• 13/11/2019 00:00

Nuestro hiperpresidencialismo, no la AN ni la CSJ, es nuestro desafío constitucional

“En Panamá, las instituciones han fallado o han sido muy débiles en la última década para controlar el poder presidencial; hemos tenido elecciones, pero el nuevo Gobierno insiste en reformas constitucionales inconvenientes e ilegítimas [...]”

Las reformas constitucionales recientemente aprobadas por la Asamblea Nacional (AN) en una legislatura no solucionan problema constitucional alguno, agravan los actuales y crean nuevos. Como consecuencia, estas reformas nos llevarán a estridentes reclamos de una constituyente, que no favorezco o a un Gobierno debilitado, si se rechazan como lo intuyo, que no pueda enfrentar graves problemas, como el de la Seguridad Social.

El proceso de preparación de esta propuesta es el peor ejemplo de acuerdos secretos y privilegios corporativistas desde el régimen militar: se concede a representantes de gremios integrantes del Consejo de la Concertación, asociación privada con alguna participación pública, el monopolio constitucional de proponer nombres de candidatos a magistrados para su nombramiento por el presidente. Esto no es ni más ni menos que un privilegio constitucional para un grupo no elegido por los ciudadanos y, por ello, sin legitimidad política democrática. Ese método de postulación a cargos públicos no es nuevo ni bueno, pues ha fracasado en la Caja de Seguro Social y en la Jurisdicción Especial del Trabajo.

Desconcertante ha sido la reacción oficial ante la acción de la Asamblea, que sí tiene legitimidad política democrática por haber sido elegida por el pueblo soberano. Ella, conforme a sus potestades constitucionales, podía introducir cambios constitucionales no previstos en el documento original de la concertación, pero sesionó bajo una amenaza de convocar a una Asamblea Constituyente Paralela, de no aprobar la propuesta del Ejecutivo. Si esos cambios son o no buenos es otro problema, pero al menos sí provienen de un Órgano con legítimo poder constitucional y democrático y hay que discutirlos libremente.

Un sistema político es presidencialista si el presidente fija la orientación política determinante del Estado (Biscaretti, Derecho Constitucional Comparado), es tanto jefe del Estado como del Gobierno, es elegido directamente por el pueblo, no por la Asamblea, ambos elegidos por períodos fijos sin que ninguno pueda modificar el período del otro y si bien hay controles mutuos, son distintos de sistemas parlamentarios y el presidente puede vetar las leyes (Carpizo, “El presidencialismo”).

Sostengo que nuestro sistema es hiperpresidencialista, porque excede con creces las potestades ordinarias de un presidente, que además han ido en aumento desde 1983 con la reforma constitucional que se introdujo a la Constitución de 1972 e incluso durante la nueva democracia. En esta última, las dos reformas constitucionales esenciales de 1994-1995, la eliminación del ejército y el título constitucional sobre el Canal de Panamá, aumentaron los poderes presidenciales con el nombramiento de la Junta Directiva del Canal y de los jefes de la Policía, esto por Ley. Ningún otro Órgano del Estado tiene tantos poderes, lo que algunos politólogos llaman la “asimetría del poder” en las democracias latinoamericanas que sería una de las causas de nuestras fallidas reformas constitucionales (Javier Corrales, “Fixing Democracy”, 2018).

Sumado a lo anterior, tiene plena vigencia la advertencia de Montesquieu: “Todo hombre que tiene poder tiende a abusar de él y no se detiene hasta que encuentra límites” (“El espíritu de las leyes”, Capítulo VI). Nuestras instituciones de control, sobre todo el Ministerio Público y la Contraloría, en la última década han fracasado estrepitosamente en la guarda del orden jurídico y de la integridad de las finanzas públicas. Veinte siglos después valen la frase y pregunta del poeta romano Juvenal: “Cerrojos pon, la entrada veda, pero ¿quién guarda al guardián?” (“Sátiras”, sexta trad. de F. Díaz; Madrid, 1892). Las reformas guardan silencio.

Las reformas constitucionales refuerzan el presidencialismo: mayor número de magistrados a nombrar, desmiembran el Poder Judicial, pues crean un tribunal constitucional que además tiene funciones penales para juzgar a los magistrados de la Corte Suprema, reforma ilegítima, pues quebranta la unidad de la Constitución, lo que rebasa el poder de reforma y solo puede hacerlo el poder constituyente originario (Richard Albert, “Constitutional Amendments”, 2019); y omite cambio constitucional alguno sobre el Ministerio Público y la Contraloría que han fracasado en la última década en su función de control del presidente. El uso indebido de partidas de algunos diputados tiene su origen en el otorgamiento de los fondos por el presidente y la falta de control de la Contraloría. Sin controles efectivos florece la corrupción, que es consecuencia no causa de la decadencia de nuestro sistema constitucional, que además se ha puesto al servicio de las élites políticas y económicas tradicionales, no del pueblo soberano.

Grupos de interés ligados al Ejecutivo, que han satanizado a la Corte Suprema y a la Asamblea, han redactado reformas constitucionales que parten de un diagnóstico errado de nuestro desafío constitucional que es el de un presidencialismo exacerbado y, en la práctica, sin controles, salvo los frágiles frenos de la Corte Suprema y de la Asamblea, ejercidos con más determinación desde hace un par de años, y que estas reformas debilitan aún más. El resultado de estas propuestas reformas, de aprobarse en una segunda legislatura y un futuro referéndum, será el agravamiento de nuestros problemas políticos no solamente con el refuerzo de los poderes presidenciales, con controles debilitados, sino con los Órganos del Estado ahora sujetos al predominio de un solo partido político, pues la Corte Suprema quedará sometida a un tribunal constitucional que la juzga y cuyos magistrados serán nombrados, no gradualmente, como los de la Corte Suprema, sino inmediatamente, y ratificados por el mismo partido político. Quizás no seremos un Estado de partido único, pero sí un Estado con predominio absoluto de un solo partido político.

La democracia liberal tiene correctivos y controles como las instituciones, y si estas fallan, las elecciones libres o la movilización social (Acemoglu y Robinson, “The Narrow Corridor”, 2019). En Panamá, las instituciones han fallado o han sido muy débiles en la última década para controlar el poder presidencial; hemos tenido elecciones, pero el nuevo Gobierno insiste en reformas constitucionales inconvenientes e ilegítimas por su origen corporativista y desmembradoras del Órgano Judicial; y ya vemos que han empezado las movilizaciones sociales. Es hora de reflexionar y aprender de los ejemplos de Chile y Bolivia. El actual presidente, a quien respeto, debe desistir de estas propuestas y formular otras que respondan a nuestros verdaderos desafíos. Esa es, al fin y al cabo, la dinámica de la historia (Arnold Toynbee, “A Study of History”).

Expresidente de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) (1994-2000), exprofesor universitario, autor de “La interpretación constitucional” y otras obras jurídicas, abogado practicante.
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