¡Cómo duele Colombia!

Es la más usual y controvertible definición de la República, se distingue como arcadia para unos y tugurio para otros. Es una verdad a medias, porque la República antes que geografía económica, con paralelos contradictorios, constituye un solemne compromiso. El estudio continuado de este compromiso, engendrado de misiones y responsabilidades, debe constituir el papel cardinal de todos los panameños, sean de arcadias o tugurios.
¡Cómo duele Colombia!

Recientemente escribí una crónica para una revista del sur sobre mis afinidades espirituales con Colombia. No resultó difícil desenvolver mis recuerdos porque los tengo muy vivos en mi memoria. Decía en ese artículo que había heredado la melancolía de mi madre cuando ella escuchaba el himno nacional del hermano país. Fue el himno que cantó en los primeros 19 años de su vida, y después de 1903, aunque se llenaba de legítima emoción patriótica al entonar su himno panameño, no podía disimular cierta congoja al oír la canción nacional de la patria de sus primeros años. De modo que siempre al oír el himno de Colombia una extraña sensación se apodera de todo mi ser porque florece en mi alma el rostro melancólico de mi madre.

Este hecho y otros que relataré en estas notas explican mi singular y delicada relación espiritual con un país que tiene en común con Panamá muchas raíces inolvidables.

Tendría unos 11 años cuando llegó a mis manos por primera vez un testimonio de la cultura colombiana. Me refiero al diario El Tiempo. En la década de 1930 se radicó en Penonomé don Daniel Bravo con su familia. El señor Bravo era oriundo de Colombia. Sus hijos fueron mis compañeros de infancia. Don Daniel recibía todos los meses unos sobres que contenían muchas ediciones del diario bogotano. Todas las tardes nos sentábamos en su entorno y en la medida en que él leía las distintas secciones del periódico, nos las iba pasando y nosotros leíamos lo que despertaba nuestro interés o curiosidad.

En la adolescencia, ya como institutor, motivado por el mundo estimulante de la capital, hice de El Tiempo mi diario preferido. Lo compraba con regularidad, sobre todo los domingos, atraído por sus páginas literarias. Apenas costaba 10 centavos, mientras los diarios nacionales tenían el precio de 5 centavos. Leía todo lo que procedía de Colombia. Recuerdo el semanario Sábado, de extraordinario vigor intelectual, dirigido por el escritor Armando Solano, exembajador de Colombia en Panamá. Para esa época yo era un admirador de Jorge Eliécer Gaitán y sabía depurar o seleccionar la pluma de mi predilección: Juan Lozano y Lozano, Darío Echandá, Germán Arciniegas, Baldomero Sanín Cano, Liévano Aguirre y tantísimos otros maestros de la pluma. Un día apareció en el quiosco de venta del café Coca-Cola el semanario Jornada, órgano periodístico de la facción liberal que comandaba Jorge Eliécer Gaitán. Lo dirigía Abelardo Forero Benavides. La lectura continua de Jornada me hizo gaitanista de tuerca y tornillo.

Las luchas de Gaitán y su verbo me impresionaban. Su discurso profundo o populista, según el auditorio, llegaba por la radio constantemente a muchos sectores de mi país. Yo creía firmemente que la redención social y política del pueblo colombiano dependía de la ejecutoria del líder liberal.

El 9 de abril de 1948 andaba por La Chorrera en una gira política del Frente Patriótico. De pronto, como a las 2:00 de la tarde, dieron la noticia del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Yo sentí todos los golpes del dolor en lo más profundo de mi corazón juvenil. Sentí el fuego de la ira, pero luego, serenado, absolutamente impotente ante tan brutal suceso, solo la tristeza me hacía compañía.

La noche del 9 de abril pasé sus horas despierto, como velando al cuerpo sin vida de Gaitán. Toda la noche escuché la radio colombiana y ella daba cuenta de la reacción popular. Las multitudes enardecidas recorrían las calles pegando con sangre en el cielo sus gritos de protesta; los incendios consumían manzanas enteras, el gobierno se sumergía en su peor crisis, el pueblo se entregó a la destrucción de todo cuanto encontraba en su camino.

Tal era su furia, su locura, su frustración. El cadáver del asesino era arrastrado por las turbas enloquecidas, y lo depositaron ante el palacio presidencial, tal vez como un tributo de agravio a la clase política.

A partir del 9 de abril de 1948, Colombia ha venido viviendo entre el luto y la pólvora; entre el dolor y la esperanza. ¡Cómo me dolió la Colombia que amortajó a Gaitán! Y cómo me duele la Colombia de hoy, atrapada en una agonía sin fin.

¿Qué hacer? El análisis de los entendidos señala incapacidad del Ejercito para derrotar a los guerrilleros. Ese mismo análisis indica que los alzados se encuentran estancados, sin los avances que podían sugerir el futuro triunfo de sus fuerzas. Mientras tanto, hoy Colombia es perturbada por atentados horrorosos y, al margen de un estado de derecho, los narcotraficantes y los paramilitares hacen más compleja la crisis.

¡Cómo duele Colombia!

En otras ocasiones los colombianos supieron dialogar, pactar y salir de sus turbulencias. Si ayer, en un acuerdo firmado en España, las dirigencias conservadoras y liberales depusieron sus terribles diferencias, dirimidas históricamente en múltiples campos de batalla, ¿por qué hoy no conciben un nuevo frente nacional amplio, democrático, con la participación de las fuerzas guerrilleras? Desde luego, esta solución solo sería viable si el gobierno tiene la certeza de que las guerrillas no están vinculadas al negociado de las drogas. Es la condición fundamental.

Es iluso pensar que los guerrilleros, después de 43 años de conflicto, depondrán sus armas sin participar directamente en el ejercicio del poder. Sería ingenuo suponerlo. Es igualmente iluso estimar que la clase política, incluyendo el Ejercito, se rendirá a las fuerzas guerrilleras.

El pecado histórico que ha significado el crimen del dirigente liberal tiene una sola penitencia: modernizar el programa de gobierno de Gaitán o desarrollar sus líneas sociales, y ejecutar lo que se acuerde en un ejercicio conjunto del poder.

A estas alturas de la evolución de la guerra, otra alternativa sería más compleja, mucho más real y difícil, sería sepultar a Colombia en renovadas tragedias, se cometerían otros pecados históricos, y al final de los experimentos, las penitencias serían tan desastrosas como los pecados. No procede hacer de Colombia un Vietnam o una Chechenia. Es más difícil convertirla en una nueva Sierra Maestra. La alternativa es desarmar los espíritus y vivir la realidad impuesta por la boca de los rifles: la clase política, la sociedad civil y las guerrillas deben crear, repito, un frente nacional amplio democrático, para compartir el poder y salvar a Colombia. Es obvio que el talento colombiano encontrará la solución pacífica adecuada.

Por todo lo expuesto, desde una visión fraterna y distante, solo me queda decir como postdata solidaria: ¡Cómo me duele Colombia! Y me dolería más si de pronto escucho las melodías de su hermoso himno nacional.

Publicado originalmente el 2 de junio de 2001.
FICHA

Un vencedor en el campo de los ideales de libertad:

Nombre completo: Carlos Iván Zúñiga Guardia

Nacimiento: 1 de enero de 1926 Penonomé, Coclé

Fallecimiento: 14 de noviembre de 2008, ciudad de Panamá

Ocupación: Abogado, periodista, docente y político

Creencias religiosas: Católico

Viuda: Sydia Candanedo de Zúñiga

Resumen de su carrera: En 1947 inició su vida política como un líder estudiantil que rechazó el acuerdo de bases Filós-Hines. Ocupó los cargos de ministro, diputado, presidente del Partido Acción Popular en 1981 y dirigente de la Cruzada Civilista Nacional. Fue reconocido por sus múltiples defensas penales y por su excelente oratoria. De 1991 a 1994 fue rector de la Universidad de Panamá. Ha recibido la Orden Manuel Amador Guerrero, la Justo Arosemena y la Orden del Sol de Perú.

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