Los países hacen los cambios en el borde del precipicio

  • 08/09/2025 00:01
Panamá no enfrenta una guerra, ni una hiperinflación, ni una crisis financiera global, pero sí carga con sus propias contradicciones. Es un país de potencial económico extraordinario que convive con una realidad social frágil y con unas finanzas públicas debilitadas

La historia muestra que las naciones casi nunca cambian entre la calma. Prefieren aferrarse a la ilusión de la estabilidad, convencerse de que los problemas pueden posponerse y que siempre habrá un mañana para resolverlos. Los gobiernos preservan el statu quo, los gremios protegen sus privilegios y las sociedades, ya resignadas, terminan aceptando las deficiencias estructurales del sistema. Es en el borde del precipicio donde los países no tienen más remedio que hacer los cambios más duros y necesarios.

Irlanda, Portugal y Grecia vivieron durante años con la ficción de que los mercados financieros sostendrían sus déficits fiscales. La crisis de la eurozona en 2009 derrumbó esa ilusión: los tres países tuvieron que recurrir a rescates internacionales. Entre 2010 y 2015, la llamada Troika —integrada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional— impuso programas de asistencia condicionados a duros ajustes: recortes en salarios y pensiones, alzas de impuestos, reducción del gasto público y privatizaciones de activos estratégicos. El costo social fue alto, pero el desenlace un punto de inflexión. Portugal logró reducir su déficit hasta alcanzar un superávit del 0.1% del PIB en 2019; Grecia recuperó en 2023 el grado de inversión; e Irlanda se transformó en un polo tecnológico europeo, atrayendo la inversión de gigantes como Google, Apple, Microsoft y Facebook.

Islandia eligió un camino ejemplar cuando la burbuja financiera estalló en 2008. Al colapsar sus tres principales bancos, el Estado, en lugar de rescatarlos como hicieron la mayoría de los países, se negó a trasladar las pérdidas al conjunto de la sociedad. Prefirió proteger a los ciudadanos, enjuiciar a los banqueros responsables y aplicar controles de capital para contener la fuga masiva. Esa decisión ética y económica desafió la ortodoxia de los rescates financieros. El trasfondo de aquella trama está expuesto en el documental Inside Job, ganador del Óscar, que revela cómo la avaricia y la desregulación detonaron la mayor crisis financiera global desde la depresión en 1929.

Alemania, tras la Segunda Guerra Mundial, en 1948, apostó por un viraje radical: una reforma monetaria profunda y la adopción de la economía social de mercado, un delicado equilibrio entre la libertad empresarial y la protección social. No fue una simple reforma, sino un nuevo contrato social que reconstruyó la confianza y dio rumbo al país. En apenas dos décadas, Alemania pasó de la ruina a convertirse en la locomotora industrial de Europa y símbolo de resiliencia.

Japón, en medio de las cenizas de la guerra y las heridas de Hiroshima y Nagasaki, emprendió una transformación basada en el conocimiento y la disciplina colectiva. Universalizó la educación básica, fundó universidades técnicas de excelencia y envió a miles de jóvenes al extranjero para absorber lo mejor de Occidente. Este esfuerzo estuvo acompañado de una política industrial enfocada en sectores estratégicos y la excelencia. Allí surgieron empresas como Sony, Toyota y Honda, que redefinieron los estándares globales. En pocas décadas, Japón dejó atrás la devastación y se erigió como un referente tecnológico, económico y cultural.

El crack bursátil de 1929 hundió a Estados Unidos en la Gran Depresión. La producción se desplomó 30% y el desempleo superó el 20%. Roosevelt respondió con el New Deal, un ambicioso programa que redibujó el papel del Estado en la economía. De aquella crisis nacieron instituciones y políticas públicas que, casi un siglo después, sostienen la arquitectura económica, financiera y social de ese país.

En 1978, bajo el liderazgo de Xiaoping, China ejecutó políticas de apertura y modernización. Se crearon zonas económicas especiales que atrajeron inversión extranjera, se dio mayor espacio a la iniciativa privada y se impulsó un proceso de industrialización acompañado de una profunda transformación agrícola. En las cuatro décadas siguientes, más de 800 millones de personas salieron de la pobreza extrema. Hoy, China no solo es la segunda economía más grande del planeta, sino también un actor central en las cadenas de valor, la innovación tecnológica y la geopolítica mundial.

Vietnam, devastado por la guerra, emprendió en 1986 el Đổi Mới, un programa de reformas que abrió las puertas al mercado y a la inversión extranjera. Se liberalizó la agricultura, se permitió la iniciativa privada y se impulsó una apertura al comercio internacional. En pocos años, el país redujo la pobreza, modernizó su estructura productiva y sentó las bases para un crecimiento sostenido. Hoy, Vietnam se ha convertido en un actor clave de la manufactura global.

Brasil, en 1994, vivía angustiado por la hiperinflación. Los precios subían a un ritmo superior al 2,000% y los salarios se evaporaban antes de llegar al bolsillo de la gente. Fue el entonces ministro de Hacienda, Fernando Cardoso, quien impulsó el Plan Real, una estrategia que introdujo una nueva moneda respaldada con medidas de disciplina fiscal, control del gasto público y política monetaria estricta. En cuestión de meses, la inflación bajó y el país recuperó la previsibilidad económica.India, en 1991, estuvo al borde de la cesación de pagos: sus reservas internacionales apenas alcanzaban para cubrir dos semanas de importaciones. Emprendió entonces una apertura económica sin precedentes. Se redujeron aranceles, se desmantelaron viejos controles burocráticos, se liberalizaron sectores estratégicos y se abrió a la inversión extranjera. Desde entonces, India ha mantenido un crecimiento sostenido cercano al 6%, consolidó un sector de software y servicios informáticos de talla mundial y desarrolló una poderosa industria farmacéutica, convirtiéndose en uno de los actores más dinámicos de la economía global.

Panamá no enfrenta una guerra, ni una hiperinflación, ni una crisis financiera global, pero sí carga con sus propias contradicciones. Es un país de potencial económico extraordinario que convive con una realidad social frágil y con unas finanzas públicas debilitadas.

Entre 2011 y 2024, excluyendo los años de la pandemia, la economía panameña creció el doble que la mundial, 3.2 veces más que las economías avanzadas y 3.6 veces más que América Latina y el Caribe. Sin embargo, ese dinamismo no alcanza a todos: el 21.8% de la población sigue en pobreza, el desempleo ronda el 9.5% y la informalidad afecta al 49.3% de los trabajadores.

En lo fiscal, el primer semestre de 2025 volvió a mostrar ahorro corriente negativo. Dicho sin rodeos: los ingresos no bastan ni para cubrir los gastos del día a día —planilla, intereses y subsidios—, de modo que la deuda financia la rutina. Y mientras se multiplican mecanismos para pagar cuentas sin tocar el déficit fiscal, la deuda pública sigue expandiéndose.

El diagnóstico es conocido: evasión fiscal tolerada, corrupción enquistada, sobreprecios en las contrataciones, rigideces en el presupuesto y un laberinto de exoneraciones fiscales que erosiona la recaudación.

Panamá puede seguir posponiendo lo impostergable, fabricando espejismos de equilibrio que se resquebrajan con el primer temblor, o puede admitir que una economía que crece con fuerza y recauda migajas no puede sostener servicios públicos de calidad.

La salida no es asfixiar al sector productivo con tributos improvisados ni cargar siempre sobre los mismos hombros. La salida es un pacto fiscal transparente con prioridades, que amplíe la base, simplifique las reglas, elimine exoneraciones injustificadas, combata la evasión con tecnología y sanción efectiva, y garantice que cada balboa gastado tenga un retorno social verificable. Un acuerdo equitativo en el que empresas, ciudadanos y sectores asuman un esfuerzo proporcional.

Panamá todavía tiene margen para elegir si su reinvención será fruto de la voluntad o del abismo. El tiempo no es infinito. Las próximas generaciones no nos juzgarán por lo que diagnosticamos, sino por lo que decidimos cuando el fantasma de la Troika empezó a asomar en el espejo.

Panamá todavía tiene margen para elegir si su reinvención será fruto de la voluntad o del abismo. El tiempo no es infinito. Las próximas generaciones no nos juzgarán por lo que diagnosticamos, sino por lo que decidimos cuando el fantasma de la Troika empezó a asomar en el espejo.
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