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- 15/07/2025 00:00
Del odio de clases y racismo se alimenta el trumpulinismo

En una entrevista hecha a la eminente filósofa y activista demócrata brasileña Marcia Tiburi (Sidera y Arnau, 2023), destacaba que el fascismo —término con el que se llama a los regímenes autoritarios de base nacionalista— es un sistema (o parte de el) en que “el odio funciona como combustible, como una especie de movimiento eterno que produce más y más odio” (ibidem). Al decir de Tiburi, al fascismo se le puede ver como “una tecnología política”, aunque su razón de ser es la de hacer mantener un sistema que está en proceso de agotamiento, en este caso, dice ella, “es muy importante para el neoliberalismo” (ibidem).
Como lo hemos afirmado otras veces, el grupo social que gobierna nuestro país, no puede ser tildado de fascista por una razón clave: no basa sus políticas en el interés nacional, no es nacionalista, sino todo lo contrario. La tecnología fascista sí la emplea para los propósitos de mantener un sistema económico social en decadencia en nuestro país, por cuanto que en el caso panameño este ya no genera las groseras ganancias para todos los clanes económicos criollos ni las corporaciones transnacionales que se nutren de nuestros recursos, a menos que sea a través de una superexplotación creciente de nuestra naturaleza y los recursos humanos, cosa que es insostenible. Pero, por otro lado, el grupo gobernante no actúa con criterios nacionalistas sino que se complace de las rentas que obtiene de la entrega de nuestras riquezas al sistema cuya sede de los principales beneficiarios no se localiza en Panamá, sino (geopolíticamente) en EE.UU.
Ejemplo de esto es la entrega de parte de nuestro principal recurso estratégico-posición geográfica-a empresas que explotan el tránsito interoceánico de manera monopólica, solitos para ellos y en tiempos prolongados, impidiendo que la explotemos para beneficio del pueblo panameño. De esta manera, no se establece una red ferroviaria de alta velocidad con el mismo propósito para la población, ya que esta actividad ha sido asignada a las empresas Kansas City Southern y Mi-Jack Products por un período de 50 años. De esto, el país recibe migajas.
Otro ejemplo viene a serlo el juego ya practicado otras veces por la transnacional bananera, acostumbrada a que se le permita contaminar sin compensar los costos correspondientes o no pagarles a los trabajadores sino salarios muy por debajo del valor de su producción, todo con las complicidades gubernamentales. A tal punto que el gobierno panameño le ha permitido a esta transnacional deshacerse de los obreros de Bocas del Toro con la oportuna excusa de la última huelga para emigrar a Costa Rica -lo cual es altamente sospechoso que alguien de volúmenes tan altos de exportación pueda trasladarse de ya para ya de un país a otro- y ahora dizque negocia su regreso, adivinen... sin tener que pagar las millonarias prestaciones que tendrían que pagar en un Estado de derecho y justicia. Mejor cabría al gobierno acoger a otros grupos de empresarios con interés en esta actividad que presentan condiciones menos leoninas que la Chiquita. La cuestión es que el grupo gobernante —Trumpiulino— tiene todo lo de uno fascista, excepto su carácter nacionalista.
Ahora bien, fijémonos contra quién es el odio desatado: contra los trabajadores y quienes representen sus auténticos intereses. Dentro de estos, a trabajadores(as) indígenas y afrodescendientes -recordar los desmanes de lesa humanidad incurridos en Darién y Bocas del Toro por osar protestar contra la ley 462 que entrega los fondos de trabajadores a la manipulación de los clanes económicos financieros- lo que revela que no solamente se promueve un odio de clase sino un odio racial. Tal odio y he aquí el carácter sociológico de este, se traduce en las acciones y políticas llevadas a cabo no solamente por individuos de las instituciones de represión física -Policía acompañada del Ministerio Público y el Órgano Judicial- con independencia de sus voluntades individuales de sus agentes o miembros, como explicaría el maestro Émile Durkheim. Lo cual explica que para que sea viable tal represión de odio de clase y racista, debe haber un cuerpo de instrumentos legales que justifiquen la aplicación de su tecnología política de genética fascista.
He aquí donde se ven retratados los trabajadores de la construcción, a través del asalto legalizado a su cooperativa y sindicato. Lo más reciente, la imposición de un mal llamado acuerdo de terminación de huelga de los docentes del sector público —con la cómplice intermediación del Conep— que deja en bandeja de plata la persecución y represión legalizada contra sus líderes en cada centro escolar. Perfectamente explicado por el profesor Armando Guerra de la Asoprof, esta “Declaración de principios” deja cesante en la práctica a líderes gremiales, porque no resuelve el tema de “miles de docentes sin salario”, “deja a compañeros(as) procesados(as) y dependiendo de cada director” con lo cual no hay acuerdo sino imposición.
Es decir, el equipo gubernamental mantiene la semilla del odio incluso en un instrumento legal que debió haber servido para hacer justicia, para sanar heridas. Al parecer, este grupo no se ha dado cuenta de que lo que celebra como éxito no es más que una victoria pírrica. Se entienden estos hechos, cuando comprendemos que del odio de clase y racismo se alimenta el trumpulinismo y esto tiene un piso y un techo histórico.