Asoman nuevas secuelas del horror en Chiriquí

Actualizado
  • 12/02/2012 01:00
Creado
  • 12/02/2012 01:00
—¿Usted es periodista?. —Sí, de La Estrella.

—¿Usted es periodista?

—Sí, de La Estrella.

—Necesito su ayuda.

—¿En qué puedo ayudar?

—Mi hija está desaparecida, estaba cocinando y no la encuentro, se la llevaron. Estoy desesperado, quiero saber dónde está.

Esto sucedió el lunes 6 de febrero en Quebrada de Guabo. Cinco días después, ese mismo hombre resultó ser el padre de una menor de edad que denuncia haber sido violada. Como en la época de la dictadura militar, la peor época de todas las épocas, el peor rostro de la prepotencia policial asoma para agregar dolor y fatalidad.

Una escena trágica más en la secuencia que desató el horror y dejó 2 muertos, 113 desaparecidos, más heridos y una decena de pueblos con secuelas graves. Ahora, además, habría que incluir en el recuento ‘la historia de dos menores violadas’.

A esta altura de los acontecimientos, cuando empiezan a salir a flote las secuelas de la opresión, si la policía hizo bien o mal en reprimir el cierre para liberar el paso es una interpretación que cualquiera puede hacer. Pero las decisiones políticas deben implementarse conforme a derecho. Y la ley prohibe expresamente el asesinato, la muerte provocada, matar ciudadanos, y también la violación.

Por eso, por lo que pasa aquí, en este punto occidental de Panamá, hay y hubo movilizaciones en varias provincias del país, un alerta mundial de Amnistía Internacional, pedidos de cese de violencia y respeto a la vida de Human Rights y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), y hasta un llamado de René Pérez Joglar, líder de Calle 13, que pidió a Martinelli que ‘escuche al pueblo’.

Días de horror continuado que comenzaron hace tiempo pero detonaron el domingo 5 de febrero, un domingo negro para Panamá.

EMPIEZA LA REPRESIÓN

Aunque las protestas habían iniciado a finales de enero de manera pacífica, recién el martes 31, ante la negativa de las autoridades de atender los reclamos, se intensificó: la Coordinadora indígena declaró paro indefinido en el Cruce de San Félix y Las Lajas.

Las horas pasaban y la fila de autos se hacía cada vez más grande. Los camiones tcon mercancías quedaron atascados y los cierres de calles se extendieron desde San Félix hasta el cruce de Boca del Monte con San Lorenzo, Viguí, Tolé, Volcán y Bocas del Toro.

El gobierno culpó a los ngäbes de tener a los turistas de rehenes. Los demorados decían cosas como estas: ‘Aunque no entiendo con claridad el motivo de la protesta, pienso que el gobierno, al no darles respuesta, nos está afectando a todos’, sostenía Gustavo Trejos, un transportista costarricense.

El gobierno decía que eran unos inadaptados. Ellos decían: ‘No nos vendemos. La tierra es lo más preciado que tenemos, sobre ella vivimos y nos brinda lo que necesitamos para vivir’, soltó Celio Guerra, presidente del Congreso Ngäbe Buglé.

El segundo enfrentamiento inició el domingo a eso de las cinco de la mañana en el cruce de Boca del Monte con San Lorenzo, donde se encontraban más de 100 manifestantes. La dirigente Omaira Silvera denunció que los agarraron sorprendidos: ‘Íbamos a prepararnos para el desayuno’.

Las unidades antidisturbios comenzaron a tirar bombas lacrimógenas y perdigones y dejaron tirados los primeros heridos.

EL PRIMER MUERTO

Al amanecer, las unidades antimotines no estaban solas: había llegado el Senafront, que impactó el cruce de San Félix desde Las Lajas. Los manifestantes estaban preparados para las balas de goma y gases lacrimógenos, algo similar a lo que había pasado el año anterior en Changuinola. Tenían miedo pero estaban decididos.

Sin embargo, cuando aparecieron los helicópteros y los balazos de verdad, se dieron cuenta que ésta vez era otra cosa. No habían dimensionado la respuesta que Martinelli estaba decidido a darles.

Fue cuestión de minutos para que la peor de todas las noticias empezara a regarse de boca en boca. El primer muerto no tuvo nombre hasta entradas las horas. Jerónimo Rodríguez Tugrí fue primero una foto de un cadaver con un tiro abajo de la tetilla izquierda y otro en el centro del abdomen, cargado por algunos ngäbes.

Cuando se desplomó, los manifestantes lo trasladaron al hospital de San Félix. Ya estaba muerto.

Mientras su esposa lloraba desconsolada, el ministro de Seguridad, José Raúl Mulino, negaba que el hombre había fallecido por un impacto de bala.

En cuestión de segundos, la aparente calma en el hospital dio lugar a un agitado movimiento que iniciaba con las chivas de las rutas internas de la comarca y culminaba cuando los heridos eran colocados en sillas de ruedas y camillas.

Desde la entrada, la sangre comenzó a caer en el piso. Llegaban hombres y mujeres con todo tipo de dolencias: brazos desmembrados, heridas de perdigones en el cuerpo y la cabeza.

La base policial de San Félix quedó en ruinas. Fue incendiada y todos los documentos y artículos quemados. Todo quedó inservible.

SIGUEN DANDO PLOMO

El día posterior, el lunes, los ngäbe-buglé sumaron marchas y manifestaciones en apoyo al reclamo de no minerías ni hidroeléctricas. La Coordinadora anunció que presentarían una demanda al Estado ante la OEA y trabajadores de la Industria del Banano iniciar on una huelga indefinida.

A la noche, Adriana esperó a su hijo. Los minutos y las horas pasaron pero ‘Lorenzo’, como ella todavía lo llama, nunca apareció. En la barriada Nuevo San José de Las Lomas todavía lloran y Adriana no encuentra consuelo por la muerte del joven de 16 años. Mauricio Méndez fue la segunda víctima que falleció tras los disturbios. Testigos dicen que la Policía le tiró ‘a quemarropa’.

MÁS VÍCTIMAS, MENOS DATOS

El martes, pasadas las 5 p.m., más de 600 indígenas se reunieron cerca del hospital donde murió el domingo Jerónimo Rodríguez. Caminaron desde el estadio de San Félix hasta la esquina del hospital. Cargaban un ataúd simbólico que contenía la leyenda ‘Martinelli promesa cumplida’. También pancartas con una acusación: ‘Martinelli y Mulino asesinos de indígenas’.

Ese día siguió un combate que no era combate, porque un bando triplicaba al otro en número y poder, pero se vivía así en tierras chiricanas. Siguió el llanto, la desesperación, la tristeza. En los periodistas, esa clásica contradicción: quisiéramos nunca ser testigos del horror, pero, si ocurre y alguien lo provoca, tenemos la responsabilidad de contarlo.

Quedó la desconfianza, la desesperación por los desaparecidos, la preocupación por las víctimas.

Y, como siempre, la resistencia. ‘Que no crean que es borrón y cuenta nueva’, advirtió la cacica Silvia Carrera tras la firma del pacto San Lorenzo I. Y cumplieron: quieren saber qué pasó con los desaparecidos, cuántos son, cómo actuaron los antimotines y la PN, y si es cierto que uniformados violaron a menores de edad de ese pueblo indígena.

C arrera, la mujer coraje de esta historia, denunció que había más muertes que resultaron de los enfrentamientos y que la Policía Nacional se llevaba los cuerpos en helicópteros: ‘No sabemos dónde estarán, si los tiraron en el mar, los quemaron, o los tiraron por allá, no sabemos’.

Aunque hayan firmado la paz, están alertas. Saben que cualquier descuido los puede volver al punto de partida, a las mineras contaminando su tierra, una tierra que veneran. También tienen confianza. De resistir saben. Y resistirán.

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