Desde hace siglos, los grandes discursos en la historia universal siguen siendo motivo de inspiración, porque casi siempre fueron pronunciados en coyunturas históricas y de los mismos se derivaron sentimientos patrióticos y acciones heroicas. Basta recordar los discursos de Bolívar, de Martí, de Unamuno, de Winston Churchill, de Martin Luther King, solo por mencionar algunos.

Recuerdo de mis estudios de bachillerato la lectura obligada de varios de los discursos de José Martí, los cuales contenían llamados no solamente a la independencia, sino de aquellos que pronunciaba contra el racismo, además de una visión de lo que debería ser una república “por todos y para el bien de todos”.

Los panameños hemos tenido grandes oradores. Desde los de Justo Arosemena, el padre de la nacionalidad, están los de Eusebio A. Morales, de Thelma King, de Carlos Iván Zúñiga, de Clara González y los de Ricardo Arias Calderón.

En la primera mitad del siglo pasado comenzaron a transmitirse las sesiones de la Asamblea Nacional y miles de personas a las 3 de la tarde encendían la radio para escuchar aquellas sesiones con debates acalorados sobre temas nacionales. En nuestro medio, con los años el discurso político, especialmente en la Asamblea, ha ido decayendo. Y de aquellos enfrentamientos verbales, muchas veces duros, implacables e inclusos sarcásticos, pero nunca ofensivos. Hemos pasado a la trifulca grosera y escandalosa. Una forma parecida se refleja también en las entrevistas televisas y radiales; recuerdo las palabras de un periodista cubano de que “Hay gente que habla con faltas de ortografía”.

Del discurso político inflamado de patriotismo, de certeros análisis nacionales e internacionales, se ha pasado a las pocas felices intervenciones de diputados y de otros funcionarios de alto nivel, producto de la decadencia de los partidos políticos, la falta de formación ideológica y la ignorancia sobre cómo funciona el Órgano Legislativo. Además, de posiciones tan absurdas como el declararse “independiente”, sin tener en cuenta que para legislar se necesita el consenso y la discusión, que por dura que sea, nunca debe sobrepasar las reglas del respeto y la decencia. Los ciudadanos, quienes los eligieron, es lo que esperan de ellos.

Si bien es verdad que un diputado representa a quienes lo eligieron no quiere decir que ignore la necesidad de compartir con miembros de un grupo o bancada la visión sobre lo que necesita el país; lo que no puede reducirse a propuestas triviales como proponer una ley para crear el día del huevo o del almojábano, por mencionar algunos y solo sirven para rellenar un currículum con proyectos de ley presentados y aprobados.

La libertad de un diputado de partido o el llamado independiente consiste en mantener la firmeza de sus principios éticos y de no someterse al chantaje ni a las presiones, vengan de donde vengan. Ser independiente no se traduce en convertirse en un demagogo, en invocar el haber sido elegido para decir, hacer y proponer cosas absurdas y hasta ridículas...

Cuando un grupo o bancada no logra conseguir la cohesión necesaria para votar sobre temas importantes, dejó de ser un grupo político, perdió toda la responsabilidad que supone ser diputado de la República y pasa a formar las filas de una montonera, caótica y dañina.

Ojalá en estos años entendamos la necesidad que tenemos de partidos políticos ideológicos, democráticos y participativos. No existe la democracia sin partidos políticos.

*La autora es exdiputada de la República de Panamá
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