¿El crepúsculo del capitalismo democrático?

Actualizado
  • 23/11/2014 01:00
Creado
  • 23/11/2014 01:00
Los gobiernos derivaban su legitimidad de su capacidad de mantener un crecimiento económico constante

Debe ser obvio ahora que estamos experimentando algo más que las habituales frustraciones de los ciclos económicos y el descontento político normal de las democracias. Existe, escribe el politólogo William Galston en un ensayo reciente, un ‘temor compartido de que una época está llegando a su fin’. El ‘acuerdo democrático liberal’ que las sociedades ricas adoptaron después de la Segunda Guerra Mundial está fracasando, lo que ha generado una ansiedad y conflictos generalizados.

En su esencia, ese pacto puede describirse fácilmente. Los gobiernos derivaban su legitimidad de su capacidad de mantener un crecimiento económico constante. Aunque podían producirse recesiones periódicas, ninguna sería tan poderosa como para exponer a la mayor parte de la población a una inestabilidad o desorden social extremos. Mientras tanto, el aumento de los ingresos mejoraría el estándar de vida y permitiría que los gobiernos redistribuyeran algunas ganancias para satisfacer objetivos políticos. Los países podrían diferir en sus objetivos, pero los pactos subyacentes eran similares.

La política era prosperidad y la prosperidad era política.

Innumerables comentaristas (entre los que me incluyo) han analizado las decepcionantes recuperaciones económicas y las consiguientes reacciones negativas políticas en Estados Unidos, Europa y Japón. Galston, que sirvió en la Casa Blanca de Clinton y reside ahora en la Brookings Institution, extiende el proceso formulando la pregunta más profunda de si la superestructura política básica corre riesgo.

¿Qué pasaría si los gobiernos no pueden desempeñar el papel que justifica su legitimidad?

Existen precedentes ominosos. ‘Durante las décadas de 1920 y 1930’, escribe Galston, ‘el fallo de las economías de mercado y de las instituciones políticas aumentó la credibilidad del gobierno totalitario y de la planificación central’.

Partidos populistas y nacionalistas de Europa ya han ganado terreno; en Estados Unidos, las alas extremas de los partidos republicano y demócrata parecen envalentonadas. El resentimiento se va acumulando. ‘La experiencia humana sugiere (y la economía conductista lo confirma) que el dolor de la pérdida excede al placer de la ganancia’, sostiene Galston. ‘Aunque no mejorar el bienestar personal es decepcionante, perder lo que uno ha disfrutado produce amargura y cólera’.

La solución obvia es aumentar el crecimiento económico. Pero si eso fuera fácil, ya hubiera ocurrido. Galston señala algunos obstáculos. Las innovaciones favorecen el crecimiento, pero también amenazan a las empresas y los puestos de trabajo existentes. La resistencia de las víctimas potenciales puede proporcionar estabilidad en el corto plazo, mientras reduce el crecimiento en el largo plazo. Los grandes déficits gubernamentales podrían producir agudos cambios de política; la incertidumbre puede desalentar las inversiones empresariales. Los altos pagos a los ancianos para apoyo de ingresos y asistencia médica pueden desplazar gastos públicos en educación, investigación y desarrollo, debilitando el crecimiento.

Galston no predice el colapso de las democracias de mercado. Pero teme un círculo vicioso de descontento público y gobiernos débiles. ‘Cuando los tiempos son duros, los diversos grupos sociales y económicos ... luchan mutuamente, cada uno esforzándose por minimizar sus pérdidas a expensas de los demás’, escribe. ‘Los gobiernos electos reflejan esas divisiones, por lo que les es difícil actuar con eficacia’.

He leído muchos análisis sobre nuestra difícil situación. Éste está entre los mejores. Aún así, yo matizaría el argumento de Galston en tres aspectos.

Primero, trata a los economistas con demasiada indulgencia. Exageraron su capacidad de controlar el ciclo económico y de elevar ingresos y estándares de vida. El clima optimista resultante hizo que los líderes políticos adoptaran políticas que, perversamente, aumentaron la estabilidad en el corto plazo y redujeron el crecimiento en el largo plazo.

Segundo, no se centra en el papel que desempeñó la crisis financiera en asustar —y modificar— la opinión pública. La gente se puso muy nerviosa, precisamente porque la crisis fue inesperada (en verdad, se pensaba que era imposible que se produjera). El gobierno quedó automáticamente desacreditado.

Tercero, Galston subestima la resistencia de las democracias modernas. A pesar de todos sus defectos, parecen ser, al menos para la mayoría de los individuos de las sociedades avanzadas, la forma menos mala de ser gobernados. Sus defectos deben balancearse comparándolos con sus alternativas. De todas maneras, eso podría cambiar.

Ése es el punto de Galston. Vemos la deslucida recuperación principalmente en términos económicos. Es una perspectiva demasiado estrecha. Un sistema político que depende de un crecimiento económico fuerte, cuando el crecimiento falla, pierde su capacidad de asegurar la paz y la estabilidad sociales. Esa pérdida, aunque difícil de calcular, podría empequeñecer un día los daños económicos que se pueden medir con más facilidad.

THE WASHINGTON POST

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