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- 08/01/2012 01:00
Las enfermedades parasitarias
Difícilmente existe peor mal que le podemos engendrar a un ser humano que condenarle a parasitismo. Lastimosamente parecen existir infinitas formas para implantar este mal en una comunidad, en virtud de que ello le permite a unos vivir a costillas de otros. Tal como nos advierte Carlos Rodríguez Braun, de la Fundación ATLAS, al referirse a algo que dijo Margaret Thatcher en una entrevista en 1987: Hemos atravesado un periodo donde a demasiados niños y a demasiada gente se les ha hecho pensar de esta forma: ‘¡tengo un problema, la labor del Estado es resolverlo!’. O ‘¡tengo un problema, conseguiré un subsidio para resolverlo!’. O ‘¡No tengo vivienda, el Estado debe dármela!’ Y es que nos hemos acostumbrado a hablar y pensar en términos de lo que es función social o ‘de la sociedad;’ pero como bien nos advierte Rodríguez Braun: ‘¿Quién es la sociedad?’ ¿Algún lector se ha topado con la señora sociedad? ¡Claro que no, pues no existe tal persona!, sino cada uno de nosotros.
Los Estados jamás fueron concebidos como una fuente de soluciones de nuestros problemas individuales, pero desafortunadamente eso hemos llegado a creer. Esta es la enfermedad que tiene en vilo a todo el planeta. Tomemos el caso de los EE.UU., en dónde más del 50% de la población no paga impuestos directos. ¿Cuánto será en Panamá? Luego vemos a los apóstatas de la sensatez aullando que no existe una repartición de riquezas. Y no queda más que preguntarse. ‘¿De dónde creen que salen los fondos para la educación, para las calles, los servicios de salud, luminarias, y el mar de subsidios que algún día no muy distante bien podemos llegar a lamentar?
Aunque el gestor directo de las infecciones parasitarias es la clase política, estos no son más que el reflejo de una sociedad que ha llegado a pensar que: ‘estos son nuestros derechos’. Pues no es así, ya que los únicos derechos auténticos son la vida, el pensamiento y palabra, el derecho de libre tránsito y de apropiarnos de las cosas del mundo para transformarlas a fin de poder vivir, sin violentar a otros. Todo lo demás son listas a Santa Claus. Y todas estas dádivas tienen un agobiante precio que tarde o temprano se paga, al punto que ya los europeos y los estadounidenses han comenzado a pagar.
Ni uno sólo de estos llamados ‘derechos’ son posibles sin el uso de la violencia; la violencia que el Estado impone a través de las armas, multas y mazmorras de infeccioso hacinamiento. Pero la verdadera prosperidad jamás la encontraremos por estos caminos de infortunio, ya que la prosperidad del individuo, de la familia y de la comunidad está basada en la autosuficiencia del ser humano, a título individual y luego en función de sanos vínculos de cooperación voluntaria y no aquella impuesta en demagogia y cobrada en corrupción.