Novena entrega

Actualizado
  • 09/12/2009 01:00
Creado
  • 09/12/2009 01:00
Promediando los ochentas, Centroamérica se había convertido en una caldera de sangre y fuego, atravesada por espías y a...

Promediando los ochentas, Centroamérica se había convertido en una caldera de sangre y fuego, atravesada por espías y aventureros que mantenían las guerras encendidas a través de una red clandestina que mezclaba el espionaje, la estrategia militar y los negocios ligados al tráfico de armas y drogas. En este escenario, Noriega jugaba un rol central. Bien lo sabían Oliver North y el contralmirante John Poindexter, halcones del presidente Ronald Reagan encargados de lidiar con la crisis en el patio trasero. Sin el respaldo del Congreso que había pasado una norma que prohibía expresamente el apoyo a la Contra nicaragüense, se habían embarcado en proyectos alternativos, al margen de la legalidad, que aseguraran los intereses norteamericanos y detuvieran el crecimiento de las guerrillas socialistas que luchaban en Salvador, Guatemala y había tomado el poder en Nicaragua.

A través de Casey, Director de la CIA, Oliver North logró sumar a Noriega a su estrategia para el fortalecimiento del frente Sur de la Contra. Aunque los Tratados lo prohibían, Noriega dejó hacer. Barcos de inteligencia anclados en puertos panameños espiaban a los sandinistas. Desde Howard volaban aviones de reconocimiento hacia toda la región cosechando información sensible sobre los campos de batalla. Pistas secretas en Centroamérica controladas por Noriega eran utilizadas para vuelos clandestinos que llevaban armas a sus aliados. Una de estas operaciones, Black Eagle, consistía en el envío de armas que los israelíes le habían secuestrado a la Organización para la Liberación Palestina y que fueron recibidas por la CIA en Texas. Con la logística de Noriega, llegaron a los lugares en conflicto. Esos aviones, que debían regresar vacíos a Estados Unidos, cuando era conveniente, regresaban cargados de cocaína.

Noriega, con el tiempo y a pesar de las evidencias, desmentiría todo aduciendo que no sólo se negó a los pedidos sino que promovió el Grupo de Contadora para buscar una salida pacífica a las crisis y que por estas razones Estados Unidos comenzó a hostigarlo.

Hugo Spadafora era la contracara de Noriega y su mayor crítico, uno de los pocos que se animaban a denunciarlo públicamente. Decía que el General de las Fuerzas de Defensa era un mercenario que vendía Panamá al mejor postor: seguridad para los narcos del Cartel de Medellín que operaban libremente desde el istmo, tráfico de armas, visas para los chinos y los cubanos, coimas en el tránsito, vaciamiento de la Caja del Seguro Social, negociados con los contratos públicos, en fin, no faltaba nada.

Médico, joven y guapo, Spadafora era un rebelde sin remedio. Había luchado en Guinea Bissau y, a su regreso a Panamá, a finales de los 70´s, Torrijos lo nombró vice ministro de salud. Duró poco en el cargo porque se fue a pelear junto a los sandinistas al frente de la Brigada panameña Victoriano Lorenzo. Ante el giro comunista que tomó la revolución luego de la toma de Managua –los sandinistas eligieron los consejos de Fidel en lugar de los de Torrijos- Spadafora se sumó a la facción de la Contra que comandaba el Comandante Cero, Edén Pastora. A Hugo lo llamaban el Che Guevara panameño.

En septiembre del 85, Spadafora decidió volver a Panamá. Había pasado los últimos meses recabando información en el bajo mundo que anotaba en un cuadernito que llevaba siempre con él. Prometía revelar las pruebas sobre la relación de Noriega con el tráfico de drogas y armas ligadas a las operaciones de la Contra. Antes de llegar a Panamá, se reunió con funcionarios de la DEA en Costa Rica para contarles lo que había descubierto. Sus secretos salpicaban barro para todos lados. Dos días antes un comité del Senado de Estados Unidos había interpelado a Robert McFarlane, Asesor Nacional de Seguridad de Reagan, sobre la relación de Oliver North con La Contra. Spadafora decía que podía probar que los aviones que traían armas para la Contra, Noriega los regresa a Estados Unidos llenos de cocaína.

Hugo cruzó la frontera en Chiriquí el 13 de septiembre. Fue sorprendido por soldados de las Fuerzas de Defensa arriba en un bus. Antes de bajar gritó su nombre y su cédula para que hubiese testigos de su arresto. Lo trasladaron a un cuartel en la frontera y lo torturaron salvajemente. Sus verdugos lo tenían atado y sólo interrumpían la golpiza para preguntarle qué era lo que tenía para decir sobre el General. Siete horas después fue decapitado. Parte de su cuerpo sería descubierto al otro día en Costa Rica. Su cabeza nunca apareció. Noriega, en esos momentos, estaba en París, su ciudad preferida, donde llegó a comprar dos apartamentos de lujo con vista al río Sena. Allí lo trataban bien: hasta recibió la Legión de Honor, el mayor reconocimiento que otorga Francia a un extranjero.

La muerte de Spadafora sumergió a Panamá en un sismo político sin precedentes. La presidencia de Barletta venía siendo cuestionada por sus políticas de ajuste. Cuando intentó impulsar una investigación independiente del crimen, Noriega lo destituyó poniendo en su lugar a su vicepresidente, Eric Arturo Delvalle.

La familia de Hugo comenzó una larga lucha para pedir justicia que fue apoyada por la población en manifestaciones masivas que despertaron a muchos panameños de un largo letargo.

En julio del 86 Noriega volvió a Estados Unidos. Se reunió con Oliver North y con William Casey en Virginia. Comprendió de inmediato que la caída de Barletta, sumado al asesinato de Spadafora, había generado un mal humor mucho más profundo del calculado.

- Si sigues atentando contra la democracia, cada vez se nos hará más difícil justificar nuestra relación contigo- le dijo Casey con franqueza. Su decisión de deshacerse del presidente le había restado apoyo entre los políticos norteamericanos que, mientras investigaban a la CIA en el Congreso por el caso Irán Contras, comenzaron a abrir vías de comunicación con los dirigentes que adversaban a Noriega. Por primera vez desde el golpe del 68, los militares panameños dejaban de ser los interlocutores exclusivos de Estados Unidos. Noriega tenía otras prioridades. Quería comprar regalos para su familia. Escoltado por un oficial de la CIA salió de shopping. Compró varias videocaseteras y equipos de audio.

Al otro día, lo peor. El mítico periodista Seymour Hersh, publicó en la portada del New York Times el primer artículo de una serie acusando a Noriega de tráfico de armas, de drogas, lavado de dinero y del asesinato de Hugo Spadafora. Revelaba sus nexos con la CIA y acusaba a la administración Reagan de proteger a un criminal internacional. Noriega se convertía de esta forma en un problema interno de Estados Unidos.

Consciente de la gravedad de la situación contrató una agencia de publicidad que le recomendaron en la CIA para contrarrestar la ofensiva mediática. Arregló un pago de 360 mil dólares y se volvió a Panamá. No lo esperaban días tranquilos.

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