• 27/10/2011 02:00

Las dos caras de la ‘justicia’

Hace ya un buen rato que de la novela Rumbo a Coiba, de Mario Riera, se me grabó en la mente la frase: ‘En Panamá la cárcel es para los ...

Hace ya un buen rato que de la novela Rumbo a Coiba, de Mario Riera, se me grabó en la mente la frase: ‘En Panamá la cárcel es para los pobres y los pendejos’. Si no es así, agradezco a cualquier lector de esa obra que me aclare. Y esto lo traigo a colación, porque me repugna que la hipocresía de nuestra sociedad, y en ella con sentido autocrítico incluyo a los medios y a quienes estamos inmersos de una manera u otra, se siga alimentando el morbo de un sistema judicial que para nada es ecuánime cuando se trata de aplicarlo a los poderosos, pero que se ensaña con los humildes.

Sí hay un crimen deleznable, de lesa humanidad es la trata de blancas y el aprovecharse de la necesidad física del hombre para explotarla hasta niveles de esclavitud, conocida como la profesión más vieja del mundo. El ejercicio de la misma se reprime sólo cuando se trata de gente humilde y se hace de la vista gorda con los lupanares regentados por elementos de alcurnia dueños del poder económico.

Recientemente se divulgó el caso que involucra a una señora de origen humilde que, acosada por las autoridades, decidió aceptar su falta. Dicha persona se somete a la Ley, pero, ¿por qué no se persigue con igual tenacidad a los criminales de cuello blanco que desde el pretérito, durante la segunda guerra mundial, explotan la trata de blancas y la prostitución en este país?

No quiero hacer apología del delito y mucho menos defender a infractores de la Ley, sólo reclamo que la misma se aplique sin discriminaciones ni exclusiones, porque el proxenetismo no es patrimonio único del pobre, todo lo contrario, es más común entre los adinerados con capital para captar ingenuidades femeninas o necesidades de quienes ven, en ansiedades insatisfechas, el filón para enriquecerse. Los prostíbulos más populares, según pueden atestiguar los hombres que aún guardan memoria de los años cuarenta y cincuenta, se localizaban en los barrios de Pueblo Nuevo, Río Abajo y Parque Lefevre y pertenecían a personajes vinculados a las familias del más rancio abolengo. Acaso a algunos de estos proxenetas legalizados, con licencia para prostituir a extranjeras empujadas al destierro por las condiciones de pobreza extrema y desesperación que agobian a esos pueblos hermanos, y a nuestras humildes mujeres de la ciudad y del campo, víctimas también de las injusticias sociales, se les ha sometido alguna vez al acoso policial, a la persecución despiadada o a la publicidad mediática? ¡Jamás!

Esas son las contradicciones de nuestras leyes tipo embudo. Promulgadas para darle todo lo ancho a los pocos que todo lo tienen y lo más angosto para los muchos que de todo carecen. Persiguen hasta el exterminio a los que practican la prostitución clandestina, pero tácitamente protegen, toleran y aplauden la proliferación de esa lacra en casinos, bares y clubes de acceso exclusivo a las élites que tienen los dólares que acallan conciencias y apariencias. Se trata nada más y nada menos de que las dos caras de una justicia entre comillas, características de la farsa democrática que padecemos. Estas y muchas otras son las causas que han llevado a todos los pueblos del mundo a observar hoy las protestas multitudinarias en las plazas de Estados Unidos, Medio Oriente, Europa, Chile y otros puntos del continente. Y Panamá no es una isla, tarde o temprano, como la historia nos enseña, sus efectos repercutirán en nuestras calles.

*PERIODISTA

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