• 22/02/2021 00:00

'¡Te he dicho que me digas licenciado!'

“[…], los títulos universitarios han llegado a ser, no solo un reconocimiento de logros académicos y requisito para ejercer una profesión liberal, sino, […], un modo de diferenciarse de los otros […]”

En la genial película mexicana “La Ley de Herodes” (Luis Estrada, 1999), los personajes del partido (el PRI, por supuesto, pues la película está ambientada en los últimos años del período de Gobierno de Miguel Alemán, años 1946-1952), muestran un marcado interés porque los llamen “licenciado”. Por ejemplo, en una las escenas iniciales, el personaje principal -Juan Vargas- es visitado en su despacho por un emisario del secretario de Gobierno del estado respectivo, a lo que Vargas, al reconocerlo, lo saluda efusivamente llamándolo simplemente por su apellido “¡Ramírez!”, y este responde “¡Pinche Vargas, te he dicho que me digas licenciado!”. Esto ilustra un fenómeno cultural muy del latinoamericano: el título universitario parece conferir un rango social que separa al que lo tiene del que no lo tiene, en sentido de que lo pone “por encima” del otro. Es decir, en alguna medida, los títulos universitarios han llegado a ser, no solo un reconocimiento de logros académicos y requisito para ejercer una profesión liberal, sino, además, un modo de diferenciarse de los otros, los de abajo, los ignorantes, el campesinado, el lumpen.

Es también un medio de ascenso al poder. Como señala el también mexicano Gabriel Zaid, en su libro “De los libros al poder”: “La pertenencia a círculos universitarios es la vía de ascenso equivalente a lo que en otro tiempo fueron las órdenes sagradas o el mutualismo masónico. No hay mejor capital para empezar a progresar que los títulos universitarios (sobre todo los que cuentan) y las buenas relaciones (sobre todo las que cuentan) … Ahora un especialista en ciencias sociales, distinguido politólogo, brillante exalumno de la Universidad Nacional, sabio investigador del Colegio de México y doctorado en la Sorbona puede estar a cargo de la administración de los fraudes electorales. No un palurdo cualquiera. Ahora, para ser un perfecto bandido, ya no bastan el talento, las oportunidades, la experiencia. Hay que tener un título universitario”.

De allí la obsesión, particularmente observada en los despachos públicos, de ser llamado “licenciado”. No meramente “Ramírez”, sino “licenciado Ramírez”. Es una forma de señalizar que la persona está por encima de los otros, de los “comunes”. Exigir el tratamiento de “licenciado” puede indicar orgullo de haber alcanzado un título académico, pero un cínico podría decir que el hecho de que una persona se incomode de que lo traten sin llamarle “licenciado” es revelador de otras cosas. Revela, podría decir el cínico, que la persona en el fondo no está satisfecha con quien es, o de donde proviene, y que por ello requiere constantemente hacer notar su condición de “licenciado”. Dime de qué te jactas y te diré de lo que careces, como dicen.

Y hay algo más. A escala institucional, la burocracia del Estado-Nación moderno está construida sobre la idea tecnocrática de que se debe gobernar con políticas públicas inspiradas en evidencias científicas. Bien hasta allí. El problema comienza cuando los licenciados se creen que el título, el pertenecer a “los que saben”, les da legitimidad para actuar con paternalismo sobre los demás ciudadanos. Incontables errores y atropellos han sido cometidos con políticas públicas, bajo el hibris de que “los que saben” han de mandar y los otros, obedecer. Cuando desde arriba se dictan políticas públicas en desconexión del sentir de “los de abajo”, suele ocurrir que la ciudadanía rechaza lo que siente que le viene como imposición. Los impulsos antiintelectuales no surgen de la nada. No son debidos a ignorancia, como suelen explicar “los que saben”, incapaces de reconocer que pueden equivocarse y que “los de abajo” puedan tener críticas válidas a los grandes planes e ideas de aquellos. Más bien obedecen, normalmente, a que son los de arriba los que se desconectan de las perspectivas de los de abajo, desdén que tratan de justificar con el mantra de que los de abajo no saben lo que les conviene y, por tanto, por su propio bien, se justifica no tomar en cuenta sus opiniones.

Hay un meme que ilustra esto en el contexto del diseño urbano. Si los arquitectos que diseñan un parque trazan un camino, pero la gente termina trazando otro sendero con su caminar, no es la gente la que se equivoca al usar el camino “equivocado”, sino que ha sido el arquitecto el que se equivocó al trazar el camino por donde no debía ir. No siempre el camino trillado por la gente será el mejor, no siempre será viable. Pero los “licenciados” sí deben bajarse de su burbuja intelectual y hacer un esfuerzo por adaptar el diseño a los usuarios de carne y hueso, y no a los imaginarios que idealiza en su bosquejo.

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