a Dios.

Las horas marcadas desde el campanario, las horas canónicas rigiendo el ritmo vital. Prima para despertarse, tercia para estar ya en el campo, sexta para hacer una pausa. Nona dividiendo el día y para comer, vísperas para rezar el rosario, completas, “Santa Mónica bendita, madre de San Agustín tened vos piedad de mi alma que yo me voy a dormir”, maitines, hora de que los ladrones salgan y laudes, la hora del Diablo.

Campanarios que se silencian para dejar paso a una argolla de galeote en el bolsillo, con bola de preso marcando, tic tac, el tiempo. Date prisa que no llegas a la hora de tu muerte. Relojes, agendas y calendarios que se retiran cuando el aparato electrónico substituye a capitoste y capataz. No llego, no llego.

Y allí vamos como conejos blancos sin pararnos a mirar si perderemos la cabeza de tanto correr hacia ninguna parte. Rogando, llorando y suplicando:

“Ay, Muerte tan rigurosa,/ déjame vivir un día./ Un día no puede ser,/una hora tienes de vida”.

Si algo deberíamos haber aprendido en este año, cuya puerta Jano acaba de cerrar, es que no tenemos comprada la inmortalidad ni segura la eternidad. Que nunca sabemos cuándo ni cómo, pero que vamos a morir. Que la muerte no tiene horario ni fecha en el calendario, igual que la canción nos asegura del amor.

Pero el ser humano contumaz, tenaz y pertinaz, sigue insistiendo en aferrarse a su falsa ilusión de seguridad, obligándose a sobrevivir, como las cucarachas, sin cabeza, durante un poco más de tiempo.

Y Átropos, afila las tijeras, sonríe de medio lado y mira con conmiseración nuestros desesperados intentos por correr contra el tiempo, ir a contrarreloj, sobreviviendo sin vivir, trepando el barandal esperando encontrar al final la inmortalidad:

“Ya trepa por el cordel,/ ya toca la barandilla,/ la fina seda se rompe,/ él como plomo caía./ La Muerte lo está esperando/ abajo en la tierra fría:/ Vamos, el enamorado,/ la hora ya está cumplida”.

Esperemos a la muerte, y mientras llega, vivamos, cojones. Que para eso nos pusieron aquí los dioses.

Vale.

P.S: Gracias a Amancio Prada por prestarme las palabras que él canta mucho mejor en el “Romance del enamorado y la muerte”. Y gracias a los anónimos creadores del refranero.

columnista
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