• 14/10/2022 00:00

Memoria de mis memorias

“Las primeras lecturas que me marcaron [...], fueron las novelas panameñas “Plenilunio”, de Rogelio Sinán; Luna verde”, de Joaquín Beleño y “Pueblos perdidos”, de Gil Blas Tejeira”

Entre muchas otras razones, uno sabe que la edad avanza a pasos agigantados y por tanto no perdona cuando al escritor y promotor cultural que he sido buena parte de mi vida los colegas y amigos me dicen sin ambages que debería ir pensando en escribir mis memorias o mi autobiografía, a fin de rescatar realizaciones que poco conocen las nuevas generaciones. Y sobre todo, cuando uno mismo, por si las moscas (y los mosquitos, de esos malditos que dan dengue), empieza a pensar seriamente en asumir tales consejos. Así es que, ni tardo ni perezoso, y dado que por algún lado hay que empezar, hoy redacto estos primeros apuntes, no vaya a ser que más temprano que tarde, como solía pasarle a menudo al célebre “Chavo del Ocho”, versátil personaje allá en la prehistoria de la televisión mexicana, la memoria me juegue una mala pasada y tenga que excusarme diciendo con cara de yo-no-fui: “¡Se me chispoteó!”.

Las primeras lecturas que me marcaron poco antes de entrar a la Universidad de Panamá a estudiar el profesorado en Inglés, fueron las novelas panameñas “Plenilunio”, de Rogelio Sinán; Luna verde”, de Joaquín Beleño y “Pueblos perdidos”, de Gil Blas Tejeira. Algunos años más tarde habrían de marcarme para siempre “Gamboa Road Gang”, de Beleño; “El ahogado”, de Tristán Solarte; “El desván”, de Ramón H. Jurado y “La isla mágica”, de Sinán. Además de “El viejo y el mar” y “¿Por quién doblan las campanas?”, del norteamericano Ernest Hemigway; “Crónicas marcianas”, del también norteamericano Ray Bardbury; “El extranjero”, del francés Albert Camus; “El túnel”, del argentino Ernesto Sábato; “Rayuela”, del también argentino Julio Cortázar; “Aura” y “La muerte de Artemio Cruz” del mexicano Carlos Fuentes; “La tregua”, del uruguayo, Mario Benedetti, así como “Los adioses”, del también uruguayo Juan Carlos Onetti; y “La Señora Dalloway”, de la inglesa Virginia Woolf. También leí con admiración algunas de las novelas de la costarricense Carmen Narajo y del nicaragüense Sergio Ramirez. Cada novela era una inédita inmersión en un mundo propio, una experiencia nueva por rompedora, una forma de pensar y de sentir desde la fascinación que ya era para mí la creación literaria.

Pero a la vez leía con fruición a los grandes cuentistas: Poe, Hemingway, Faulkner (norteamericanos), Chéjov (ruso), Quiroga, Mario Benedetti y Juan Carlos Onetti (uruguayos), Cortázar y Borges (argentinos); Rulfo, Arreola; José Emilio Pacheco, Elena Garro y Edmundo Valadés (mexicanos); y en Panamá por supuesto, Sinán, además de Justo Arroyo y Neco Endara, entre otros.

De los poetas panameños leí mucho a Tristán Solarte, José de Jesús Martínez , Roberto Luzcando, Stella Sierra, Elsie Alvarado de Ricord, Moravia Ochoa y Manuel Orestes Nieto, entre otros. Confieso no haber leído mucha poesía internacional, salvo al peruano César Vallejo, la norteamericana Syvia Plath y la nicaragüense Gioconda Belli.

En mis años universitarios tuve como profesores a dos escritores que me alentaron a seguir escribiendo: Rogelio Sinán y Elsie Alvarado de Ricord. Pasando el tiempo Sinán habría de ser el editor de mi primer libro de cuentos: “Catalepsia” (1965), publicado por el Departamento de Publicaciones del Ministerio de Educación de aquella época, por haber ganado una Mención en el Concurso Miró en 1964 (el poeta Eduardo Ritter Aislán era Ministro de Educación y yo empezaba a publicar poemas en periódicos locales y varias obras teatrales que luego habrían de representarse: “¡Si la humanidad no pintara colores!”, “La cápsula de cianuro” y “Gigoló”, representadas en el Teatro Nacional las dos primeras).

Tras haber obtenido sendas Maestrías en Letras en la Universidad de Iowa entre 1968 y 1971, habría de ganar ese mismo año la Beca Centroamericana de Literatura del Centro Mexicano de Escritores, en donde tuve como asesores a dos grandes escritores mexicanos: Juan Rulfo y a Salvador Elizondo. En ese gran país que me abrió sus puertas y en donde publiqué algunos de mis mejores libros de cuentos y poesía en editoriales como Joaquín Mortiz, Alfaguara, Fondo de Cultura Económica y la UNAM, fui profesor durante ocho años en la Universidad Autónoma Metropolitana.

En 1971, en una pequeña editorial mexicana publiqué la primera de numerosas antologías que con el tiempo habría de realizar acerca del cuento panameño: “Antología crítica de joven narrativa panameña”, en la que presento cuentos de autores de mi generación: Pedro Rivera, Moravia Ochoa, Enrique Chuez, Dimas Lidio Pitty, Bertalicia Peralta, Benjamín Ramón, Griselda López, y los muy jóvenes entonces Aristeydes Turpana y Roberto McKay, además de incluirme yo mismo con total inmodestia. Parte de ese libro fue mi primera incursión en la crítica literaria. Además, la primera de varias pequeñas editoriales que fundé nació en 1982 en México: Editorial Signos; dos de los primeros libros con ese sello fueron de autores panameños: Diana Morán y Rogelio Sinán. Fui por un año y me quedé doce. En 1983 regresé a Panamá.

En México nacieron mis tres hijas, y ahí se consolidaron mi vocación literaria y docente; pasando el tiempo, en ese país aprendí a ser promotor cultural, editor y conductor de talleres literarios, actividades complementarias que continúo realizando con satisfacción hasta la fecha.

Cuentista, poeta, ensayista, promotor cultural.
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