• 25/04/2019 02:03

La decadencia de nuestras instituciones políticas, ¿cómo detenerla?

El modelo político que impera de 1990 hasta la fecha, el periodo más largo de libertad política y de crecimiento económico de nuestra historia

El modelo político que impera de 1990 hasta la fecha, el periodo más largo de libertad política y de crecimiento económico de nuestra historia republicana, presenta muestras de una aguda fatiga.

La democracia liberal instalada desde ese año ha descansado en elecciones libres, la vigencia de derechos fundamentales básicos, como el derecho de asociación, reunión y de expresión e inicialmente con el restablecimiento de un Estado de derecho con sus instituciones básicas: separación de poderes, control sobre la constitucionalidad y legalidad de actos públicos y vigencia de un debido proceso.

Esas instituciones de nuestra democracia liberal se han debilitado seriamente en los últimos años.

A mi juicio, las causas de la decadencia de nuestras instituciones constitucionales han sido su creciente rigidez para adaptarse a las nuevas realidades del país, la captura de ellas por élites económicas y políticas que las han puesto al servicio de sus intereses y no al interés general al que siempre deben servir.

Total vigencia tiene la afirmación de Montesquieu en su obra ‘El Espíritu de las Leyes': ‘todo hombre que tiene poder tiende a abusar de él y no se detiene hasta que encuentra límites'. De allí que esa decadencia democrática genera el debilitamiento de las institucionales de control (Órgano Judicial, Ministerio Público, Contraloría) que ha sido acompañada con sus inevitables corolarios: la corrupción, el clientelismo rampante, un presidencialismo desbocado y la erosión de ciertos derechos fundamentales, como el debido proceso o la privacidad de las comunicaciones. Ni el derecho de propiedad se ha escapado, como lo evidencia la millonaria privación sufrida por un empresario propietario de un centro comercial o la inseguridad a la que se someten contratos de concesión.

Si a ello se añade la exclusión de más del 20 % de los frutos del crecimiento económico y la falta de una burocracia profesional sujeta al clientelismo, vemos cómo nuestro modelo de democracia liberal se ha erosionado seriamente, a pesar de elecciones libres, del crecimiento económico, la expansión de la clase media y una notable movilidad social.

Por último, está la crisis de representación parlamentaria que se da frente a una institución en la que muchos no se sienten representados y los partidos políticos que la controlan a través del clientelismo, que además no es solo de cultura política, sino de la pobreza de más del 20 % de los electores.

Frente a esa erosión de nuestro modelo de democracia liberal cabe preguntarnos ¿qué hacer para detenerla y , si es posible, revertirla? No soy el único en plantearme esta pregunta en el contexto de la democracia, hoy asediada por identidades tribales y religiosas, como lo expone el politólogo Francis Fukuyama (‘Identity', 2018) o el surgimiento de nuevos populismos autoritarios, como lo explican magistralmente Pipa Norris y Ronald Inglehart (‘Cultural Backlash: Trump, Brexit and Authoritarian Populism', 2019). Incluso, el destacado constitucionalista de la Universidad de Chicago, Tom Ginsburg, en obra reciente (‘How to save a Constitutional Democracy?', 2018) se hace la misma pregunta que yo me planteo en este artículo.

Para detener e incluso revertir gradualmente la decadencia de nuestras instituciones y la creciente desilusión con ellas, creo necesarios cambios constitucionales que enfrenten las causas arriba citadas. Algunos los he planteado antes (ver ‘El valor de la Constitución y sus necesarias reformas', Editorial Portobelo, 2011).

Lo primero es controlar la toma de las élites económicas y políticas de las instituciones. Habrá que: 1. constitucionalizar los límites de contribuciones monetarias a las campañas electorales ; y 2. prohibir constitucionalmente el nombramiento en cargos de mando y jurisdicción de los que hayan contribuido más del 50 % del tope legal (o sea, ahora más de $150 000 para campañas presidenciales); y, si se tratare de personas jurídicas, la prohibición cubriría a sus directores, si son accionistas; y 3. colocar algunas restricciones a la contratación pública con donantes a campañas que rebasen el límite señalado.

Lo segundo es el control del presidencialismo. Lo primero es la revocación del mandato mediante referéndum, si así lo pide un elevado porcentaje de los ciudadanos. Igual medida se aplicaría a los diputados y alcaldes. Otras potestades presidenciales se pueden someter a la aprobación de mayorías parlamentarias, calificadas como las detallo abajo.

Tercero estaría el nombramiento en las instituciones de control: Corte Suprema, Ministerio Público y Contraloría. Los dos primeros deben estar sujetos a la aprobación de las 2/3 partes del Órgano Legislativo y el último pasarlo a un Consejo de Estado que se crearía con diversas funciones.

En cuarto lugar está el Parlamento. Debe prohibirse la reelección por más de dos períodos; introducir gradualmente los diputados nacionales de forma que en un período de 20 años lleguen a constituir el 50 % de la Asamblea Nacional y eliminar planillas especiales y prohibir manejo de fondos públicos en partidas que hoy son clientelistas.

Un quinto tema es el de la profesionalización de nuestra burocracia. Requerimiento constitucional de someter a concurso en cada período presidencial, al menos, un 20 % de los cargos públicos; de suerte que, al cabo de una generación, contemos con una burocracia profesional y libre de los vaivenes del clientelismo.

La creación de un Consejo de Estado, con funciones consultivas obligatorias y vinculantes para el caso de proyectos de ley que afecten derechos fundamentales y de nombramiento del contralor general y del director de la Caja de Seguro Social. Estaría compuesto por personas independientes, de trayectoria, nombrados por los tres órganos del Estado.

Termino recordando, con lo señalado por el historiador Yuval N. Harari en su obra ‘21 lecciones para el Siglo XXI' (2019), ‘la victoria de la Ciencia ha sido tan abrumadora que incluso la idea de la religión ha cambiado', pero aquí nuestras acciones no están gobernadas por la Ciencia, sino por la política y en esa contraposición; como decía Max Weber en su ensayo sobre la política como vocación, ‘cada uno escoge su propio dios y su propio demonio'. Mi opción es la de recuperar nuestra democracia para todos, liberándola del asfixiante poder de las élites que la han puesto a su servicio.

ABOGADO, EXPRESIDENTE DE LA CORTE SUPREMA (1994 - 2000) Y EXPROFESOR UNIVERSITARIO.

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