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- 05/01/2022 00:00
Salario mínimo: ¿tema económico o asunto moral?
La Estrella de Panamá entrevistó al economista Ernesto Bazán, asesor de bancos, quien emitió algunas opiniones sobre el salario mínimo. Al respecto debo hacer algunos comentarios, sin ser experto en la materia, con el ánimo de ofrecer otra visión del salario mínimo, más allá de ser solo una moneda de cambio, o una variable dentro de las ecuaciones que rigen el mundo económico.
El señor Bazán se refirió al salario como “un precio”, sujeto al comportamiento del mercado, es decir, a la oferta y a la demanda, a mi parecer, en una pretensión deliberada para decir que las leyes de la economía gozan de infalibilidad y, por lo tanto, no admiten discusión alguna. El señor Bazán abogó por la existencia de un salario mínimo único, sin importar la actividad o lugar donde se desempeñe, concluyendo que la existencia de varios salarios mínimos genera distorsiones severas en la economía.
Por definición, el salario mínimo es la remuneración que recibe un trabajador(a) por su desempeño laboral, que le permite satisfacer sus necesidades básicas y tener una vida digna. Pero esta definición está llena de preguntas, entre otras: ¿cuáles son las necesidades básicas?, ¿quién las determina?, ¿qué es una vida digna?, ¿cuándo se consideran satisfechas las necesidades?
Estas preguntas han sido tarea para Adam Smith, Tomás de Aquino, Karl Marx y muchos otros, pero a diferencia de otros tiempos, hoy la modernidad impone una amplia base de necesidades para definir un salario mínimo, donde a la comida, la vivienda, el transporte, la educación, la salud y el ahorro, por citar las principales, se añaden la comunicación y la conectividad (celulares, internet), y los factores de cultura, esparcimiento y deporte, que permiten a las personas relacionarse en sociedad.
Reconozco que la posición del señor Bazán no es de su autoría y que esta goza de popularidad entre un grupo de personas, curiosamente en su mayoría empresarios, que preferirían no existiera un salario mínimo, o que cualquier determinación salarial se dejara en manos de los designios del gran mercado, donde la idea del salario, de existir, fuera solo un tema económico. Esta posición contrasta con aquella que incluye en el salario mínimo un componente moral y que pregona por una “compensación humana”, la cual no se logra bajo las premisas del señor Bazán, si se considera que el mercado es una “zona libre de moralidad”.
En 1906, el sacerdote John Ryan, del seminario de St. Paul, Minnesota, en su libro “Un salario de vida: sus aspectos morales y económicos”, dijo que los salarios debían proveer a los trabajadores lo esencial, pero también las condiciones para una vida más rica y satisfactoria. Según Ryan, el salario mínimo debía proteger a los trabajadores y constituir un indicador para evitar la extrema pobreza y la desigualdad entre la gente, eso que en nuestro país algunos llaman la 6a. Frontera. Por ello, al salario mínimo también se le reconoce como “salario de vida”, con el fin de permitir a los trabajadores un nivel de vida digno y consecuente con el bienestar de la sociedad en general.
Nuestra clase empresarial debe reflexionar más sobre la conveniencia de promover una cultura de salarios mínimos. Mantener salarios insuficientes para cubrir el costo de la vida, además de reducir el poder adquisitivo que afecta los negocios, debe tomar en cuenta el daño en la psiquis de quienes cada día, semana y quincena les resulta insuficiente su salario y tienen que conformarse con su deteriorada situación económica, salir a buscar un segundo trabajo, decidir qué y cuándo comer todos los días y privarse de aquellas cosas que el propio mercado les ofrece de manera insistente, cautivante y tentadora.
Muchos responderán que los ya altos costos de la mano de obra, la baja productividad de los trabajadores, los estrechos márgenes de ganancia, la siempre precaria situación del mercado no dan para pagar salarios decentes. Pero eso me recuerda al presidente Roosevelt, cuando, en 1933, dijo que “ningún negocio que dependa para su existencia de pagar a sus trabajadores salarios insuficientes para que estos tengan una vida digna, tiene derecho a existir”.
En algo estoy de acuerdo con el señor Bazán. Debemos abandonar el tradicional método de “tira y afloja” para determinar los salarios. Hoy, existe suficiente información de los costos de la canasta familiar como para eliminar la práctica de subir a un tinglado a patronos y trabajadores, donde las taras sociales y económicas de unos y las expectativas y las realidades de otros se enfrentan en una lucha asimétrica de poder, ambas llenas de sentimientos y escasas de argumentos razonados, donde al Gobierno le toca jugar el papel del infeliz componedor, que siempre termina apoyando al más fuerte.
Cualquier diálogo basado en la relación lineal “capital-trabajo-producción-riqueza”, nos enfrenta al preguntar quién genera esa riqueza y cómo debe ser distribuida. En vez de ese concepto de cadena, debiéramos reconocer la asociación indisoluble entre el capital y el trabajo, donde el primero pone la inversión y el riesgo y el segundo pone la gestión y la producción, para sustituir las acciones individuales de cada grupo por los esfuerzos colectivos de ambas partes. Para afrontar los retos de hoy y de mañana, hay que entender las necesidades de cada una de las partes y llegar a acuerdos sólidos que permitan, más allá de un salario mínimo, una mayor y efectiva participación de los trabajadores en los negocios. Tal vez un buen comienzo sería, en vez de llamarlo salario mínimo, llamarlo salario “digno”.