La dura vida en la ciudad de Panamá durante la época de la colonia

Actualizado
  • 02/06/2019 02:00
Creado
  • 02/06/2019 02:00
El libro ‘Arquitectura, urbanismo y sociedad' de Alfredo Castillero Calvo, presentado esta semana, ofrece una mirada a la vida urbana durante la época colonial, que describe como plagada de carestías y dificultades

Ha comenzado la celebración de los 500 años de fundación de la ciudad de Panamá, una fiesta de múltiples eventos y escenarios concebida por la Alcaldía de Panamá como una oportunidad para ‘hacer un puente con la ciudad', iniciar la búsqueda de historias no narradas, reconocer los procesos culturales de la panameñidad, y ayudarnos a entender de dónde venimos y hacia dónde vamos.

Así lo expresó la vicealcaldesa Raisa Banfield esta semana durante el evento de lanzamiento de la obra Arquitectura, urbanismo y sociedad, en el Museo del Canal Interoceánico de Panamá.

Después de todo, qué mejor forma de entender nuestro pasado —e ir tirando línea hacia el futuro— que a través de la lectura de este libro de 395 páginas que recoge los orígenes y evolución de la ciudad en los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX.

Se trata de la segunda edición, revisada, del libro del historiador panameño Alfredo Castillero Calvo, publicado con el apoyo económico de las empresas Sucasa, Nikos Café y la Alcaldía de Panamá, y presentado en un significativo evento que contó con la presencia de la vicealcaldesa. La edición original data de 1994.

Producto de lustros de búsqueda y lectura de documentos en archivos de Sevilla y Madrid, análisis de fotografías, mapas, dibujos, grabados y evidencias arqueológicas, la obra recoge una extensa y profunda mirada a la ciudad de Panamá durante el periodo colonial, desde su fundación en su sitio original de Panamá La Vieja, por Pedrarias Dávila, siguiendo las órdenes de la Corona, hasta su mudanza y evolución en el siglo XIX.

El libro no solo ofrece una perspectiva material, con profusión de detalles relacionados con la construcción de los edificios, el costo de los materiales, la destreza de los ‘curiosos' obreros locales, sino también una aproximación filosófica y existencial a los principios  que regían la vida de sus habitantes y cómo estos se reflejan en el uso y aprovechamiento del espacio y las costumbres.

Para Raisa Banfield, el libro brinda una explicación a algunas de esas realidades más caóticas de la vida urbana, que como lideresa y arquitecta le habían resultado indescifrables.

Para Castillero Calvo, es parte de su legado personal y profesional que, reconoce, le preocupa preservar.

Para todos los que nos hemos preguntado cómo se vivía en esas viejas ciudades, tanto en la la icónica Panamá La Vieja, como en el hoy renovado Casco Viejo, Castillero satisface la curiosidad.

En cuanto a la primera, el autor la describe como ruidosa, sucia, con pocas comodidades. Allí, dice, ‘el tropel de recuas y a veces de centenares de mulas a la vez era un espectáculo habitual', a lo que se añadía ‘la suciedad y malos olores de la calle' y de ‘los patios y traspatios, sobre todo donde había caballerizas', y donde además se ubicaban las huertas, depósitos de leñas y alimentos, y a veces, también, hasta gallineros —como todavía hoy se observa en el interior del país—.

Las casas eran en su mayoría de dos plantas, hechas de madera, algunas pocas de calicanto, pero de escasa calidad.

Resulta fascinante la cita que hace Castillero del fraile Jerónimo Diego de Ocaña, quien llegó en mayo de 1599 al istmo a recolectar limosnas, y se encontró con una ciudad en la que las paredes no solo escuchaban sino que también ‘veían'.

Y es que las casas estaban separadas por tablas de madera que no solo dejaban escuchar las conversaciones de los vecinos, sino observar los sucesos que se daban en el interior a través de las fisuras de las tablas.

‘Cuando llovía fuerte, toda la casa temblaba y el pueblo se venía abajo con cada trueno', y se inundaba de alacranes ponzoñosos que caían por montones de los techos, continuaba el fraile.

Rodeando la ciudad, había un cordón de viviendas miserables construidas de cañas, paja y barro, que Castillero llama ‘antecedentes remotos de las actuales villas miseria' y que serían el único albergue de los habitantes durante los cerca de tres años que transcurrieron entre la invasión de Morgan en 1671 y el traslado de la ciudad a su nueva ubicación.

La nueva ciudad

Castillero también explica que el saqueo y posterior incendio de la ciudad por el pirata fue la oportunidad que muchos esperaban para reubicarla y recrearla de una forma que ofreciera mayores ventajas a una élite blanca consentida por la metrópoli española, sobre la cual se vertían los mayores privilegios y canonjías con el fin de que continuaran defendiendo los intereses de la Corona.

Siguienddo las ordenanzas de la Corona, se escogió una península estrecha, alrededor de la cual se construiría una muralla que permitiría no solo ‘defender la ciudad de un posible enemigo exterior —dice Castillero— sino también constituiría una barrera contra el peligro interno, de la creciente población de color, que quedaría ubicada fuera de los límites establecidos por esa pared  cuyas puertass cerraban al atardecer'.

A un año de su fundación, sostiene el autor, ya se habían construido o se estaban construyendo dentro de las fortificación 113 casas ‘de madera y teja', siguiendo muchos de los elementos de la vieja. ‘Las casas siguieron haciéndose predominantemente de madera, de varios altos, con entresuelos, bodegas, zaguanes, cañones, cocinas al exterior, techos de teja a dos aguas'.

Curiosamente, apunta el autor, fue el momento en que se generaliza el balcón corrido, una norma dictada por la Corona, que obligaba a que las casas situadas en las plazas tuvieran portales cubiertos que permitieran la circulación de los peatones y les sirvieran de refugio para protegerse de las inclemencias del tiempo.

Para 1737 se había llegado, al parecer, al tope de la capacidad edificable de intramuros, con 380 viviendas y unos 7,000 habitantes.

Uno de los aspectos más interesantes del libro resulta la descripción de la evolución del uso del espacio, producto de los cambios en  el estilo de vida, especialmente la profundización del sentido de individualidad de la sociedad occidental entre los siglos XVIII y XIX. La obra presenta múltiples referencias a la promiscuidad con que se vivía en una ciudad, en la que las casas no eran concebidas como albergue para una familia, sino como edificios multiusos, donde se ubicaban oficinas, se recibían funcionarios, y donde el espacio se compartía con tiendas, esclavos, sirvientes y otras familias —el autor calcula que en un momento dado había un espacio de 9.4 metros por persona—. Pero también, se narra cómo esto fue evolucionando en beneficio de la privacidad, un fenómeno que fue convirtiendo a la mujer en ‘la reina del hogar'.

La vida en esta nueva ciudad, continúa Castillero, tampoco ofrecía demasiadas comodidades, y su deterioro se profundizó en el siglo XVIII, correspondiente al declive del imperio español y del estancamiento económico del istmo, afectado por la suspensión de las ferias de Portobelo y de la trata esclavista, y los frecuentes incendios que se dieron en este siglo.

El ‘Fuego Grande', de 1737, relata el autor, destruyó el 95% de las viviendas de intramuros; luego, en 1756, el llamado ‘Fuego Chico', provocó la pérdida del 37.3% de las casas, sobre todo las principales.

La sociedad panameña de intramuros pudo recuperarse del primero, pero con el segundo, ya la situación económica empezaba a causar fuertes signos negativos, que terminaron de caerse con el nuevo fuego de 1789, iniciando el cambio de orientación que favoreció al arrabal de Santa Ana, hacia donde se trasladaron algunas viejas familias arruinadas por la conflagración, al igual que algunos funcionarios del Gobierno central.

Según un testimonio anónimo que reposa en la Biblioteca del Palacio Real en Madrid, que data de 1749, descubierto por Castillero, se trataba de un triste destino para ‘una ciudad rica, y de las más antiguas de estos dominios, populosa en vecindario y edificios', que ‘ha quedado al fin destruida, y tan desfigurada que sus calles y plazas sembradas de ruinas, vestigios y solares desiertos presentan la imagen de la desolación…'.

‘Sus moradores, vendiendo la última de sus alhajas, se han esforzado en estos últimos años a fabricar algunas casas. Son estas tan pocas, que se puede asegurar, sin embargo, no estar aún reedificada una mitad de la ciudad'. El anónimo autor añadía que según el padrón practicado en el año de 1790, y que sumaba el arrabal de Santa Ana, la ciudad estaba habitada por 7,831 almas.

El mismo tono lo ofrece la posterior descripción de Bernabeu de Reguart, alto funcionario de la Real Hacienda, quien, en un texto de 1809, evidencia que el proceso de degradación fue avanzando, cuando describe a Panamá ‘como un lugar desolado, impregnado de malos olores y manchado por todos lados de matorrales y lotes vacíos o cubiertos de ruinas, donde no se encontraba un solo retrete —un lejano y solitario intento jamás fue imitado—, y cuyas casas, concluía, estaban tan mal construidas que parecían las notas de un pentagrama'.

El proceso de deterioro se frenaría a mediados del siglo XIX, sostiene el autor, gracias al Gold Rush, que se inicia en 1849, permitiendo a Panamá ingresar a una proceso de modernización económica sin precedentes.

‘En 1855 se concluye el ferrocarril transístmico y un verdadero aluvión de capitales se descarga sobre las ciudades terminales de Panamá y Colón, entonces recién fundada'.

‘A partir de esas fechas, el centro histórico de la ciudad capital vuelve a recuperar la centralidad que ya para entonces había perdido y esta no vuelve a escapársele otra vez hasta casi un siglo más tarde'.

El libro está a la venta en el local del Museo del Canal de Panamá y un porcentaje de los ingresos percibidos serán donadas a esta institución.

(Version corregida, de acuerdo a la advertencias de algunos lectores y del mismo Dr. Castillero. Anteriormente decía que la ciudad de Panamá La Vieja había sido destruida en 1571, cuando lo fue en 1671).

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