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- 15/07/2012 02:00
- 15/07/2012 02:00
BANGALORE. De Bangalore sólo me gusta el clima. Por lo demás, es una ciudad bastante irritante. Es grande, enorme, y con 8.5 millones de habitantes sólo se ve superada en población por las capitales del país, Delhi y Mumbai. Pero en Bangalore nadie parece haberse enterado que el término ’megaciudad’ acarrea mucho más que la simple aglutinación de centros comerciales y franquicias.
Para empezar, la idiosincracia local es extremadamente fuerte. Bangalore es la capital del estado de Karnataka, una mole de 192,000 km2 (2.5 veces el territorio panameño) y 61 millones de personas que para colmo de males tiene su propio idioma —kannada o ’canarés’—y una historia única, unida frágilmente a la del resto del país desde hace sólo un par de siglos. Y aunque es el caso en la mayoría de estados de la India, en Bangalore vi por primera vez a indios sentirse tan extranjeros como yo. Ni mi amigo Siddharth, oriundo de Bengala pero casado con una chica local, había logrado sentirse uno más después de diez años aquí. En Karnataka, las murallas del antiguo reino de Mysore siguen en pie.
Quizá como consecuencia de todo ésto, la ciudad presenta una serie de ’curiosidades’, quizá la más chocante sea que todos los establecimientos de la ciudad deben estar cerrados a las 22:30 entre semana y a medianoche los fines de semana. Pero lo más exasperante es la zozobra que acarrea moverse por la ciudad en rickshaw. ‘Los rickshaws aquí son unos maleantes’, me escribió una amiga antes de llegar, ‘vayan con cuidado’. Fue una excelente advertencia para lo que estaba por venir.
Básicamente, y en un ejercicio de unidad sindical que arrancaría lágrimas del mismísimo Lech Walesa, los rickshaw-drivers decidieron no usar el medidor de sus vehículos, que es de uso estándar en otras ciudades. Si les pides que lo usen, se van, dejándote con la palabra en la boca. Aquí la ley es la del regateo, lo que involucra perder tiempo y altos niveles de estrés. Pero el asunto no acaba ahí. Durante el viaje, y sin importar la distancia, el conductor se perderá a propósito y parará varias veces a pedir direcciones. Al llegar al destino, intentará sacarte más dinero ‘porque se perdió’ (¡en su propia ciudad!). A lo que tu responderás mandándolo a volar. El ejercicio, desde que se para el rickshaw hasta éste último y liberador insulto, es intenso y desgastador, incluso disfrutable para algunos si se hace por primera vez. Pero en Bangalore, es el pan de cada día. Por eso es una ciudad irritante.
EL BOOM DE LAS IT
Alcanzado el desahogo, pongámosle un poco de cabeza al asunto. Las contradicciones de Bangalore, desde cierto punto de vista, son perfectamente normales. Es una metrópolis casi accidental, y ya sabemos que los accidentes no piden permisos ni opiniones. En dos décadas, la ciudad pasó de ser la campeona de su liga local a jugar la Champions League urbana, junto a las otras dos megalópolis indias. Hace 20 años, tenía cuatro millones de almas y era el centro del universo de Karnataka. Hoy, es la capital de la industria india de tecnologías de la información (IT). Está entre las diez mejores del mundo para emprendedores. Su economía genera más de 10,000 millones de dólares al año y produce un tercio de las exportaciones de TI del país, además de emplear al 35% de los profesionales indios en ese campo.
La historia de cómo Bangalore se convirtió en el Silicon Valley de la India es uno de esos cuentos tan típicos de éste país en donde el bien es mal, el mal es bien y las moralejas se forman y revientan como burbujas en agua hirviendo. Empieza con las reformas económicas de 1991, conocidas como la ‘liberalización’ de la economía india. Luego de una severa crisis y el colapso de la Unión Soviética, los líderes indios—entre ellos el actual primer ministro Manmohan Singh—se encontraron con una economía con poquísimas reservas de moneda extranjera pero muy dependiente de las importaciones.
India, además, era una sociedad altamente burocrática, agraria y nominalmente democrática, lo que hacía imposible la ’opción china’ de industrialización a la Den Xiaoping. Pero, por muchísimos motivos, tenía varias cosas que China no, entre ellas una educación promedio bastante superior. Lo que sucedió, entonces, fue el boom de la industria de servicios TI. Una industria que, si bien ya existía, con la liberalización económica adquirió una dimensión épica.
Esa explosión ocurrió en Bangalore. ‘¿Y por qué aquí?’, le pregunté a Siddharth, mientras tomábamos té en el salón de reuniones de la empresa en donde trabaja, en el centro de la ciudad. Bangalore, me dijo, reunía las condiciones ideales. Además de su clima fantástico, ya contaba entonces con una infraestructura relativamente desarrollada al haber sido sede de un importante cuartel militar británico. Por otro lado, su localización en el corazón del sur del país le daba acceso a un mar de talento en los estados de Kerala, Andhra Pradesh y Tamil Nadu. Por último, la sociedad había sido tradicionalmente brahmánica—la casta clerical, y la más intelectual—, con un nivel de educación alto.
Curiosamente, la primera compañía importante en establecerse aquí no fue india, sino extranjera. Texas Instruments vino en 1985 buscando reducir costos. Luego llegaron Infosys y Wipro, compañías indias que cambiaron las reglas del juego —al subir salarios y distribuir mejor las ganancias entre sus empleados, entre otras cosas—, y más multinacionales buscando abaratar costos. El gobierno entendió el juego e instituyó una serie de facilidades fiscales y burocráticas. Y poco a poco, gota a gota, la ciudad se empezó a inundar de las mentes más brillantes del sur indio, y luego de todo el país. El modelo, es verdad, ha sido replicado, pero a día de hoy Bangalore sigue reinando. Aquí está todo el mundo, de Hewlett-Packard a Siemens, de Oracle a Accenture, y de Nokia a Huawei, y fue aquí donde el famoso periodista y autor estadounidense Thomas L. Friedman se dio cuenta de que el mundo globalizado es ’plano’, porque ‘hoy es posible que más gente colabore y compita en tiempo real, en distintas áreas de trabajo, desde distintos países del mundo y con mayor igualdad de condiciones que en ninguna otra época de la historia’. Sus argumentos fueron expuestos en su bestseller The World is Flat (2005).
A Friedman le llovieron las críticas. Lastimosamente, aún el mundo no es ’plano’. Y por más linda que sea la historia de Bangalore, la India tampoco ha dejado de ser la India. S iddharth termina la conversación con un dato escalofríante: el sector de outsourcing y servicios de TI representa el 60% del PIB indio e involucra sólo al 15-20% de la población, mientras que la agricultura, que involucra al 50% de los indios, representa sólo el 15% del PIB. Las burbujas acababan de reventarse.
DE VUELTA A LA REALIDAD
Bangalore, para qué negarlo, es una ciudad relativamente rica. El nivel de analfabetismo roza el 10% —la media nacional es más del doble—y sólo una de cada diez personas vive en slums, o barrios de barracas. En Mumbai, por ejemplo, lo hacen dos de cada cinco. Sin embargo, los mismos fenómenos de extrema riqueza y pobreza invaden la ciudad y perturban el alma. Quizá el mejor lugar para vivirlo es la ‘Electronics City’, un megaparque industrial-residencial al sur de la ciudad.
En ciudad electrónica, las resplandecientes sedes de las multinacionales más importantes del mundo desafían la imaginación con sus arquitecturas de fantasía. Estratégicamente ubicados hay hoteles preciosos. Entre compañías y hoteles nacen, como hongos, cafeterías, restaurantes, supermercados y demás negocios que se alimentan de los miles de profesionales que aquí trabajan. Y cuando las compañías se acaban, empieza la zona residencial, los complejos de apartamentos de diversos niveles económicos, sí, pero todos diseñados para albergar como mínimo a un jóven ingeniero. Y en un país donde el 30% de la población sobrevive con menos 60 centavos al día y el 42% lo hace con menos de $1.25, un jóven ingeniero no es un jóven ingeniero. Es un miembro de la realeza.
La zona residencial está a medio construir. Hay edificios terminados, otros a medio camino y muchísimos en los que los trabajos ni siquiera han comenzado. Las torres terminadas desafían el cielo, pero sus bloques esconden la vergüenza de su construcción. Porque la ciudad electrónica de el Silicon Valley de la India se construye por los nadies del interior. Los perdedores del sistema edifican los palacios de los ganadores.
Camino por un área en construcción que parece un mundo post-apocalíptico. Los veo allí, familias enteras, viendo la vida pasar. Vienen de lugares tan miserables que no se pueden imaginar. Viven en tiendas improvisadas en la misma construcción. Su higiene y el manejo de sus desechos es también improvisado. En otras palabras, se bañan, orinan y cagan donde pueden. Trabajan 12 horas al día, y se les paga en base a día trabajado. Aceptan el pago que sea. Al fin y al cabo, la cantidad más ridícula es buen dinero para ellos. Aquí cobran una fortuna, 150 rupias al día ($2.70), pero en otras construcciones u otras ciudades se les paga hasta 60 rupias ($1.08). Porque claro, ver ésto sólo nos impacta a los extranjeros. En la India, son las condiciones normales de trabajo en la construcción.
Aquí trabajan niños. De donde vienen, nadie apunta fechas de nacimiento, quizá porque todos los días son iguales. Así que por no saber, no saben ni el día de su cumpleaños. Los adolescentes son adultos y los niños adolescentes. Pero al menos, escucho, los niños también van a la escuela. Y la esperanza de que esos niños terminen viviendo en los apartamentos que ellos mismos ayudaron a construir debería ser el combustible que mueva a la India. Sólo el tiempo dirá si la realeza india reacciona. Si no lo hace, las burbujas dejarán de reventar y las moralejas serán muy claras. Clarísimas, pero desoladoramente tristes.
LEA más en el blog de Ángel Ricardo Martínez: www.laestrella.com.pa.